Si en mayo se celebra una cumbre entre Donald Trump y Kim Jong-un será uno de los momentos teatrales más inesperados y destacados de la historia de la diplomacia.
Si este drama lleva a un acuerdo de paz sólido, estaremos ante un logro extraordinario. Desde un punto de vista formal, la guerra de Corea nunca terminó y el espectro de un nuevo conflicto ha sobrevolado la península durante décadas.
Sería un logro de proporciones épicas. Sin embargo, conlleva riesgos. Ambos líderes perciben este acuerdo provisional para reunirse como un triunfo personal fruto de su determinación. Los intermediarios surcoreanos que transmitieron la invitación de Kim se esforzaron en resaltar el mérito de Trump. El jueves por la noche, los responsables de comunicación de la Casa Blanca también hicieron todo lo posible para atribuir este sorprendente anuncio a la capacidad de liderazgo del presidente de Estados Unidos.
Ambos líderes han puesto mucho de su parte para que esta reunión se lleve a cabo y existe el riesgo de que, conscientes de que la comunidad internacional les está observando, ambos o uno de ellos reaccione mal si no consigue salirse con la suya.
La posibilidad de que haya un malentendido es elevada. Ambos líderes afirman que quieren la desnuclearización de la península de Corea pero históricamente sus gobiernos han tenido visiones distintas de lo que esto significaría. Mientras que para Washington significa el desarme unilateral de Corea del Norte, Pyongyang lo percibe como “el fin de las políticas hostiles” de Estados Unidos y el desmantelamiento formal del paraguas nuclear que ha estado protegiendo a Corea del Sur del país vecino.
Insultos recíprocos y lluvia de sables
No hay garantías de que la cumbre se vaya a celebrar. Kim no cursó una invitación por escrito. Fue el responsable de la seguridad nacional de Corea del Sur, Chung Eui-yong, el que transmitió verbalmente este deseo a la Casa Blanca. Desde que Kim se reunió con Chung y su delegación en Pyongyang, el pasado lunes, Corea del Norte no ha proporcionado más información ni detalles sobre esta propuesta y podría intentar cambiar las condiciones poco antes a la reunión.
Tras el anuncio del jueves, Trump no podía ocultar su entusiasmo. Apareció por sorpresa en la sala donde se celebran las ruedas de prensa de la Casa Blanca y dio detalles a los periodistas sobre el comunicado de Chung. Dijo a un periodista que esperaba que se le reconociera el mérito por haber logrado este avance diplomático.
No parecía ser consciente del hecho de que Pyongyang ha estado interesado en celebrar un cara a cara con el presidente de Estados Unidos desde, como mínimo, la década de los noventa. Con este acuerdo, Kim puede presumir de un logro que no obtuvieron ni su padre ni su abuelo; ser tratado de igual a igual por el hombre más poderoso del mundo y bajo la mirada de la comunidad internacional.
“Para ser sinceros, necesitamos hablar con Corea del Norte”, indica Jeffrey Lewis, director del Programa de No Proliferación para Asia Oriental del Instituto Middlebury de estudios internacionales de Monterrey. “Sin embargo, lo cierto es que Kim no está invitando a Trump para entregarle las armas de Corea del Norte. Kim está invitando a Trump para demostrar que su inversión en armas y misiles nucleares ha forzado a Estados Unidos a tratarlo como un igual”.
Este giro diplomático inesperado, que les ha alejado de los insultos y los ruidos de sables, no es mérito ni de Kim ni de Trump. Sería más razonable atribuirlo al presidente surcoreano, Moon Jae-in, que desde su investidura se ha encontrado en medio de un fuego cruzado pero ha logrado sacar provecho de esta situación y de los Juegos Olímpicos de invierno para abrir un camino de diálogo.
Esta iniciativa también se ha producido en el momento correcto. La victoria en Corea del Sur del candidato presidencial partidario del diálogo coincidió con la declaración que hizo Kim a principios de año de que su régimen había logrado su objetivo de construir un arsenal de misiles nucleares. El régimen de Pyongyang considera que entabla un diálogo desde una posición de fuerza como potencia nuclear.
La versión de la Casa Blanca es completamente distinta. Presenta a Corea del Norte como un régimen que se ve obligado a negociar con Trump debido a la determinación de este último y a las sanciones internacionales sin precedentes que ha soportado desde setiembre.
Sin embargo, si Trump espera que Kim estará dispuesto a entregar su arsenal nuclear a cambio de una reducción de sanciones podría estar muy equivocado. Muy pocos analistas prevén que el líder norcoreano ceda lo que percibe como una garantía de supervivencia del régimen a cambio de tan poco.
Una gran oferta
Históricamente, las cumbres más importantes han estado precedidas de meses o años de negociaciones a más bajo nivel, cuidadosamente planificadas. Para que esta nueva iniciativa diplomática tenga éxito, el orden tendrá que invertirse.
La pregunta es si Kim y Trump se conformarían con algo menos que una gran oferta.
“Si [la cumbre] fomenta un proceso para entablar negociaciones serias y continuadas, entonces es una medida positiva”, indica Suzanne DiMaggio, investigadora principal del think tank New America y que ha participado en contactos informales con los norcoreanos. “Pero se tendrá que gestionar con prudencia y eso requiere mucho trabajo previo”, añade.
Hay serias dudas de que el equipo de Trump esté preparado para entablar un diálogo tan complejo. Los principales expertos en Corea de la Casa Blanca se han marchado y el Departamento de Estado ha sido excluido de esta negociación. Rex Tillerson, secretario de Estado, ha viajado a África esta semana y no parecía estar al corriente del avance conseguido. El jueves explicaba a los periodistas que el diálogo todavía se veía muy lejano.
Trump, de momento, vuela solo, convencido de su experiencia en el arte de la negociación. Sin embargo, sus habilidades negociadoras en el mercado inmobiliario le han llevado a la quiebra en más de una ocasión. Las implicaciones que tendría un fracaso similar en una cumbre nuclear pueden ser muy serias.
Traducido por Emma Reverter