Por qué el escándalo de las fiestas en Downing Street aún importa
Ahora que la policía de Londres ha anunciado multas a 20 cargos del Gobierno británico por violar las normas de la pandemia que ellos mismos aprobaron, podemos llegar a dos conclusiones sobre el primer ministro de Reino Unido, Boris Johnson: o bien desconocía por completo las leyes de las que él era directamente responsable cuando hace menos de cuatro meses declaró que “se siguieron todas las directrices”, o bien mintió repetidamente y con descaro. Existe una tercera posibilidad: no tenía ni idea de lo que sucedía en la residencia oficial del primer ministro, algo que resulta demasiado insultante para la inteligencia de cualquiera como para molestarse en seguirle el juego.
Plantearse cuál de las dos opciones es cierta es un debate académico interesante. Pero ambas proporcionan la misma respuesta a la cuestión de base: sin tener en cuenta la opción política de cada cual, ¿está preparada esta persona para ejercer un alto cargo? Sigamos el juego de todos modos. Johnson tiene fama de no ser precisamente cuidadoso con los detalles. Si pudieran brotar brazos, piernas y un pelo artificiosamente desaliñado de la frase “educado más allá de su inteligencia” sería él. Por desgracia, las universidades de Oxford y Cambridge no andan faltas de gente de su estilo: chavales mediocres acomodados en un mundo privilegiado, cuyo pretencioso vocabulario y uso innecesario del latín delata una falta de fondo y conocimiento.
Demasiadas mentiras
Cuando Johnson era ministro de Exteriores, los funcionarios que trabajaban con él decían que tenía la “capacidad de atención de un mosquito” y que los informes que le entregaban “debían ser cortos y debían dar indicaciones claras sobre lo que tenía que hacer”. Las declaraciones públicas que hizo sobre la británico-iraní Nazanin Zaghari- Ratcliffe diciendo que estaba formando a periodistas en Irán, en lugar de decir que había ido a visitar a su familia durante las vacaciones, son un ejemplo de las terribles consecuencias que provoca en la vida real su falta de atención a los detalles. Que Johnson al parecer dejara papeles secretos esparcidos por el piso que comparte con su esposa, Carrie -que tiene buenos amigos entre los periodistas británicos que van de visita a su casa-, muestra su absoluta falta de seriedad, y la pereza de un hombre que cree que las consecuencias son para otros.
Es tan público y notorio que el primer ministro es un mentiroso que el propio hecho de que pretenda hacer creer que no es un mentiroso es un engaño en sí mismo: al fin y al cabo, le echaron dos veces, como periodista y como político, por no decir la verdad. El periodista y antiguo empleado Peter Oborne escribió un libro entero, The Assault on Truth (Atraco a la verdad), dedicado a documentar sus mentiras. Pero no había espacio suficiente para incluirlas todas, así que puso en marcha una página web a modo de expansión para finalizar la tarea. El único margen que se le puede conceder es que los hombres que están tan patológicamente obsesionados con mentir acaban perdiendo la noción de la realidad, con lo que pueden mentir sin ser siquiera conscientes de ello.
Por tanto, la conclusión más probable es que Boris Johnson es ambas cosas: un mentiroso y alguien que no sabe asimilar información muy clara y básica, al contrario que millones de personas de a pie que entendieron perfectamente las leyes, de cuya elaboración y comunicación él era el máximo responsable, y las cumplieron. Nadie confiaría las responsabilidades más rudimentarias a un hombre con tal combinación de cualidades, y aun así gestiona un país entero.
Sin consecuencias
Mientras las fuerzas de Vladímir Putin sigan dando rienda suelta a la barbarie contra los ucranianos, el argumento de los acólitos del primer ministro británico resultará pesado y predecible. ¿Acaso la guerra no hace ver con otros ojos un par de encuentros y borracheras en el número 10 de Downing Street? ¿Tenemos que obsesionarnos con cosas así de triviales mientras están masacrando niños? No caigan en la trampa: una moral clara exige que no se use el horror de Ucrania para suavizar las protestas contra la corrupción de nuestra democracia, que es lo que es esto.
Sí, el equipo de Johnson cree que los tanques de Putin lo han salvado. Y pueden presumir de encuestas que sugieren que su estafador cubierto de teflón ha resurgido del abismo electoral. Lo que desde luego ha ayudado a los tories es el continuo fracaso de los laboristas para ofrecer una alternativa inspiradora, pues en su lugar confían en que el afán por la autoinmolación de su oponente les dé la victoria por defecto. Pero esto importa de verdad.
No es solo que hubiera tantos ciudadanos que no pudieran tomar la mano de sus seres queridos cuando se estaban muriendo, o que se enfrentaran a una agobiante y prolongada soledad, y por lo tanto sienten una furia legítima contra quienes imponen las normas. Se trata de que si el Gobierno británico se va de rositas desobedeciendo las leyes que se usaron contra las personas sin poder -incluidas las detenciones de personas sin hogar o las multas a niños- entonces creerá, con toda la razón, que se puede ir de rositas con otros abusos de poder.
Muchos pensaban que “una norma para ellos, otra norma para nosotros” era un principio básico que guía a la sociedad británica, pero ahora se erige como luces de neón, grandes y centelleantes, sobre el núcleo del Gobierno.
Traducción de María Torrens Tillack
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