Cuando se trata de asuntos internacionales, a los políticos de Occidente les encanta llenarse la boca hablando de su devoción por el desarrollo económico. En su discurso estrella sobre el tema, la entonces secretaria de Estado Hillary Clinton contaba cómo la ayuda de EEUU había cambiado las vidas de gente pobre en Indonesia, Nicaragua y Sudáfrica. El ministro de Asuntos Exteriores de Francia, Laurent Fabius, elogiaba hace poco el compromiso de su país en el desarrollo de las excolonias francesas en África occidental. David Cameron, también. El año pasado, en la cumbre de la ONU sobre Objetivos de Desarrollo Sostenible, el primer ministro británico habló con orgullo sobre el historial del Reino Unido en proveer “estabilidad y seguridad” a los países pobres.
Pero este relato sobre la benevolencia de los países occidentales sólo funciona gracias a nuestra amnesia colectiva. Para obtener una versión menos parecida a un cuento de hadas, sólo hay que retroceder hasta las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial.
Finalizado el colonialismo europeo en África y en Asia, y durante un breve respiro en la intervención de EEUU en Latinoamérica, los países en desarrollo crecieron a pasos agigantados en ingresos y reducción de la pobreza. Desde comienzos de la década del 50, Irán, Indonesia y Guatemala aplicaron el modelo keynesiano de economía de mercado con intervención estatal que tan buenos resultados había dado en Occidente. Usaron estratégicamente las reformas agrarias para ayudar al pequeño agricultor, las leyes laborales para mejorar el salario de los trabajadores, los impuestos sobre los productos de exportación para proteger a los comerciantes locales, y la nacionalización de los recursos naturales para financiar los programas de viviendas, asistencia médica y educación.
Este enfoque, conocido como “desarrollismo”, se creó basándose en dos valores que van casi de la mano: independencia económica y justicia social. No era un enfoque perfecto pero funcionaba bastante bien. Según el economista Robert Pollin, las políticas del desarrollismo mantuvieron tasas de crecimiento anual de 3,2% en la renta per capita durante por lo menos 20 años, los valores más altos logrados en todo el siglo XX. Por primera vez en la historia, la brecha entre Occidente y el resto del mundo comenzaba a reducirse. Parecía un milagro.
Cualquiera pensaría que los países occidentales estarían entusiasmados con semejante logro, pero no estaban nada contentos. Las nuevas políticas significaban que las empresas multinacionales ya no podían tener fácil acceso a mano de obra barata, materias primas y mercados de consumo. Todos los beneficios a los que las naciones occidentales se habían acostumbrado durante la etapa colonial.
Las potencias de Occidente (específicamente, EEUU, el Reino Unido y Francia) no estaban dispuestas a que esa situación continuara. En lugar de brindar su apoyo al movimiento desarrollista, las potencias se metieron de lleno en campañas de décadas para derrocar a los gobiernos del movimiento desarrollista y para instalar en su lugar a presidentes en sintonía con los intereses de Occidente. Una larga y sangrienta historia que ha sido borrada casi por completo de nuestra memoria colectiva.
Irán, Guatemala, Brasil, Chile...
Todo comenzó con Irán en 1953. Mohammad Mosaddeq, primer ministro elegido democráticamente, acababa de lanzar una gran variedad de reformas en favor de los pobres, entre las que se incluía quitar a la Anglo-Iranian Oil Company (ahora British Petroleum) el control de las reservas de petróleo. Opuesto a la medida, el Reino Unido respondió inmediatamente. Con ayuda de la CIA, Churchill derrocó a Mosaddeq con un golpe de Estado para reemplazarlo por un monarca, Mohammed Reza Pahlevi, que dio marcha atrás con las reformas y durante 26 años gobernó Irán con apoyo de Occidente.
En 1954, Estados Unidos se encargó de hacer lo mismo en Guatemala. Jacobo Arbenz, el segundo presidente elegido democráticamente del país, estaba redistribuyendo entre los campesinos mayas sin tierras las parcelas sin uso de las mayores fincas privadas, pagando una compensación completa a los terratenientes. Pero la empresa estadounidense United Fruit Company se mostró en desacuerdo y obligó a Eisenhower a derrocar a Arbenz. Tras el golpe de estado, durante 42 años y con apoyo estadounidense, Guatemala fue gobernada por una dictadura que masacró a más de 200.000 mayas y llevó al país a tener uno de los peores índices de pobreza de Latinoamérica.
