Anwar al-Bunni sólo llevaba un par de meses en Alemania cuando entró en una tienda y se encontró cara a cara con el hombre que, según cree, lo había interrogado y encarcelado hacía casi una década en Siria. Los dos estaban comprando comida en un comercio turco cerca de la entrada de Marienfelde, el campo de refugiados de Berlín, su hogar por aquel entonces. Hubo un leve atisbo de reconocimiento mutuo, pero al-Bunni no pudo ubicar al otro hombre
Era 2014 y aún faltaba un año para que Angela Merkel abriera las fronteras de Alemania a los refugiados y atrajera al país a más de un millón de personas huyendo de la guerra y la adversidad. Aun así, miles de sirios ya habían llegado a Berlín y al-Bunni, un abogado de derechos humanos que llevaba más de tres décadas luchando desde los tribunales contra el régimen sirio (un trabajo por el que había pasado varios años encerrado en sus cárceles), formaba parte de ese gran grupo compuesto por colegas, clientes, amigos y antiguos adversarios.
“Estaba con mi esposa, y le dije: 'Conozco a este hombre', pero no podía recordar quién era”, cuenta al-Bunni. “Entonces, unos días después, uno de mis amigos me: '¿Sabes que Anwar Raslan también está en Marienfelde?' Ahí fue cuando me di cuenta”.
Nacidos con cuatro años de diferencia, los dos Anwar estudiaron derecho, pero decidieron usarlo de maneras opuestas en el autoritario sistema político sirio. Raslan se hizo policía y luego fue transferido a los servicios de inteligencia, desde donde contribuyó a la detención de al-Bunni.
En ese momento, al-Bunni no pensó mucho más en aquel encuentro fortuito y se concentró de nuevo en sus archivos legales, siguiendo a distancia la misma lucha que durante décadas había llevado contra el Estado sirio y sus matones. “No lo odio como persona”, dice sobre Raslan. “Sé que el problema es el sistema”, “no sentí nada, de hecho”.
Cuatro años después, los caminos de los dos hombres se volverían a cruzar. Esta vez se habían cambiado las tornas: al-Bunni estaba ayudando a los fiscales en el histórico juicio que se preparaba en Alemania y que podía terminar con el encarcelamiento de Anwar Raslan. Casi diez años después del estallido de la guerra civil siria, Raslan es la primera persona en todo el mundo en ser juzgada por la tortura y asesinato de civiles perpetrados por el Estado durante el conflicto. Al-Bunni, que en su día ya había sido un estorbo para las autoridades en Damasco, ayudó a encontrar los testigos necesarios para declarar.
La acusación contra Raslan, excoronel de los servicios de inteligencia, se debe a crímenes contra la humanidad cometidos durante los primeros años del conflicto, antes de que desertara en 2012. Raslan trabajaba entonces para la inteligencia militar, presuntamente como director de una unidad de investigación dentro de la tristemente célebre Sección 251, que tenía su propia prisión. Según la acusación, el excoronel supervisó allí durante 16 meses su particular reino del terror, con torturas que incluían descargas eléctricas, palizas y agresiones sexuales. En el registro de detención se dice que más de 4.000 personas fueron torturadas allí durante esos meses y que 58 detenidos murieron.
El juicio de Raslan comenzó el 23 de abril en la histórica ciudad de Coblenza, sobre la rivera del Rin y entre Frankfurt y Colonia, frente a un tribunal compuesto por tres jueces. Se espera que dure más de un año. También como acusado se sentaba ese día Eyad al-Gharib, que presuntamente desempeñó en Damasco un papel menor como subordinado de Raslan. Fue un día histórico para innumerables sirios, supervivientes de cámaras de tortura del Gobierno y familiares de fallecidos. Si lo declaran culpable, Raslan se enfrenta a cadena perpetua.
La guerra de Siria lleva ya casi diez años activa. En su pelea por mantenerse en el poder, el Gobierno de Bashar al-Ásad ha violado una y otra vez el derecho internacional utilizando la tortura y los ataques con armas químicas, siendo hospitales y otras infraestructuras civiles algunos de sus objetivos. A pesar de todos los horrores cometidos por el grupo terrorista Estado Islámico (ISIS) y por otros protagonistas del conflicto, la mayoría de las muertes y desapariciones de civiles en Siria sigue siendo responsabilidad de las fuerzas gubernamentales.
