Qué se puede hacer después de un año de lucha contra la pandemia: ¿eliminar o reducir el virus?
Hace un año, cuando la Organización Mundial de la Salud publicó un informe en el que mostraba que China había acabado con un virus altamente contagioso en una ciudad de 11 millones de habitantes, el epidemiólogo Michael Baker supuso que la organización internacional aconsejaría al resto del mundo que siguiera el ejemplo de China. Cuando, para su sorpresa, no lo hizo, este científico decidió que Nueva Zelanda (con cinco millones de habitantes) debía seguir su propio camino y empezó a presionar al Gobierno para que siguiera una estrategia de eliminación.
Encontró unos aliados inesperados en los multimillonarios neozelandeses que, al oír lo que proponía, contactaron por teléfono con los ministros del Gobierno. El 23 de marzo, Nueva Zelanda se confinó y, siete semanas más tarde, sus ciudadanos se encontraron con un país libre de virus. Baker, que calcula que la medida salvó unas 8.000 vidas, preguntó más adelante a los multimillonarios por qué se habían sumado a su causa: “Dijeron: 'No nos hicimos inmensamente ricos sin ser buenos en la evaluación y gestión del riesgo'. Lo hacían pensando a largo plazo”.
Baker ha tratado de convencer a otros países de que no es demasiado tarde para cambiar a una estrategia de eliminación, y de que será mejor para ellos a largo plazo, incluso ahora que han empezado a vacunar a la población, e incluso si, como piensan la mayoría de los científicos, el virus que causa la COVID-19 está en camino de convertirse en endémico (lo que significa que seguirá circulando en parte de la población mundial durante mucho tiempo). Calcula que alrededor de una cuarta parte de la población mundial vive en países que están impulsando estrategias de eliminación del virus, y ese número puede crecer.
Europa sopesa una estrategia de “cero COVID-19”, y John Nkengasong, responsable de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de África, también es partidario de una estrategia de eliminación para el continente africano, aunque sabe que es ambiciosa.
Un mundo, dos estrategias
El resto del mundo sigue una estrategia de mitigación y contención del virus, según la cual tendremos que convivir con la COVID-19 y, por tanto, debemos aprender a gestionar la enfermedad, buscando la inmunidad de rebaño de la forma más indolora posible.
Uno de los máximos exponentes de este enfoque es el epidemiólogo jefe de Suecia, Anders Tegnell, quien me dijo hace unos días que la eliminación era una quimera para la mayor parte del mundo, porque aunque un país fuera capaz de lograrlo una vez, sería imposible evitar las nuevas llegadas del virus sin contar con un dispositivo de vigilancia costoso y potencialmente restrictivo.
Si la estrategia fracasara, el país tendría que volver a la contención de todos modos, pero la población habría pagado un precio mucho mayor. Dice que él también está pensando a largo plazo, que la “sostenibilidad” es su lema. Así es como justifica el endurecimiento gradual de las restricciones en su país, que en un inicio apostó por medidas muy laxas.
Y así, el mundo se divide en dos, con cada bloque operando de acuerdo con un conjunto diferente de supuestos, en una especie de recreación de la guerra fría en materia de salud pública.
Un bloque considera que el virus se puede eliminar, el otro no. El segundo cree que el primero persigue una utopía imposible. El primero piensa que la utopía podría alcanzarse si todos se unieran.
Por qué el coronavirus es diferente
Los epidemiólogos incorporan supuestos en sus modelos cuando hay incertidumbre, cuando carecen de datos. Las premisas cuando surge una nueva enfermedad se extraen de la experiencia con otras enfermedades. Es inevitable.
Antes de la aparición de la COVID-19, la mayoría de los planes de respuesta a las pandemias en el mundo tenían como referencia a la gripe, ya que esta ha sido la causante de la mayoría de las pandemias de la historia. La gripe se propaga rápidamente entre la población, porque una persona infectada puede contagiar a otras antes de desarrollar los síntomas, y porque la enfermedad tiene un intervalo de serie (el tiempo entre casos sucesivos) corto, de tres días. Por estas razones, el consenso es que la gripe no puede ser eliminada, se tiene que gestionar.
Los coronavirus se comportan de forma diferente. Hasta 2020, los epidemiólogos podrían haber afirmado que se podían eliminar. Esa fue la experiencia en 2003 con el síndrome respiratorio agudo severo (Sars), causado por un virus estrechamente relacionado con el que causa COVID-19, y con el síndrome respiratorio de Oriente Medio (Mers), cuyos brotes se han controlado localmente desde 2012. Pero la COVID-19 es un auténtico rompecabezas, nadando entre dos aguas.
