Donald Trump ha metido la pata. Pero ¿eso le importa a los votantes?
Donald Trump empezó la actuación más importante de su vida con una actitud positiva.
Tras haber protagonizado una de las campañas presidenciales más indisciplinadas que se recuerdan, Trump sabía que iba a destacar si permanecía de pie durante el debate presidencial. Podía enfrentarse a una ex secretaria de Estado de igual a igual.
Parafraseando a George W. Bush, Trump se nutre del “solapado prejuicio de las bajas expectativas”. Todo lo que tenía que hacer era evitar tropezar con los cordones de sus zapatos. Y, sin embargo, consiguió arruinar el momento más estelar de su campaña así como toda la credibilidad que ha ido ganando en las últimas semanas.
Como ya ocurrió con el discurso que pronunció durante la Convención Republicana, Trump hizo alarde de una amplia gama de emociones; pasó del enfado a la exasperación. Inhaló y resopló. Cayó en todas las trampas que Clinton le preparó; desde las indirectas sobre el negocio que fundó su padre hasta su apoyo a la guerra de Irak. Parecía más un espectador molesto con el discurso de Clinton que un candidato presidencial pidiendo el voto. Y en repetidas ocasiones se pareció a los otros candidatos republicanos de los que tanto se burló. Al igual que Marco Rubio, bebió sorbos de agua desde el principio y durante todo el debate. Y como Mitt Romney, se atragantó.
Se suele decir que las campañas presidenciales son las entrevistas de trabajo más largas del mundo. Sin embargo, a juzgar por este primer debate, no está claro que Trump y Clinton se hayan presentado al mismo puesto.
Donald Trump parece querer un trabajo en un programa de una cadena de televisión por cable conservadora o tal vez en un blog sobre su vida y que se actualice cada segundo. Cuando el moderador del evento, Lester Holt, lo presionó para que explicara su apoyo inicial a la guerra en Irak, Trump indicó que había apoyado la guerra “de forma muy sutil” durante una entrevista con Howard Stern. O, como él mismo dijo: “¿Quién sabe?”. Entonces, pasó a enumerar varias conversaciones con Sean Hannity, un presentador de Fox News que recientemente grabó un anuncio de televisión en su nombre. Sin embargo, “nadie lo llama”, lo cual es una verdadera lástima porque Sean podría deshacer este enredo.
En cualquier caso, como afirmó el candidato republicano, todo este rollo presidencial se le da mucho mejor que a Hillary Clinton. Al menos, eso es lo que se desprendía de su discurso. El siguiente fragmento es la transcripción de una de sus intervenciones, que consigue captar esta opinión sobre Clinton así como la confusión de su discurso.
“Tengo mejor criterio que ella”, dijo Trump: “Eso es indiscutible. También tengo mucha mejor actitud que ella, ¿saben? Tengo un mucho mejor, ella se gastó, permítanme que se lo explique, se gastó cientos de millones de dólares en publicidad, ya saben, consiguen que toda la avenida Madison asista a su reunión, dan nombres, el carácter, creo que mi punto más fuerte es mi actitud. Tengo la actitud de un ganador. Sé cómo ganar. Ella no tiene…”
Es el clásico flujo de consciencia que no tranquiliza ni a los psicoanalistas, ni a los estrategas de la campaña ni a los profesores de gramática.
“¡Vaya!, de acuerdo”, dijo Clinton cuando de repente y sin haber acabado Trump dio por finalizado su incoherente discurso. Clinton hizo el gesto de relajar los hombros pero, sinceramente, el resto del mundo necesita un masaje de tejido profundo.
En cuanto a las intervenciones de Clinton, parecía que la estaban entrevistando para ser la próxima comandante en jefe. Cuando Trump volvió a insinuar que él solo defendería a los aliados de Estados Unidos si pagaban por tener este privilegio, Clinton miró fijamente a la cámara para dirigirse a un planeta asustado.
“Soy consciente de que esta campaña ha hecho que muchos líderes mundiales tengan dudas y estén preocupados”, dijo: “He hablado con algunos de ellos. Sin embargo, me gustaría no solo en mi nombre sino también, creo, en nombre de la mayoría de estadounidenses, decirles que cumplimos con nuestra palabra”.
Trump, por cierto, también había hablado con algunos líderes mundiales. “Me reuní con Bibi Netanyahu,” explicó: “No parece una persona muy feliz”.
Sería un error afirmar que Trump no dio algunas buenas respuestas en este primer debate. Expresó el descontento popular con la pérdida de trabajos en el sector manufacturero y con los políticos. Reconoció que todos los sospechosos de terrorismo que figuran en la lista de viajeros a los que se prohíbe subirse a un avión no deberían poder comprar armas y recordó a los electores que su rival ha descrito a algunos delincuentes como “súper-depredadores”.
Sin embargo, fue entonces cuando surgió el fastidioso tema de la obsesión de Trump con el lugar de nacimiento del presidente Barack Obama. Lo cierto es que la Casa Blanca hizo pública la partida de nacimiento de Obama hace mucho tiempo. Y Trump perdió el hilo argumental. También perdió a su audiencia.
Clinton presentó lo que ella llama “esa gran mentira racista en torno al lugar de nacimiento” como un patrón de comportamiento que se remonta a los inicios de Trump en el sector de la construcción. El empresario fue demandado por discriminación racial. Trump contraatacó indicando que Hillary es la culpable de que la partida de nacimiento de Obama haya generado polémica y explicó que muchos promotores inmobiliarios fueron demandados por discriminación. Alardeó del complejo que construyó en Palm Beach, en el estado de Florida, y explicó que ese complejo demuestra que no tiene prejuicios raciales. “Fundé un club y todos me felicitaron”, dijo. “No he discriminado a afroamericanos, musulmanes, a nadie”.
Los medios de comunicación han informado de que Trump no se reunió con sus asesores para preparar el debate. Todo parece indicar que se limitó a repasar su perfil en LinkedIn.
No se trataba de un debate cualquiera. Eso era evidente desde el principio, cuando la cámara mostró a los célebres familiares y amigos de los candidatos: Bill Clinton, Ivanka Trump, Mark Cuban y Vernon Jordan. A diferencia de lo que suele ocurrir en los debates presidenciales, que se ciñen a un guión, el público gritó y los animó, los aplaudió y abucheó.
Si esta fuera una campaña normal, todos los elementos racionales nos llevarían a afirmar que Hillary Clinton derrotó a Donald Trump en este primer debate. Había hecho los deberes, se sabía la información y las citas que debía pronunciar. En cambio, Trump solo se sabía las cifras de su flujo de caja y de su ratio de deuda. Clinton controló el ritmo del debate; Trump prácticamente no podía controlar su mal genio. Clinton explicó que quería estar al mando del país, Trump solo dijo que Clinton no tenía la resistencia necesaria para ser la presidenta de Estados Unidos.
Sin embargo, la pregunta del millón es si la mayoría de las personas que votarán en noviembre lo harán de forma racional.
En estas elecciones, los estadounidenses más racionales podrían quedarse en sus casas, desencantados con el espectáculo que han ofrecido dos políticos de cierta edad que discuten por correos electrónicos y declaraciones fiscales. Si Trump está en lo cierto, los votantes están fuera de sus casillas y quieren un cambio. En este caso, han encontrado a un candidato que está tan fuera de sus casillas como ellos.
Traducción de Emma Reverter