Hay pocas esperanzas de que se haga justicia en Siria o en los tribunales internacionales. Con los opositores dentro del país ya casi derrotados, no parece probable que al Ásad y sus lugartenientes sean juzgados en los tribunales sirios. Y como Siria no forma parte de la Corte Penal Internacional, los fiscales de ese organismo no pueden encausar a su Gobierno. El Consejo de Seguridad de la ONU podría solicitar una investigación en este tribunal, pero Rusia y China lo han bloqueado una y otra vez. Las peticiones para crear un tribunal especial similar al que juzgó los crímenes de guerra en la ex Yugoslavia también han caído en saco roto.
Esto deja a los tribunales nacionales como el único mecanismo posible para que los supervivientes intenten que las autoridades del régimen rindan cuentas. La doctrina de la jurisdicción universal forma parte del ordenamiento jurídico alemán, lo que permite a sus tribunales procesar a sospechosos de crímenes cometidos en cualquier parte del mundo si estos son lo suficientemente graves.
El de Alemania no es el primer intento de juicio a la clase dirigente siria. Otros Gobiernos occidentales han dictado órdenes de detención contra altos cargos, pero la cúpula del régimen y los oficiales en servicio están resguardados detrás de las fronteras de Siria y solo viajan a países aliados que nunca los extraditarían. Por eso, este juicio sí es el primero en el que una persona, acusada de haber desempeñado un papel clave en la multitud de cárceles sirias tiene que responder bajo juramento sobre el funcionamiento de las cámaras de tortura y su contribución al apuntalamiento del régimen de al-Ásad.
Al-Bunni es un hombre delgado y de bigote tupido que suele llevar trajes ligeramente arrugados y camisas de cuello abierto. Se ha pasado la mayor parte de su vida adulta en una peligrosa, y en gran medida estéril, lucha por los derechos humanos de un país que se ha convertido en sinónimo de violación de esos mismos principios. Nada de eso ha disminuido su energía ni arrebatado su humor.
Es difícil verlo sin su sonrisa y su cigarrillo en la mano, que, cuando no, es un vapeador (no porque lo esté dejando, sino por la prohibición alemana de fumar en espacios cerrados). A los 61 años, su pelo en retroceso sigue conservando un juvenil marrón oscuro con algunas pinceladas de canas. Su forma de ver las cosas también tiene la convicción propia de la juventud. “Nunca, nunca perdí mi fe”, responde cuando le pregunto si alguna vez perdió las esperanzas en su lucha por una Siria mejor. “Estoy seguro de que ganaremos”.
Nos conocimos a principios de este año, antes del juicio, en una productora cinematográfica con sede en un barrio bohemio de Berlín de almacenes reconvertidos y de cafeterías hipster. Parecía un lugar de encuentro tan poco probable que pensé que me había confundido de dirección, pero era la correcta.
Un cineasta de Berlín le había ofrecido a precio rebajado una habitación que daba a un pasillo lleno de elegantes carteles viejos, plantas bien cuidadas y oficinas de productores con las puertas abiertas. Con el trasfondo de la terrible tragedia en la que se ha visto envuelta Siria, al-Bunni es consciente de lo raro que pueden parecer su optimismo y su humor. “Espero que no piense que soy Don Quijote”, dice.
El número de muertos en Siria se estima en más de medio millón de personas y hay decenas de miles de desaparecidos. Más de la mitad de la población ha tenido que abandonar su hogar por la guerra, concretamente 6,6 millones de personas se han convertido en refugiados en otros países. Dentro de Siria hay casi el mismo número de desplazados.
Las violaciones de derechos humanos empezaron mucho antes de la guerra. La larga batalla de al-Bunni por una Siria más democrática no logró frenar al Gobierno, pero fue más que suficiente para que a él lo detuvieran en varias ocasiones y para que lo encarcelaran con una sentencia de cinco años. Él conoce el dolor de tener a sus seres queridos perdidos en la maraña de cárceles: tres hermanos, una hermana, una cuñada y un cuñado. Entre todos, han pasado 73 años como presos políticos en las prisiones sirias.
Aunque el trabajo de al-Bunni en la Siria de la preguerra era muy conocido, la familia solía pasar dificultades financieras porque él aceptaba muchos casos sin cobrar. Las autoridades acosaban a su esposa, que en 2007 perdió su trabajo como asistente de ingeniería y no podía viajar. “Aunque ella sabía que yo era mejor abogado, veía que mis amigos tenían buenas casas y coches caros”, dice al-Bunni con una sonrisa desconsolada. “Sufrió mucho por mi culpa.”
