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“La lucha por la mente de Picasso”: la CIA y su influencia en el arte

Philip Oltermann

Berlín —

En Berlín, la capital europea de los espías, la Casa de las Culturas del Mundo fue todo un logro de la contrapropaganda de la Guerra Fría. Con un atrevido techo curvado, fue un obsequio de  Estados Unidos a Berlín Occidental como respuesta a la avenida Stalin al otro lado de la ciudad.

Su impulsora, Eleanor Dulles, hermana del director de la CIA en aquel entonces, presentó en 1956 la Casa de las Culturas del Mundo de Berlín como “un faro alumbrando el Este”.

Sin embargo, ahora que llevamos más de un año de 'era Trump', el edificio, a tiro de piedra de la cancillería de Angela Merkel, es uno de los muchos lugares en Alemania que están suscitando dudas sobre la influencia cultural de Estados Unidos.

Una nueva exposición, Parapolítica: libertad cultural y la Guerra Fría, que permanecerá hasta el 8 de enero de 2018 en el histórico edificio situado en el parque Tiergarten de Berlín, deja ver cómo organizaciones de la CIA –como el Congreso por la Libertad Cultural– metieron al mundo del arte en una guerra de propaganda entre dos ideologías, que acabó siendo conocida como “la lucha por la mente de Picasso”.

Los servicios de inteligencia extranjeros consiguieron moldear las sensibilidades estéticas del mundo moderno promoviendo movimientos artísticos modernos como el expresionismo abstracto –con artistas como Jackson Pollock, Willem de Kooning y Mark Rothko– presentados como ejemplo de la creatividad y la libertad de expresión estadounidense.

Con una mezcla de piezas de archivo y obras de artistas contemporáneos, la exposición en Berlín critica el propio papel de la galería durante la Guerra Fría, de manera similar al análisis que se aplica a las instituciones alemanas en relación al período nazi.

“Creo que las instituciones públicas como la mía necesitan asumir responsabilidades por lo que hacen”, dice Bernd Scherer, director de la Casa de las Culturas del Mundo. “Tiene que quedar claro desde qué posición estás hablando”.

Mientras que la Unión Soviética profesó desde el principio su convicción en el uso del arte como arma en la guerra de clases, el apoyo de Estados Unidos a organizaciones progresistas de izquierdas pero anticomunistas ha permanecido en la sombra. La revelación por parte de medios estadounidenses en 1967 de los métodos de la CIA causó un escándalo y llevó a dimisiones, como la del poeta británico Stephen Spender, que dejó su puesto como editor de la revista literaria Encounter.

La escena es más ambivalente ahora, 50 años después, en un año en el que la CIA ha demostrado ser un peligroso adversario para un presidente estadounidense con ambiciones autocráticas.

Scherer dice que encontró fallos en el programa cultural de la CIA por la manera en que “instrumentalizaba y, por consiguiente, corrompía el término 'libertad'”, señalando las paradojas de una agencia de inteligencia que inyectaba dinero a organizaciones anti-apartheid en el extranjero al mismo tiempo que ayudaba a sabotear el movimiento de las Panteras Negras en su propio país.

“Pero no puedes sobreestimar la eficiencia y el nivel de inteligencia de la CIA: hacer de la cultura parte de su estrategia requería una sensibilidad artística auténtica. Cuando examinas las medidas empleadas de manera individual, acabas rápidamente en una zona gris”, dice Scherer.

La obra central de la exposición es un conjunto de más de 20 revistas literarias artísticamente elaboradas que fueron financiadas alrededor del mundo por medio del Congreso para la Libertad Cultural, como la Der Monat en Alemania, Jiyu en Japón y Hiwar en Líbano.

Mientras que muchas de las publicaciones trabajaron como herramientas para agitadores de la Guerra Fría como el diplomático estadounidense George Keenan y ayudaron a aplastar el debate intelectual sobre la guerra de Vietnam, otras se convirtieron en revistas pioneras radicales casi por accidente. La nigeriana Black Orpheus fue una de las primeras revistas en publicar poesía y arte tradicionales Yoruba, y está considerada actualmente como un elemento determinante del modernismo poscolonial.

“Cuesta no admirar a los empleados de la CIA por su impecable buen gusto”, escribió el crítico de arte del Berliner Zeitung después de ver la exposición.

Las reacciones a la exhibición se hacen eco de un debate mayor en Alemania sobre el futuro de las relaciones transatlánticas. En un artículo publicado recientemente en el semanario Die Zeit, un grupo de académicos y directores de thinktank llamaron a un acuerdo de política exterior a largo plazo y responsable que “construya un puente hacia la era más allá de la presidencia de Trump”.

Aunque reconociendo que Europa y América pueden estar abocadas a guerras comerciales y que la Unión Europea trendría que actuar sola en la reforma de las reglas globales de asilo, los autores advirtieron que “sería un error histórico poner por delante 'más Europa' a una alianza transatlántica”.

Sin embargo, en una respuesta publicada una semana más tarde, dos de los autores principales de Die Zeit contestaron que “aquellos que piensan que podemos esperar a que Estados Unidos vuelva, sin más, a su antiguo papel después de Trump se están engañando a sí mismos”. La crisis transatlántica, argumentaron Jörg Lau y Bernd Ulrich, “no empezó con Trump y no terminará con Trump”.

Su artículo termina con un manifiesto por una Alemania separada de la influencia de Estados Unidos que podría “apoyar a Francia sin someterse a ella”, “gestionar el Brexit sin fantasías represivas”, y “reducir el atractivo de Europa para la población africana en auge, permitiendo de manera simultánea la inmigración controlada”. Defienden que China tiene que dejar el lugar de aislamiento respecto al comercio y a las políticas climáticas, pero debe ser confrontada en relación a los derechos humanos y al robo de propiedad intelectual.

“Uno puede casi estar agradecido a Donald Trump”, escriben Lau y Ulrich. “Al desvirtuar el acuerdo transatlántico, ha intensificado el reconocimiento por parte de los alemanes de cuánto les ha beneficiado esta relación”.

Traducido por Marina Leiva