El virus que causa la enfermedad es más contagioso que el Sars, el Mers y la gripe, lo que significa que cada persona infectada contagia a un número más alto de personas, pero se propaga más lentamente que la gripe, teniendo un intervalo de serie aproximadamente dos veces mayor. También tiene un periodo de incubación mucho más largo, pero no está claro hasta qué punto la transmisión presintomática –o asintomática– impulsa su propagación. La proporción de casos de COVID-19 que son asintomáticos –que antes se creía que era la gran mayoría– se ha revisado a la baja para situarla en torno al 20%.
La mortalidad también es importante, porque determina el esfuerzo que estamos dispuestos a hacer para contenerla. La COVID-19 parece ser menos mortal que el Sars, el Mers y la gripe “española” de 1918, por ahora, pero más mortal que la gripe estacional. La aparición de nuevas variantes está cambiando este panorama, al igual que las mejoras en el cuidado de los pacientes.
Y, por supuesto, a diferencia del Sars y el Mers, el virus causante de la COVID-19 se ha extendido por todo el mundo.
¿Podemos realmente frenarlo?
Los precedentes no son de mucha ayuda. La OMS ha puesto en marcha planes de eliminación para una serie de enfermedades, entre ellas el sarampión, que es mucho más contagioso que la COVID-19, pero menos mortal. Gracias a ese plan, la cifra anual de muertes por sarampión –que mata principalmente a niños pequeños– se ha reducido en más de un 70% desde 2000, y ahora se sitúa en torno a 140.000 muertes. Las dudas sobre la vacunación han contribuido a un cierto retroceso últimamente, pero entre los países que conservan el estatus de libres de sarampión está Suecia.
La OMS no tiene un plan de eliminación de la COVID-19, pero algunos países lo han conseguido, mientras que otros están a punto de hacerlo. Tampoco tiene un plan de eliminación de la gripe estacional, que mata a unas 650.000 personas al año en todo el mundo, y sin embargo la gripe ha sido prácticamente eliminada este año, como consecuencia de los esfuerzos por contener la pandemia actual.
Sigue habiendo mucha incertidumbre con respecto a la COVID-19, sobre todo en cuanto a la capacidad de las vacunas para detener la propagación del virus. Sin embargo, algunas cosas han quedado dolorosamente claras.
En primer lugar, la eliminación es mucho más fácil al principio (incluso Baker admite que la fatiga de la población, que tras un año de medidas para frenar el virus se muestra cansada, ha reducido sus posibilidades de éxito ahora), y muchos de los lugares que se fijaron en ella lo hicieron cuando aún no sabían casi nada de la enfermedad.
En segundo lugar, cualquier país que consiga eliminar la COVID-19 tendrá que seguir en guardia contra la vuelta del virus, como ocurre con el sarampión, la rubeola y la poliomielitis. En tercer lugar, los países que no buscan la eliminación suponen un riesgo para los que sí lo hacen.
Además, lo más importante, si los gobiernos no consideran posible la eliminación, entonces no lo es, pero si lo hacen, podrían acabar eliminando otras enfermedades por el camino. En este sentido, se trata realmente de una profecía autocumplida.
Tegnell y Baker coinciden en que no sabremos hasta dentro de un tiempo –quizá décadas– qué enfoque fue el correcto, debido a la necesidad de evaluar el impacto social, sanitario y económico de cada uno. Eso es cierto. Pero lo más importante es que gran parte del mundo ni siquiera se planteó la eliminación desde el principio.
A menudo se ha dicho que siempre estamos reaccionando a la última pandemia, y la más reciente, la gripe H1N1 de 2009, fue relativamente leve. Los llamamientos a la eliminación entonces seguramente se habrían considerado un mazazo. De media, en los últimos 500 años, la humanidad ha visto tres pandemias por siglo. Quizá la próxima sea leve, o quizá no. Ya que no tenemos forma de saberlo hasta que se produzca, ¿podemos al menos acordar que la eliminación debería estar sobre la mesa la próxima vez?
- Laura Spinney es periodista científica y escritora. Su libro más reciente es El jinete pálido: La gripe española de 1918 y cómo cambió el mundo (Planeta de Libros).
Traducido por Emma Reverter
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