Le pregunto si su esposa le ha pedido alguna vez que cambie de profesión y una sonrisa se asoma en su cara. “Es complicado”, dice antes de admitir que sí ha intentado prohibir a sus dos hijos que sigan los pasos de su padre y que una vez le pidió que pusiera fin a una huelga de hambre en la cárcel porque los niños estaban tan preocupados que no podían estudiar. Tal vez las autoridades sirias confiaban en que al-Bunni se desvaneciera y cayera en la irrelevancia cuando en 2014 finalmente huyó de su patria. En una Europa harta de la guerra siria y concentrada en la lucha contra ISIS, no parecía haber un camino claro para continuar su trabajo. Pero en vez de eso, su influencia aumentó.
Mucho antes de su encuentro con Raslan en Berlín, la historia de al-Bunni está llena de giros inesperados y coincidencias increíbles, con una apariencia más de cuento que de realidad. Su padre, un orfebre entre cuyas especialidades figuraba reproducir antigüedades para comerciantes sin escrúpulos, murió cuando él tenía 12 años. Para mantener a la familia mientras sus hermanos terminaban el colegio, al-Bunni se hizo cargo del oficio.
Aunque dejó la orfebrería hace tiempo, siguió manteniendo la habilidad y el criterio estético. Un amigo me enseñó la foto de un colgante que al-Bunni había hecho en la cárcel. Le había dado forma al cuerpo sinuoso de un delfín usando café, leche en polvo y fragmentos de dátil, todo mezclado con pegamento, endurecido y pulido hasta lograr un brillo que lo hacía parecer tallado a partir de un extraño compuesto. Usando cables viejos le había hecho un perfil de cobre.
Al-Bunni decidió que se haría abogado tras ver cómo sus hermanos desaparecían en la cárcel debido a sus ideas comunistas. Pero con la familia aun pasando dificultades financieras, antes de empezar la formación jurídica y a principios de los años ochenta, trabajó en la construcción. Fue entonces cuando ayudó a construir Saydnaya, la cárcel más conocida de Siria, en las cercanías de Damasco. En una foto se puede ver a un joven y sonriente al-Bunni con gafas de sol de piloto, camisa blanca increíblemente blanca y el cuello exageradamente ancho de la época.
“Me alegré cuando vi los planos”, dice ahora al-Bunni sobre un proyecto cuya idea original era construir una cárcel más humana. Sabía que lo más probable era que albergase a uno de sus hermanos encarcelados. “No había nada bajo tierra, todas las habitaciones tenían sol y aire, había un lugar para deportes, fútbol, baloncesto”. Pero Saydnaya ya se había convertido en un símbolo de abusos y torturas antes de que en 2008 se amotinaran los prisioneros.
Al-Bunni no compartía las ideas políticas de sus hermanos. Nunca ha creído en partidos ni en religiones, sino en el espíritu humano y en los derechos individuales. “Nunca creí que Dios quisiera ayudarme, tal vez porque desde los 12 años solo pude depender de mí mismo”, dice.
Entre las actividades que en 2006 contribuyeron a llevarlo a la cárcel figura la redacción, junto a otros activistas, de una propuesta de nueva constitución democrática para Siria. No era un desafío exclusivo para al-Ásad porque también incluía a sus opositores, dice. “Todo el mundo promete democracia y derechos humanos, pero por lo general nadie tiene un plan práctico para aplicarlos. Yo quería saber: ¿cuál es su programa para mejorar la vida de la gente?”
Cuando a mediados de los ochenta al-Bunni comenzó su formación jurídica, Háfez al-Ásad gobernaba el país y preparaba a Basel, el hijo mayor, para la sucesión. Bashar apenas era un estudiante de medicina con pocas aspiraciones políticas, pero la muerte de su hermano en un accidente de coche en 1994 convirtió de la noche a la mañana en heredero al desgarbado oftalmólogo educado en Gran Bretaña.
Solo seis años después moría también al-Ásad padre, dejando a cargo del país a Bashar, que entonces tenía 34 años (técnicamente, para su nombramiento se organizó un referéndum que ganó con el 97% de los votos).
