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The Guardian en español

OPINIÓN

Que el coronavirus se vuelva más mortal o no puede depender de nosotros

Una mujer con mascarilla para evitar la propagación del coronavirus, en Quito (Ecuador).
22 de noviembre de 2020 21:54 h

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Dejar que el virus que causa la COVID-19 circule más o menos libremente es peligroso. Y no solo por su riesgo de desbordar los sistemas sanitarios poniendo vidas en un peligro innecesario, sino también porque podría retrasar la evolución del virus a una forma más benigna e incluso, potencialmente, hacerlo más letal.

Aunque los datos que tenemos aún son incompletos y las medidas son crudas, es posible que este efecto esté influenciando la diferencia entre las tasas de mortalidad de Suecia –que hasta hace poco adoptó un enfoque relajado de la contención– y Noruega, cuyas medidas han sido mucho más estrictas. Suecia tiene más del triple de muertes por cada 100 casos que su vecino.

La explicación de esta sorprendente brecha puede derivarse por un lado de la selección natural y, por otro, de la “carrera armamentística biológica” entre el patógeno y su huésped. Dentro de cada población, hay variación genética. Los virus no son diferentes. Algunas versiones de un virus serán ligeramente más peligrosas para la salud humana –más virulentas–, otras menos. Si las condiciones son correctas, aquellas que son algo más virulentas comenzarán a imponerse y a causar más daño.

Según esta interpretación de las diferencias entre lo que sucede en Suecia y lo que sucede en Noruega, no es que cada país tenga una versión diferente del virus. Es solo que las condiciones en Suecia han permitido que prosperen las variantes ligeramente más virulentas que ya existen del virus en la población. Si quiere un ejemplo verdaderamente espectacular, pero extremo, de este mecanismo, eche un ojo a la pandemia de gripe de 1918.

Aquella pandemia terminó con la vida de al menos 50 millones de personas, la gran mayoría de las cuales murieron en la segunda ola –en apenas 13 semanas, entre septiembre y diciembre de 1918– y, aunque los datos entonces eran aún más incompletos que ahora, se cree que fue al menos 25 veces más letal que cualquier otra pandemia de gripe de la historia. El hecho de que fuera tan excepcional exige una explicación, y los biólogos evolucionistas la han encontrado en las excepcionales condiciones que imperaban aquel verano en el Frente occidental [de la Primera Guerra mundial].

Antes de llegar a eso, sin embargo, permítanme dar un paso atrás. Un patógeno, un organismo causante de enfermedades, no “quiere” matar a su huésped. Su única meta evolutiva es sobrevivir y reproducirse, y si tiene que matar para lograr ese objetivo, lo hará. Provoca daños porque necesita la maquinaria celular de su anfitrión para replicarse y pasar así a un nuevo huésped. Nos sentimos enfermos porque nuestro cuerpos necesitan desviar recursos y por nuestra propia respuesta inmunológica.

Cuando un patógeno nuevo llega a los humanos tras haber saltado de su reservorio animal no está adaptado a nosotros. Si es demasiado virulento, tiene el riesgo de inmovilizar a su huésped por enfermedad o muerte antes de poder propagarse a uno nuevo. Si no es suficientemente violento, y el trasmisor es débil, es otro callejón sin salida evolutivo. Los científicos han demostrado recientemente que un patógeno exitoso es aquel que evoluciona con un nivel intermedio de virulencia, de modo que puede propagarse sin causar demasiado daño.

Los humanos damos forma a ese proceso porque también nos adaptamos al patógeno. Ponemos obstáculos en su camino en forma de medidas de contención, vacunas y, al final, la inmunidad de grupo. Aunque el huésped y el patógeno se ajustan sin cesar el uno al otro, un nuevo virus altamente virulento que se encuentra estos obstáculos evolucionará para ser menos virulento más rápidamente, para no morir antes de encontrar organismos susceptibles de convertirse en nuevos huéspedes.

Volvamos a 1918. La primera ola de la pandemia, la que impactó en primavera en el hemisferio norte, parecía una gripe estacional ordinaria. Pero, cuando estalló la segunda ola en agosto, la enfermedad era apenas reconocible. Sus víctimas se ponían azules y se asfixiaban con los pulmones llenos de líquido. ¿Qué pasó para que el virus de la gripe fuera mucho más virulento?

