Con la guerra en Gaza entrando en su segundo mes, en Tel Aviv se ha vuelto cotidiano correr a refugiarse de los cohetes de Hamás que, día sí y día no, hacen sonar las sirenas cuando apuntan contra la ciudad. Lo hago con mis dos hijas pequeñas y siempre es una experiencia terrible para ellas. También para mí. Como padre, hago todo lo posible por protegerlas de la realidad de la guerra y mantener la normalidad.
Pero no siempre lo consigo. Esta semana fui con ellas a devolver libros a la biblioteca pública y en la plaza nos encontramos con familias de israelíes secuestrados y llevados a Gaza el 7 de octubre haciendo vigilia y pidiendo al Gobierno negociar su liberación.
Mi hija pequeña, de siete años, miraba con curiosidad las fotos de los niños rehenes y me preguntaba quiénes eran. Siempre trato de explicarles el mundo de forma honesta y sin faltar a la verdad. Pero la terrible realidad de unos niños pequeños separados de sus padres y en cautividad, si es que siguen vivos, era tan espantosa que me costó encontrar las palabras.
Ese mismo día, más tarde, pensé en los padres palestinos que en la Franja de Gaza tenían hijas con la edad de las mías. Seguramente, ellos no tienen la más mínima posibilidad de mantener una apariencia de normalidad en medio de la campaña de bombardeos desplegada por mi Gobierno. Seguramente, cada uno de sus días está dominado por el miedo. Miedo por sus vidas y por la de sus seres queridos. Miedo de quedarse sin provisiones de primera necesidad; de tener que irse de sus casas dejando atrás las pertenencias y rutinas que conformaban su vida diaria; de dejar sus colegios, sus trabajos y sus amigos.
Lo que he escrito describe la realidad de la vida palestina y de la vida israelí. Desde el 7 de octubre, salgo de vez en cuando por las tardes. Le digo a mis hijas que voy a “visitar a un amigo” y acudo a un funeral o a una Shivah, la ceremonía tradicional judía para el duelo, donde consuelo a amigos que han perdido a sus familiares, asesinados en sus casas por Hamás durante el ataque terrorista. Israel es un país pequeño y, de manera directa o indirecta, casi todo el mundo conoce a alguna persona herida en el atentado, forzada a evacuar su hogar, asesinada, o secuestrada.
Para mí, el dolor que sufre la sociedad israelí se ve agravado por el bombardeo indiscriminado que en Gaza está provocando la muerte de miles de civiles, también niños, y que ha obligado a más de un millón de palestinos a abandonar sus casas. Es espeluznante ver el castigo colectivo que mi Gobierno inflige a la población y escuchar la retórica con que excusa sus acciones, mientras interrumpe el suministro de agua y electricidad en la Franja. “Luchamos contra animales humanos y actuamos en consecuencia”, fueron las terribles palabras del ministro de Defensa, Yoav Gallant, para justificar el endurecimiento del asedio y las medidas contra la población civil.
Desde el 7 de octubre, también se ha desatado una oleada de represión contra la minoría árabe-palestina que vive en Israel. Standing Together, la organización en la que trabajo, es un movimiento político formado por ciudadanos judíos y palestinos de Israel que asiste por teléfono a los miles de trabajadores árabes que están siendo despedidos de sus empleos, así como a los muchos estudiantes árabes que están recibiendo sanciones disciplinarias en las universidades. Algunos han sido acusados de “apoyar al terrorismo de Hamás” simplemente por poner un “me gusta” en posts de Instagram donde se habla del sufrimiento humano en Gaza.
Mientras la guerra hace estragos en Gaza, Israel también libra una batalla por su esencia como sociedad. Ese es el motivo por el que hemos formado la Red de Solidaridad Judeo-Árabe con más de 12 grupos de ciudades de todo el país. La iniciativa tiene el objetivo de trabajar sobre el terreno en la lucha contra el racismo, en la defensa de la paz y la igualdad y en la unión de los ciudadanos judíos y palestinos.
Nuestros activistas borran pintadas y sustituyen frases como “muerte a los árabes” por “igualdad para todos”; colocan carteles bilingües en los que se lee “solo la paz traerá la seguridad”; y apoyan a familias, árabes y judías, donde alguno de sus miembros ha muerto o resultado herido en la guerra.
A veces sufrimos la represión estatal y la policía detiene a algunos de nuestros activistas, pero a pesar de todo, nuestro movimiento crece. La semana pasada iniciamos una serie de concentraciones de solidaridad judeoárabe: a la de Haifa asistieron 700 personas; 300 fueron a la de Tel Aviv; 350 a la de Baqa al-Gharbiyye; y 150 a la de Abu Ghosh.
Mientras los ministros belicistas del Gobierno deshumanizan a los palestinos, alientan la violencia racista y planifican una guerra que durará meses, nuestro mensaje es que hay una alternativa. Exigimos una paz entre Israel y Palestina que respete el derecho de los dos pueblos a la independencia, a la seguridad, a la justicia y a la libertad. Eso implica el fin de la ocupación y la creación de un Estado palestino independiente, de acuerdo con las resoluciones de la ONU, así como plena igualdad dentro de Israel para los ciudadanos árabe-palestinos, como individuos y como minoría nacional. Solo así podremos garantizar la seguridad y el bienestar de israelíes y palestinos por igual.
Traducción de Francisco de Zárate