Por su juventud, por el tiempo que había pasado en el extranjero, y hasta por Asma, su esposa sirio-británica, hubo una breve esperanza de que el Gobierno de Bashar fuera reformista. Pero esa esperanza se acabó pronto. La guerra civil demostraría más tarde que en derramamiento de sangre y brutalidad el hijo superaba al padre con creces.
“Hubo muchas mentiras cuando Bashar tomó el poder”, dice al-Bunni sobre aquel tiempo, llamado la Primavera de Damasco. “Todo era muy superficial, lo de sus hábitos occidentales y lo de que abriría las puertas a la democracia y a la sociedad civil. No lo creímos, pero quisimos intentarlo. Entonces empezaron a arrestar a la gente”.
Junto a otros idealistas y jóvenes juristas, al-Bunni decidió comenzar a pedir cuentas al Gobierno. “Creamos un comité para la defensa de los detenidos políticos”, recuerda. Un trabajo que en 2004 acabó indirectamente con la formación en Damasco de la ambiciosa organización de derechos humanos Centro Sirio de Investigaciones y Estudios Jurídicos.
Al-Bunni dice que le pusieron un nombre anodino para no atraer la atención del Gobierno, aunque su labor ahí contribuyó a su encarcelamiento. En 2006 fue condenado a cinco años de prisión por “difundir noticias falsas”, por crear un grupo político sin autorización y por tratar con países extranjeros.
Cuando en 2011 liberaron a al-Bunni, el país parecía al borde de nuevos cambios. Tras la Primavera Árabe, se veía como posible que al-Ásad se uniera a la lista de dictadores derrocados y terminara exiliándose, como el entonces presidente de Túnez, Zine El Abidine Ben Ali; siendo encarcelado, como Hosni Mubarak, de Egipto; o siendo linchado, como Muamar el Gadafi, de Libia.
Pero la revolución siria se convirtió en una guerra total, con un número cada vez mayor de grupos militantes compitiendo por el poder, entre ellos los extremistas islamistas. Siria se hizo más peligrosa. Muchos veteranos de la lucha por los derechos humanos eran asesinados o desaparecían, entre ellos Khalil Ma'touq y Razan Zaitouneh, dos de sus amigos más cercanos y con los que al-Bunni había creado el Centro de Investigaciones y Estudios Jurídicos. Ma'touq desapareció en 2012 en una zona controlada por el Gobierno. Se cree que a Zaitouneh la secuestró un año después el grupo terrorista Jaysh al-Islam a las afueras de Damasco.
A pesar de las amenazas crecientes, al-Bunni quería quedarse en Siria. Sus amigos habían dado la vida y él sabía que muchas veces el exilio significaba un lento declive hacia la irrelevancia. Pero a principios de 2014, unos conocidos le advirtieron de una nueva orden de arresto contra él y las fuerzas de seguridad se abalanzaron contra su hermano Akram en una boda, al confundirlo con él. Al-Bunni envió a su esposa y a sus hijos al extranjero, difundió la noticia de que él también había huido y se escondió para así planear su propia fuga.
Se tiñó de rubio el pelo y el bigote (afeitarlo habría dejado una reveladora marca por los distintos tonos de bronceado) y se puso lentillas azules. Un amigo le prestó su documento de identidad y otra lo llevó hasta la frontera con el Líbano. Allí le dijo que esperara una llamada. Habían salido al atardecer. “Necesitábamos que fuera en un momento en que los ojos tienen más dificultad para ver, pero en el que aún no se han encendido las luces. Que no esté tan oscuro como para que en los puestos de control ya estén usando las linternas. Ese era el momento perfecto para cruzar”.
Pasaron seis o siete puestos de control. Su amiga coqueteaba con los guardias para desviar la atención sobre su silencioso acompañante con papeles falsos. Apenas una hora después llegaron a un tramo de montaña sin vigilancia, donde al-Bunni cruzó la frontera hacia el Líbano y hacia una nueva vida.
Gracias a los contactos de al-Bunni, su familia no tuvo que hacer el largo viaje por mar y tierra que muchos de los sirios tuvieron que hacer para llegar a Alemania. Expedidos en Beirut, sus visados les permitieron volar directamente hasta Berlín, donde solicitaron asilo y donde al-Bunni reanudó su lucha por los derechos humanos.