El biólogo evolucionista Paul Ewald, de la Universidad de Louisville en Kentucky, ha señalado la proximidad de los hombres en las trincheras del frente y el hecho de que, lejos de ser inmovilizados, los enfermos eran transportados a focos sucesivos de huéspedes susceptibles: de la trinchera a la tienda de campaña, luego a trenes, y de hospital en hospital.

La trágico de la situación, en otras palabras, es que los humanos hicieron el trabajo del virus, que no tuvo necesidad de reducir su virulencia para seguir extendiéndose. De hecho, su interés evolutivo radicaba en transmitirse cada vez más rápido, ya que no tenía ningún coste para el virus. Desde las trincheras de Flandes, y en gran medida debido a los movimientos de tropas, este bicho letal fue transportado por todo el mundo, provocando el terrible daño que provocó antes de llegar a un punto de equilibrio con la humanidad, mucho más tarde de lo que hubiera pasado de otra manera.

Aquella cepa pandémica circuló por el mundo, en formas modificadas y más leves, hasta 1957, cuando fue derrocada por la que causó la siguiente pandemia, conocida como “gripe asiática”.

Los virus se guardan otro as en la manga. Algunos pueden sobrevivir un tiempo fuera de un huésped vivo –en las superficies y en el aire, por ejemplo–. Esto altera las reglas de combate. Provoca que sean menos dependientes de sus anfitriones para propagarse y ayuda a determinar el nivel de virulencia hacia el que finalmente gravita el virus.

El virus que causa la COVID-19, el Sars-CoV-2, es casi tan duradero fuera de un huésped vivo como lo es el virus de la gripe. Eso lleva a Ewald a sospechar que se aproxima a un nivel de virulencia comparable al de la gripe estacional. La gripe estacional causa, de media, una muerte por cada 1.000 personas contagiadas. El Sars-CoV-2 está matando a un ritmo aproximadamente 10 veces superior al de la gripe estacional

Es demasiado pronto para interpretar los datos sobre la COVID-19, en parte porque nadie sabe cuántas personas se han contagiado –con muchos factores en juego, como el perfil de edad cambiante de los pacientes o las mejoras en la atención– pero es posible que ya estemos viendo esa evolución viral en la caída de las tasas de mortalidad. Como ha señalado el epidemiólogo Andrew Noymer, de la Universidad de California-Irvine, esto iba a suceder de todos modos con el tiempo. Pero esta es la cuestión: podemos acelerarlo, si escogemos hacerlo. Probablemente ya lo estemos haciendo en algunas partes del mundo.

“Si invertimos en medidas como las cuarentenas favorecemos cepas virales que son tan leves que la gente no sabe que está enferma”, dice Ewald. Su colega de la Universidad de Louisville, la bióloga Holly Swain Ewald, ha argumentado que tales medidas son fundamentales para la reducción de la virulencia. Si es así, entonces es probable que sea uno de los motivos que contribuyen a las diferentes tasas de mortalidad en Noruega y Suecia.

Proteger a la ciudadanía a través de medidas de salud pública también nos permite ganar tiempo. Pospone el momento en que muchas personas contraen la enfermedad hasta que sea mucho más leve. Eso podría significar una gran diferencia para todas aquellas personas en el mundo que no tienen acceso a una atención médica adecuada.

En gran medida, la pelota está en nuestro tejado. Tenemos algo que decir en lo referente a la duración de la pandemia y a cuánta gente va a morir. Esto ya se ha dicho, pero aquí está el argumento desde el punto de vista de la evolución. La clave para comprenderlo es que no lo vemos desde la barrera, con pasividad, que tenemos tanta responsabilidad en configurar el virus como el virus nos configura a nosotros. A la larga, la COVID-19 no será peor que una gripe estacional o un resfriado. Tratemos de llegar a esa situación lo más rápidamente que podamos.

Laura Spinney es periodista científica y autora de 'El jinete pálido', un libro sobre cómo la llamada “gripe española” cambió el mundo en 1918.

Traducido por Alberto Arce

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