Brasil también sufrió un golpe de Estado apoyado por Estados Unidos. Derrocaron al presidente Goulart por sus reformas agrarias, su impuesto de sociedades, y otras medidas que impulsó en favor de los más pobres. No fue del agrado de las empresas occidentales, que lo reemplazaron por una dictadura militar de 21 años.
En Indonesia, el presidente Sukarno fue depuesto por implementar políticas similares a las de Brasil. Lo reemplazaron por un dictador que, con ayuda del Reino Unido y de EEUU, estuvo 31 años en el poder y asesinó a más de un millón de campesinos, trabajadores y activistas en una de las peores masacres del siglo XX.
Después, se sabe, vino el golpe en Chile, donde la ayuda de EEUU fue vital para derrocar al presidente Salvador Allende, un doctor de tono pausado que prometía mejoras salariales, una renta más justa y servicios sociales para los pobres. Las políticas económicas de Pinochet, el dictador que reemplazó a Allende, hundirían al 45% de la población en la pobreza.
Antes siquiera de empezar
En algunas regiones, la intervención de Occidente fue tan rápida que ni siquiera hubo tiempo para empezar con el desarrollismo. En Uganda, el Reino Unido llevó al poder al homicida Idi Amin, que se encargó de aplastar el contenido del documento progresista conocido como Common Man’s Charter (dentro del marco de un plan del presidente depuesto Milton Obote) antes de que se pudiera implementar.
En el Congo, Patrice Lumumba, el primer líder elegido democráticamente en el país, fue asesinado por Bélgica y por la CIA cuando se hizo evidente que pensaba limitar el control de los países extranjeros sobre la provincia de Katanga, rica en recursos. En lugar de Lumumba, las potencias de Occidente instalaron a Mobutu Sese Seko, un dictador caricaturesco y corrupto que gobernó el país durante casi 40 años con millones de dólares de ayuda de EEUU. Durante el gobierno de Mobutu, el ingreso per cápita se derrumbó 2,2% cada año. El pueblo congolés terminó en una pobreza aún mayor que la sufrida bajo el dominio colonial belga.
En África occidental, Francia se negó a ceder el control sobre los recursos de la región tras el final del colonialismo. Por intermedio de la oscura red Françafrique, amañó las primeras elecciones en Camerún y eligió a dedo al presidente tras envenenar a su principal rival en las elecciones. En Gabón, y a cambio del acceso a los recursos petroleros del país, instauró la dictadura de Omar Bongo y lo mantuvo en el poder durante 41 años.
Podríamos enumerar muchos otros ejemplos hasta llegar a los recientes golpes de estado en Haití, apoyados por Occidente. Es tentador verlo como una simple lista de crímenes, incluso como una lista que provoca serias dudas sobre las grandilocuentes declaraciones de los países occidentales en relación a la democracia y a los derechos humanos en el extranjero. Pero es más que una lista. Es el reflejo una campaña organizada por las potencias de Occidente para destruir el movimiento desarrollista que floreció en el Sur Global tras el colonialismo. Si el desarrollo significa restringir el acceso a recursos y mercados, las potencias simplemente no lo tolerarán.
Como consecuencia de esta historia, ahora la desigualdad entre Occidente y el resto del mundo es aún mayor de lo que era cuando terminó el colonialismo. En la actualidad, 4.200 millones de personas viven en la pobreza. Una cifra desgarradora. Nadie ha sido llevado ante la justicia aún por los golpes de Estado ni por los asesinatos que destruyeron los intentos de desarrollo más prometedores del Sur Global y pusieron fin a los sueños populares de independencia. Es probable que nadie pague jamás por esos crímenes. Pero tenemos que reconocer que sucedieron y terminar con la ficción de que Estados Unidos, Francia y el Reino Unido son un grupo de bondadosos países defensores de los pobres.
Traducción de Francisco de Zárate