Cuando los prejuicios vencen a la lógica: por qué en Estados Unidos no hay un debate razonable sobre las armas

Lois Beckett

Nueva York —

Hace dos semanas se produjo una matanza en Las Vegas con un balance de 59 muertos y cientos de heridos. Muchos estadounidenses han expresado su indignación y dolor y han pedido que se tomen medidas. Una vez más, se preguntan: ¿por qué Estados Unidos no puede aprobar leyes sobre el control de armas?

Al mismo tiempo, como ya pasó después del tiroteo en la escuela de primaria de Sandy Hook, o tras las matanzas en San Bernardino y Orlando, los defensores de una legislación más estricta no han presentado datos objetivos que la avalen e incluso han defendido algunas medidas que los expertos califican de “básicamente irracionales” o una violación “histérica” de los derechos civiles.

La gran victoria que se pueden anotar ambos partidos sobre el control de armas se limita a la restricción de utilizar varios accesorios para convertir un rifle semiautomático en un fusil totalmente automático, algo que nunca debería haber sido legal. Esta medida no será de mucha utilidad para reducir las muertes por arma en Estados Unidos; 36.000 muertes anuales por suicidio, homicidio, accidente y disparos policiales. ¿Por qué Estados Unidos es incapaz de hacer nada cada vez que se produce una nueva masacre?

Jon Stokes, escritor y programador informático, indica que cada vez que se produce una matanza se siente frustrado y siente “esa sensación que tienen las personas muy listas que están acostumbradas a lidiar con detalles y matices y que suelen investigar los temas a fondo”. “Una sensación de que estamos ante una situación que no admite cambios. Que es blanco o negro”, sostiene.

Stokes ha estado en ambos bandos de esta guerra cultural en torno a las armas, ya que creció en el interior del estado de Luisiana y tuvo su primer arma a los nueve años, y más tarde estudió en Harvard y la Universidad de Chicago y se empapó de las reticencias que los habitantes de las grandes ciudades suelen tener en torno a las armas. Ha publicado varios artículos sobre la cultura “geek” que se esconde detrás de la AR-15 y ha explicado que él tiene un rifle de tipo militar y por qué algunos propietarios de armas no confían en las “armas inteligentes” de alta tecnología.

También ha visto cómo muchos de sus amigos han ido apoyando distintas medidas para controlar las armas y han creído que era la solución mágica al problema: “De repente, como si se tratara de un instinto animal, creen que estamos ante un dilema moral sencillo”.

La mera insinuación de que se trata de un debate más complicado y que aprender algo sobre armas haciendo un curso sobre cómo llevarlas ocultas de manera segura o aprender a dispararlas pueda cambiar su posición sobre cualquier solución que acaban de oír en televisión, “les molesta y te acusan de complicar innecesariamente el debate”.

“Al igual que vosotros, a mí me duele ver un niño muerto”, indica Stokes. “Si hubiera una solución mágica, sería el primero en defenderla”.

Decisiones irracionales

A principios de 2013, unos meses después de la matanza en la escuela de primaria de Sandy Hook, un psicólogo de la Universidad de Yale puso en marcha un experimento para constatar la relación entre nuestros prejuicios políticos y nuestra capacidad de razonamiento. Dan Kahan quería comprender por qué los debates públicos en torno a problemas sociales pueden quedar en un punto muerto incluso cuando tenemos soluciones científicas a nuestro alcance que permitirían resolverlos. Decidió poner una pregunta sobre el control de armas.

Kahan entregó a los participantes, todos adultos y estadounidenses, una sencilla prueba de matemáticas y luego les pidió que intentaran buscar una solución para una pregunta corta pero complicada sobre si una crema para la piel era eficaz o no lo era. Fue lo suficientemente difícil como para que varios participantes se equivocaran. Las personas con mayor facilidad para las matemáticas fueron las que respondieron mejor. Kahan volvió a repetir la prueba pero en esta ocasión en vez de pedir a los participantes que evaluaran una crema para la piel les pidió que evaluaran si una ley que prohibía a los ciudadanos llevar armas ocultas en espacios públicos reducía o aumentaba la tasa de criminalidad. El resultado: cuando los progresistas y los conservadores tenían que evaluar unos resultados que contradicen sus premisas políticas, los participantes más inteligentes tenían prácticamente las mismas posibilidades de llegar a la conclusión correcta que los que no tenían facilidad para las matemáticas. La parcialidad política fulminaba las ventajas que en principio tienen las personas que razonan mejor.

Los hechos medibles y concretos suelen dejarse de lado en los debates políticos no por el hecho de que las personas no tengan capacidad de razonamiento. Kahan llegó a la conclusión de que si tienen que elegir entre seguir creyendo en sus principios o encontrar la respuesta correcta, la mayoría de las personas prefieren quedarse con la primera opción.

Para Kahan, se trata de una estrategia razonable a nivel individual pero de consecuencias “desastrosas” para el cambio social.

En lo relativo a las armas, los estadounidenses lo quieren todo. Un estudio reciente del PEW Center evidenció que más de la mitad de los estadounidenses quieren leyes más estrictas sobre el control de armas. Pero al mismo tiempo, un porcentaje todavía más elevado de estadounidenses cree que la mayoría de las personas deberían poder tener prácticamente todo tipo de armas y llevarlas a casi todos lados.

