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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Así funciona el programa con el que Kenia se propone alejar a los jóvenes del terrorismo

Ya ha amanecido en Majengo, un barrio pobre de Mombasa. Las palmeras y las piscinas de los hoteles de lujo para turistas que plagan esta ciudad costera de Kenia parecen de otra planeta en contraposición con las calles angostas llenas de basura y las casas con tejados de zinc. Al calor abrasador del verano, en un pequeño centro comunitario, un grupo de personas está sentado en viejos bancos de madera charlando sobre extremismo, violencia policial y pandillas. Pero también sobre esperanza y valentía.

Majengo ya tenía mala reputación antes de que unos extremistas islámicos mataran en enero a 21 personas en el asalto a un complejo de lujo que contenía un hotel, restaurantes y oficinas en Nairobi, a 500 kilómetros de distancia. Hace mucho tiempo que este barrio es conocido como un terreno fértil de reclutamiento de al-Shabaab, la organización yihadista extremista con base en la vecina Somalia, responsable de una campaña terrorista sangrienta e intermitente en Kenia.

El terrorista suicida que lideró el asalto en Nairobi fue identificado como Mahir Khalid Riziki, un residente de Majengo de 25 años. Los investigadores todavía están intentando comprender exactamente cómo fue reclutado, entrenado y luego devuelto a Kenia por al-Shabaab, una organización relacionada a Al Qaeda.

En Majengo, los vecinos se imaginan bien cómo pudo hacer ocurrido. Rukiya, de 27 años, explica cómo casi lo reclutan a él. Junto a un grupo de amigos, solía ir a las mezquitas extremistas del barrio que luego fueron cerradas por las autoridades. “Sentíamos que unirnos a al-Shabaab era nuestro deber religioso. Queríamos ser mártires”, relata. “Mi madre no quería que me uniera, pero mi padre me apoyaba. Mucha gente que conozco viajó a Somalia, pero yo tuve suerte. Acabé en una escuela religiosa donde uno de los maestros me hizo darme cuenta de que mis ideas sobre la guerra santa estaban equivocadas”.

Rukiya forma parte ahora de un innovador programa llevado adelante por el Instituto de Servicios Reales Unidos (RUSI, por sus siglas en inglés), un comité de expertos de Londres, que cuenta con un presupuesto de casi 3 millones de euros. La mayoría de los esfuerzos de la lucha contra el extremismo consisten en “desradicalizar” combatientes, pero suelen tener resultados variados desde que se pusieron en marcha hace más o menos una década. El programa de RUSI es diferente.

Se basa en la prevención del crimen y en evitar que las personas se sientan atraídas por el extremismo. Desde 2016, el programa ha financiado a docenas de mentores en toda Kenia que trabajan con más de 200 personas calificadas como vulnerables a las tácticas de reclutamiento y a las ideologías peligrosas. Ya se han “graduado” del programa treinta y dos personas.

Además del extremismo, Majengo también padece altísimos niveles de paro, presencia de drogas y pandillas. Martine Zeuthen, líder del equipo, afirmó que una amplia red de trabajadores sociales, clérigos locales y maestros derivan al programa a aquellos jóvenes que ven en peligro.

Existen varios indicadores: un amigo cercano o familiar que se haya unido a al-Shabaab; defender activamente el extremismo violento en la comunidad; ser miembro de una pandilla; o haber estado recientemente en la cárcel. Zeuthen remarcó que provenir de una familia violenta, abandonar los estudios o convertirse al islam también son factores de riesgo, aunque de menor importancia.

El programa vincula a la persona vulnerable con un mentor, que a menudo es alguien del mismo barrio que ha superado desafíos similares. El mentor ofrece ayuda para lidiar con los problemas graves de la vida, apoyo emocional y la aleja de la “comunidad alternativa” de los grupos extremistas.

Zeuthen dice que el programa está despertando “mucho interés en Estados Unidos y Europa” y que es una forma de ver al terrorismo como “simplemente otro delito grave”.

