La reina sola: cómo cambiará la monarquía británica tras la muerte del duque de Edimburgo
A ella casi no se le pudo ver, pero era posible vislumbrar el futuro. Quizá era la pesadumbre sepulcral de los asientos de madera oscura de la capilla de San Jorge, o quizá el autocontrol del realizador de televisión que se mantuvo a distancia, respetando la privacidad del momento, pero lo cierto es que el sábado en la cobertura en directo del funeral de su esposo, la reina apenas estuvo visible. Sentada en una esquina poco iluminada y con mascarilla, la reina Isabel II desde luego no pasaba desapercibida.
Cuando la cámara la enfocaba, el espectáculo era conmovedor: la viuda sola, una imagen que “le partió el corazón a todo el mundo”, en palabras del Washington Post, pero que tendrá especial impacto en el Reino Unido.
Hasta el republicano más convencido admite que existe un lazo extraordinario entre Isabel II y el pueblo sobre el que ha reinado durante casi siete décadas. Ahora, en todo caso, ese lazo será aún más fuerte.
Parte de la razón de ello será la empatía natural por una mujer que ha perdido al hombre que conocía desde hace 81 años y que fue su “apoyo y ancla” durante 73 años. Tradicionalmente, se espera que una monarca inspire poderío y deferencia en sus súbditos. Ahora también habrá ternura.
El funeral del pasado sábado seguramente habrá añadido otra dimensión a la relación, una menos esperada: un rara sensación de solidaridad. Al igual que decenas de miles de personas, la reina no pudo despedirse de un familiar de la forma tradicional.
Por supuesto que, comparado con la mayoría de las personas, el príncipe Felipe fue enterrado con gran ceremonia. Pero no fue como lo habían imaginado él y su esposa: había 30 invitados, no 800. Y sobre todo, igual que en la despedida de cualquier otra persona que haya fallecido durante el último año en Reino Unido, los seres queridos tuvieron que mantener el distanciamiento y llevar mascarilla. No pudieron cantar. La viuda tuvo que sentarse sola, sin el consuelo del contacto humano.
En un país que detesta los estándares diferentes –unas reglas para ellos, otras reglas para nosotros– importa y mucho la imagen de la reina cumpliendo los mismos protocolos que limitan la vida de todo el resto de los habitantes del Reino Unido, compartiendo su suerte. Hace tiempo que la reina aprendió esto. Tenía 14 años cuando su madre le dijo, después del bombardeo del Palacio de Buckingham en septiembre de 1940, que ahora “podía mirar de frente a los barrios populares de Londres”.
Y así se ha fortalecido el lazo que une a Isabel II con sus súbditos: el año próximo será el 70 aniversario de su proclamación, un hito nunca antes alcanzado por un monarca británico. Y dentro de pocos días cumplirá 95 años. Lo cual significa que el duelo de los Windsor durante el sábado, igual que los ocho días anteriores, dejó vislumbrar no solo una era que se acaba, sino otra que se avecina inevitablemente: una era en la que la familia real británica perderá a su generación mayor.
Algunas cosas no cambiarán. La familia real volvió a demostrar durante el funeral que nadie le gana a la hora de montar una gran ceremonia. Se suponía que la COVID-19 le quitaría espectacularidad, pero en cierto modo la austeridad del evento lo hizo aún más hermoso.
The Crown
Probablemente, la monarquía cuente con una fracción del presupuesto que tiene Netflix para recrear eventos de la realeza en The Crown, pero todavía sabe cómo montar un espectáculo perfecto. Las cabezas gachas de los miembros de la Guardia Real, una única corona de flores blancas, las cuatros inolvidables voces del coro, la silueta de un gaitero solitario, esfumándose a través de un portal antiguo al terminar el funeral, todo podría haber sido imaginado por el director Stephen Daldry y su equipo ganador de premios Emmy.
Del mismo modo, la familia real británica no perderá su capacidad para crear historias entretenidas. El drama de Guillermo y Enrique caminando detrás del féretro de su abuelo, aparentemente necesitando la mediación de un primo –solo se les vio intercambiar unas palabras después del funeral– es una trama digna de un culebrón que podría durar varias décadas: los hermanos enfrentados, sino enemistados. En ese aspecto, no hay de qué preocuparse.
Pero las otras señales serán más inquietantes para el Palacio, unas señales que van más allá de un número récord que ya habrá generado preocupación: las 109.741 quejas que recibió la BBC durante la cobertura de la muerte del príncipe Felipe, cuando muchas personas se quejaron por la cantidad de cobertura que interrumpió la programación habitual y les hizo perderse la serie de moda o la final de MasterChef.
Existen preocupaciones aún mayores. Personas allegadas han afirmado que el príncipe Carlos parece destrozado por la muerte de su padre, aunque no parece inclinado a despertar del público. Quizá ese momento llegue cuando se convierta en rey, pero pocos lo creen probable. En particular porque el príncipe de Gales ha sido incapaz de imitar el rasgo característico de la posición de su madre: su silencio ante casi todas los asuntos polémicos, una neutralidad exagerada que lo ha hecho aceptable.
En el cortejo, detrás del príncipe Carlos iba su hermano Andrés, escudado por el féretro de su padre del oprobio que en cualquier otra ocasión genera su aparición en público. Ana es respetada, Eduardo es inofensivo, Guillermo y Enrique tienen sus fans, pero ninguno tiene la talla del hombre que acaban de enterrar.
La conexión
En parte eso se debe a que sus antecedentes militares son más débiles que los de Felipe y, en parte, por otra razón que ninguno de ellos puede remediar: ninguno tiene la conexión con la Segunda Guerra Mundial, evento que se transformó en los cimientos del Reino Unido moderno.
La reina y su esposo han personificado esa conexión. Él luchó por su país en la Marina Real Británica y el Día de la Victoria en Europa, ella estaba en el balcón, vestida con uniforme militar, junto a Winston Churchill.
Esos acontecimientos ayudaron a unir a la monarquía con el país durante toda la era de posguerra: solo es necesario ver el poder instantáneo del mensaje de la reina en las primeras semanas de la pandemia del coronavirus, invocando un himno de tiempos de guerra: “Nos volveremos a ver” (la canción “We'll Meet Again”). La muerte del príncipe Felipe ha debilitado esa conexión que un día habrá desaparecido.
No es una injuria hablar así, ni es irrespetuoso hacia el príncipe. Por el contrario: pocas personas han sido más conscientes que él de la fragilidad de la monarquía. Su abuelo fue rey de Grecia, pero su padre tuvo que huir de su país y vivió en el ostracismo el resto de su vida. Su tía abuela fue asesinada junto al zar de Rusia en la matanza de la revolución bolchevique. Felipe vio cómo caían tronos otrora sólidos y cómo se desplomaban dinastías reales profundamente enraizadas.
Ni siquiera la propia reina necesita que le digan que ninguna ley de la naturaleza establece que la monarquía deba existir para siempre. Puede que el hecho que haya determinado su vida sea la abdicación de su tío, tras ejercer solo ocho meses como rey Eduardo VIII. Ella sabe bien que la estabilidad real y la continuidad están lejos de ser automáticas, sino que requieren tenacidad, constancia y una hábil plantilla de empleados. Ella y su difunto esposo encajaban a la perfección. Pero de esa pareja, de esa generación, hoy queda ella sola.
Traducido por Lucía Balducci
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