Pese a estas limitaciones, existe margen para el control de armas. Sin embargo, la polarización extrema del debate en torno a las armas en Estados Unidos –afirmaciones como la del presentador del programa de televisión Stephen Colbert, que al hablar del tiroteo en Las Vegas indicó que “ahora mismo el listón está tan bajo que los congresistas se convertirán en héroes por poco que hagan”– esconde una realidad: muchas de las medidas para el control de armas más conocidas son simbólicas y marginales. Como la que pretende cerrar “la brecha del terror” para que las personas que están incluidas en listas de terroristas no puedan comprar armas o el decreto de Obama sobre armas y enfermedades mentales, al que se han opuesto grupos de personas discapacitadas y defensores de las libertades civiles.

Tras la masacre de Port Arthur en 1996, Australia impuso una devolución de armas obligatorio y destruyó más de 600.000 rifles semiautomáticos así como otro tipo de armas; un tercio del arsenal del país. Desde entonces no se ha producido una masacre de esas características.

Sin empatía para ciertas víctimas

Los políticos y los expertos de Estados Unidos siempre preguntan: “Australia terminó con los tiroteos. ¿Por qué no podemos nosotros?”. Sin embargo, nadie propone una medida equivalente en Estados Unidos, que supondría recomprar 90 millones de rifles que ahora están en manos de los ciudadanos. El coste de esta medida podría ser de miles de millones de dólares.

En su lugar, optaron por impulsar una medida que prohibía las armas de asalto, que estuvo en vigor de 1994 a 2004. Esta medida permitía que todo el mundo pudiera quedarse con sus armas de tipo militar y definía “las armas de asalto” de una forma tan técnica que los fabricantes de armas pudieron hacer algunos cambios estéticos en ciertos modelos y producir otros que eran idénticos, pero legales. Un antiguo miembro de la administración Obama reconoció a the Guardian que esa medida “no servía para nada” y aunque Obama la había aprobado en 2013 “la habríamos defendido con más tesón si hubiésemos creído en su utilidad”.

Adam Winkler, experto en medidas de control de armas de la facultad de Derecho de la Universidad de California, indica que parte del problema de las propuestas para controlar las armas es consecuencia de una estrategia trampa de la Asociación Nacional del Rifle (NRA por sus siglas en inglés). “La NRA diluye el redactado de las leyes sobre control de armas, consigue que sean ineficaces y luego indica que ya había avanzado que esa ley no serviría para nada”.

Sin embargo, la mayor distorsión del debate en torno al control de las armas es consecuencia de la falta de empatía entre los diferentes tipos de víctimas. No deja de sorprender que el imaginario estadounidense pueda ser tan puritano. Las matanzas, es decir, cuando el atacante dispara indiscriminadamente contra gente que no conoce en un espacio público, provoca una ola de dolor por la muerte de personas inocentes. Este tipo de sucesos son horribles, pero representan un porcentaje minúsculo de la cifra anual de muertes causadas por arma en Estados Unidos.

A diario, 60 personas utilizan un arma para suicidarse y unos 19 jóvenes o adultos negros son asesinados. Sin embargo, y a pesar de que representan el grueso de víctimas de la violencia con armas de fuego, no despiertan la misma compasión. Lo cierto es que se podrían impulsar medidas que salvarían muchas vidas; por ejemplo, propuestas creativas para los trabajadores sociales que actúan en barrios donde la tasa de homicidios es 400 veces más elevada a la de muchos países desarrollados o impulsar campañas de concienciación para que los propietarios de armas en estados del interior del país pudieran aprender a identificar el riesgo de suicidio y pudieran ayudar a amigos con problemas.

En lo relativo al suicidio, “es una conversación que avergüenza y cuando hay vergüenza uno tiende a mirar hacia otro lado”, indica Mike McBride, un pastor que coordina Live Free (Vive Libre), una campaña nacional para prevenir la violencia armada y para la reforma de la justicia penal. Cuando mueren jóvenes negros “te encuentras con una reacción de desdén y agresión”, alimentada por la clase de argumentos de los supremacistas blancos que vinculan a la comunidad negra con la criminalidad.

Vivir algunas situaciones en carne propia puede ser una experiencia transformadora. El guitarrista Caleb Keeter, que vivió el tiroteo de Las Vegas, reconoce que hasta ese momento había sido un firme defensor de la segunda enmienda, pero que tras el tiroteo se había percatado de que “estaba muy equivocado y que era necesario impulsar medidas de control de armas URGENTEMENTE”.

Como indica Nicole Hockley, la madre de Dylan, uno de los niños que murió en el tiroteo de Sandy Hook, a muchos estadounidenses este debate, que se ha convertido en una conversación cíclica, eterna y que abarca temas tan diversos como los rifles de asalto, enfermedades mentales, propuestas de medidas y un largo etcétera de cuestiones que pueden no guardar relación con lo que pueda suceder, les cansa o sienten que no tiene nada que ver con ellos.

Hockley asegura que ha llegado el momento de tener una conversación franca y pensar en otras formas de salvar vidas que no pasen por necesariamente la eterna conversación en torno a la ley de control de armas. De lo contrario, escribe, “al final de la próxima semana será como si esta última matanza no hubiera sucedido, aunque las personas más sacudidas por esta acción todavía están conmocionadas y aturdidas por el dolor”.

Traducido por Emma Reverter