Primer síntoma: la intolerancia religiosa

Hace mucho tiempo que Kenia padece el extremismo. Entre 1998 y 2002 hubo una primera ola de violencia a manos de Al Qaeda, que atacaba objetivos extranjeros como la embajada de Estados Unidos o a turistas israelíes. A mediados de la última década, el número de atentados disminuyó.

Sin embargo, el radicalismo siguió creciendo entre la minoría musulmana de Kenia, alimentado por un sentimiento de marginación, el impacto de la “guerra contra el terror” liderada por EEUU y un cambio de prácticas islámicas tradicionales y moderadas por versiones de la fe más estrictas, promovidas por los países del Golfo.

“Primero, comenzamos a notar señales de intolerancia religiosa y que algunos hombres jóvenes desaparecían. Estaba relacionado con una situación global y la percepción de que EEUU y Occidente eran enemigos del Islam. Además, en Kenia, los musulmanes se sentían ciudadanos de segunda clase. También empezamos a notar la influencia de los países del Golfo, que inculcaron visiones diferentes sobre los no creyentes”, explica Sheik Yusuf Abu Hamza, un clérigo de Kibera, un barrio de Nairobi muy pobre en expansión.

En 2013, combatientes de al-Shabaab entraron armados a un centro comercial en Nairobi y mataron a 67 personas. Luego, otras 148 personas fueron disparadas y asesinadas en una universidad en el noreste de Kenia. Ambos ataques fueron planificados desde Somalia, donde las tropas keniatas luchan contra los extremistas como parte de las fuerzas armadas de Unión Africana, pero llamaron la atención de las redes de apoyo que existen dentro de Kenia.

Casi todos los mentores, a quienes Rusi paga un pequeño salario, y los tutelados que entrevistó The Guardian en Majengo se quejaron del acoso y la brutalidad policial. “Es como un acto reflejo. Incluso si lo que sucede es solo un pequeño incidente, enseguida vienen las patrullas. Luego del reciente ataque en Nairobi, acabamos casi todos arrestados, detenidos o interrogados”, afirmó Nolly, de 35 años. Otros denunciaron sobornos y malos tratos.

Los reclutadores eligen específicamente a las mujeres, señala Fatima, una mujer de 27 años que admite que en un momento estuvo “muy cerca de involucrarme” en el extremismo. “Iba a luchar por los musulmanes. Quería vengarme de la gente que me juzga por ser musulmana. Estaba loca”, dijo. “Los jóvenes no tenemos empleo, somos pobres. No tenemos oportunidad de expresarnos. Tenemos la sensación de que el Gobierno acosa a nuestra comunidad”.

Los agentes de policía locales con años de experiencia afirman que hacen enormes esfuerzos por “ganarse el corazón y la mente” de los jóvenes. Recientemente, las autoridades keniatas se han enfrentado a una nueva ola de combatientes yihadistas que tienen mejor nivel educativo, un origen étnico diverso e incluyen más a las mujeres.

Al parecer, todas las personas involucradas en el ataque de enero habrían nacido en Kenia y uno es el hijo de un suboficial del Ejército, proveniente de la comunidad étnica más numerosa del país, la de los kikuyu.

“Mientras continúe presente este tipo de religión errada, la radicalización no tendrá fin. Hay nuevos maestros y nuevos reclutas entre los jóvenes”, opina Rukiya. Él y otras personas que forman parte del programa dijeron a The Guardian que conocen a jóvenes que se han marchado a Somalia recientemente.

Pero también hay optimistas. “Hay un mayor sentimiento de pertenencia en la comunidad musulmana”, asegura Abu Hamza, el clérigo. “Esta generación se siente keniata y quieren hacer cosas por el país”.

En Majengo, Fatima, de 25 años, dice que el programa de mentores le ha enseñado a creer en sí misma, a valorar la vida y que la venganza no es la respuesta. “Antes me sentía sola frente a muchos problemas. Le temía a la gente. Pero ahora soy valiente”, afirma.

Traducido por Lucía Balducci