En marzo de 2015, dos días después de mudarse desde el campo de refugiados hasta su primer hogar alemán, al-Bunni voló a Nueva York para hablar en Naciones Unidas. Invitado por la ONG Amnistía Internacional, participó en un panel sobre las detenciones arbitrarias y desapariciones forzadas en Siria. En lo que duraba ese breve encuentro en la ONU, dijo, otros dos detenidos habrían muerto en una cárcel siria. También citó el número estimado de 150.000 sirios “desaparecidos”.
Pero de vuelta en Alemania, al-Bunni no tenía oficina ni licencia para ejercer. Pese a la invitación de las Naciones Unidas, los dirigentes europeos mostraban poco interés en la guerra de Siria. “No imaginé que verían todas estas cosas y se quedarían callados”, dice. “No quería creer que Europa pasaría todo este tiempo echándose a un lado y mirando. Esto me sorprendió mucho”.
Tal vez Anwar Raslan confiaba en que esa falta de interés lo protegería. O su decisión de desertar en 2012. Había dejado Siria unos meses después de la masacre en el bastión opositor de Hula, su lugar de origen. Primero fue a Jordania y luego a Turquía, donde se unió a los opositores. Después pidió asilo en Alemania.
No ocultaba su trabajo para los servicios de inteligencia del régimen, asumiendo que había quedado en el pasado. En 2015 incluso pidió ayuda a la policía alemana, convencido de que lo seguían agentes del régimen sirio. La policía no encontró ningún indicio de que así fuera, pero en 2017 pidieron a Raslan que testificara en una investigación por crímenes de guerra sirios. Fue esa participación la que motivó que los investigadores empezaran a indagar en lo que había hecho el propio Raslan. En 2019 lo detuvieron acusado de crímenes de lesa humanidad.
Frente al tribunal, en mayo, Raslan rechazó todas las acusaciones. En una declaración leída por su abogado, dijo haber tratado a los detenidos respetando las reglas y que “incluso les ofrecía café cuando venían a ser interrogados”. También, que algunos se habían reunido con él en el exilio. Según las transcripciones del juicio publicadas en Internet por el Centro de Justicia y Rendición de Cuentas de Siria, Raslan dijo que había perdido poder debido a su decisión de liberar rápidamente a los prisioneros.
En junio, al-Bunni subió al estrado de los testigos para detallar los horrores y la burocracia de las cárceles y cámaras de tortura de al-Ásad. Las conoce al dedillo por su propia experiencia y por los años que trabajó representando a supervivientes. “No es un asunto personal”, dice sobre el caso siendo juzgado. “Mi objetivo es que haya justicia para todos los sirios”. Cuando llegó a Europa, a al-Bunni le decepcionó la capacidad de Occidente de ignorar los abusos cometidos por el Gobierno sirio. Pero en el exilio se reunió con abogados, activistas y militantes a los que había conocido a lo largo de sus años de lucha y se enteró de que varios de ellos estaban tratando de utilizar los sistemas jurídicos europeos para montar una lucha desde las bases contra el régimen sirio.
Al-Bunni no puede ejercer como abogado en Alemania, pero tiene algo que tal vez sea más útil: la confianza de la comunidad siria. Gracias a ella puede encontrar a testigos que declaren sobre los abusos cometidos en su país. Encontrar evidencias físicas es poco factible y para que haya un juicio a distancia de los crímenes de guerra es fundamental su papel identificando supervivientes y hablando con ellos sobre cualquier duda que puedan tener acerca de su testimonio.
Hoy al-Bunni integra una red formada por supervivientes sirios y activistas jurídicos europeos decididos a llevar los casos ante la justicia. Además de frente a las autoridades alemanas, han presentado expedientes ante los sistemas judiciales de Suecia, Noruega y Austria. Con las funestas noticias que llegan de Siria, sus avances representan un inesperado rayo de luz.
No se hacen ilusiones pensando en que el caso Raslan pueda tener posibles consecuencias inmediatas para el régimen. Ni siquiera si lo declaran culpable: Raslan no diseñó el sistema, tampoco lo dirigía y se fue al principio de la guerra. La máquina de tortura sigue funcionando, pero el hecho de que haya un proceso penal abre una fisura en el muro de impunidad que al-Ásad ha erigido en torno a sí mismo y a su círculo cercano con el apoyo de Rusia y la indiferencia de Occidente.
“Si significa que hay una persona menos durmiendo tranquila en Damasco, es un paso en la dirección correcta, dice el abogado del Centro Europeo de Derechos Humanos y Constitucionales Patrick Kroker. Especializado en crímenes internacionales y atribución de responsabilidades, Kroker ha desempeñado un papel fundamental en el intento europeo de emplear la doctrina de la jurisdicción universal para que los sirios tengan justicia.
Históricamente, los tribunales que enjuician crímenes de guerra se han celebrado una vez terminados los combates y por lo general son organizados por los vencedores, como ocurrió con los juicios de Nuremberg contra los jerarcas nazis. Este caso es excepcional porque se ha iniciado con la guerra aún en marcha y porque el hombre en el banquillo de los acusados trabajaba para el bando vencedor. Podría sentar un nuevo precedente para Siria y para otros países.
“Este juicio afectará a los individuos que aún cometen crímenes en Siria”, dice al-Bunni. “Tiene lugar mientras los hechos siguen ocurriendo, no después del fin del conflicto, cuando todo el mundo se relaja y dice: 'Hagamos un poco de justicia'”. Al-Bunni también confía en la integridad del sistema jurídico alemán y en su capacidad de proporcionar un registro incontestable de los crímenes cometidos en Siria. “Es importante dejar claro a todo el mundo lo que realmente ocurrió en Siria, nadie puede decir que este es un tribunal amañado”.
Después de seis años en Berlín, al-Bunni está tan convencido de que un día regresará a Siria que ni siquiera se ha molestado en aprender demasiado alemán. Está agradecido por la seguridad del refugio proporcionado, pero echa de menos su casa y sus rutinas. Uno de sus lugares favoritos, en el centro de Damasco, era el café de los abogados en el colonial Palacio de Justicia. Lugar de encuentro de abogados antes y después de sus casos; o de abogados y clientes. Allí se consumía café, té y cigarros junto a una dieta regular de chismes jurídicos.
En Berlín, al-Bunni suele beber café instantáneo, varias tazas al día, pero a sus invitados les ofrece dulces sirios y un café sirio, intenso y perfumado con cardamomo. Desde la ola de exiliados que ha llegado al país, se pueden comprar pasteles de dátiles por todo Berlín. Los dos teléfonos de al-Bunni zumban con mensajes de activistas y de sirios de toda Europa que le piden o le ofrecen ayuda. El día de nuestro encuentro su WhatsApp tenía más de 4.800 mensajes sin leer. Le preocupan los sirios solicitantes de asilo detenidos en Chipre y varios cientos en riesgo de ser deportados de Arabia Saudí.
Al-Bunni está mucho más a salvo de lo que nunca estuvo en Damasco, pero el aluvión de amenazas en las redes sociales es constante, en su mayoría anónimas. Es un recordatorio de la gente en Siria a la que le encantaría ver su nombre formando parte de las largas listas de muertos y desaparecidos.
A él le preocupan los colegas aún en su país. En paralelo al juicio de Raslan, al-Bunni sigue otros casos. Mientras hablamos, un superviviente de tortura con cicatrices físicas permanentes llega para hablar con él sobre uno de ellos. No paran de aparecer nombres nuevos de posibles sospechosos. “Hace tres días acabamos de oír hablar de él”, dice al-Bunni sobre un sirio residente en Europa sospechoso de haber cometido crímenes de guerra.
Está convencido de que los lugartenientes de al-Ásad no podrán mantenerse para siempre en el poder. Mientras tanto, su esperanza está en que las campañas de relaciones públicas, las sanciones y la amenaza de arresto y juicio sirvan para alejar a esas personas de cualquier negociación internacional de posguerra sobre el futuro del país, o de los lucrativos esfuerzos de reedificación. “Mi principal objetivo es mantenerlos excluidos y cortarles todos los caminos para restaurar su reputación”, dice. “Si son parte de nuestro futuro, será un desastre”.
También confía en que los casos que está ayudando a reconstruir en toda Europa resuenen mucho más allá de Siria y sirvan como advertencia de que no habrá impunidad, ni siquiera cuando se tienen poderosos aliados internacionales. “Tal vez podamos salvar a la gente de otros lugares con dictadores que, como al-Ásad, creen que pueden hacer esto y sobrevivir”, dice. “Ahora los criminales tienen miedo, saben que no son intocables”.
Traducido por Francisco de Zárate.
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