Días después de la guerra del Yom Kippur, el presidente egipcio Anwar Sadat fue cuestionado en casa por su marcha atrás tras acordar un alto el fuego y el subsiguiente tratado de paz con Israel. Cuando afrontó su capitulación, cuentan que dijo que estaba preparado para combatir contra Israel, pero no contra EEUU. Al tercer día de guerra, el presiente Nixon había autorizado la operación Nickel Grass, un apoyo aéreo para reponer las pérdidas militares de Israel en aquel momento. En noviembre de 1973 el periódico The New York Times informó: “Embajadores de Occidente en El Cairo confirman las acusaciones de Egipto que acusaban a EEUU de enviar material de guerra al Sinaí”.
Hay algo de la realpolitik de Sadat en el comportamiento de Arabia Saudí, que no tiene intención de permitir a la revolución de Sudán que alcance su objetivo de deshacerse de una vez por todas de los militares e instalar un gobierno civil. En el periodo anterior a la revolución, Arabia Saudí se mostraba cada vez más aletargado y cansado respecto a Sudán, un país que considera bueno únicamente para suministrar cuerpos como carne de cañón para su guerra en Yemen. Cuando el entonces presidente de Sudán, Omar al Bashir, con miedo a caer, llevó su vaso para mendigar a sus aliados de la región, Arabia Saudí puso reparos. Pero esta falta de interés se evaporó en el momento en que quedó claro que había poder real en las calles de Sudán y cuando Bashir fue derrocado.
Perdidos en el pasado están aquellos días en los que EEUU era el gran entrometido de la región. Arabia Saudí ha ocupado su lugar como una fuerza poderosa para el statu quo. También en el pasado quedaron los días en los que la idea de Arabia Saudí de extender su esfera de influencia era financiar sin discreción escuelas religiosas y grupos por todo el mundo árabe y el sur de Asia. Ahora el país ha adoptado un papel más activo: impedir el cambio político siempre que sea posible.
Pocos días después de la expulsión de Bashir, Arabia Saudí aflojó el bolsillo y, junto a Emiratos Árabes Unidos (EAU), prometió un paquete de 3.000 millones de dólares de ayuda para fortalecer la economía de Sudán y, con ella, el gobierno militar de transición. Este disparo en el hombro ha venido acompañado de un fenómeno alarmante y sin precedentes: una campaña única lanzada por los medios afines o propiedad de Arabia Saudí.
Gulf News publicó un perfil del presidente del consejo militar de transición afirmando que “durante la guerra en Sudán del Sur y en la región de Darfur ocupó puestos importantes, en gran parte debido a sus modales cívicos y a su profesionalidad”. “Civismo” y “profesionalidad” no son las palabras que muchos utilizarían para describir las guerras en Darfur y el sur del país.
El editorial comienza con un homenaje a Sudán como “uno de los países más estratégicos de África y el mundo árabe”, como si los saudíes se acabasen de dar cuenta de que Sudán no es el país somnoliento, dócil y mendigante que esperaban. Un destacado ministro de EAU intentó la semana pasada enmarcar este interés y generosidad repentinas hacia Sudán como una sabia precaución tras el alboroto de la Primavera Árabe.
“Hemos experimentado un caos total en la región y, francamente, no necesitamos más”, señaló el ministro. Pero este nuevo afecto por el tan estratégico Sudán y sus educados líderes militares tiene más que ver con la creciente inseguridad de la familia real saudí sobre su propio destino que con el mantenimiento de la estabilidad.
El peligro de una revolución en Sudán está en su campo de visión, en el sentido de la posibilidad que el levantamiento sugiere. Si Arabia Saudí solía preocuparse por extender su poder blando por todo el mundo para buscar alianzas contra enemigos regionales como Irán o Catar, la temeridad de la agresiva política exterior de Arabia Saudí hoy se puede analizar a la luz de su único gran miedo: el cambio de régimen.
A pesar de sus problemas económicos en casa, el Gobierno saudí sigue viendo su riqueza soberana como un gran fondo de contingencia para aplicar hasta el final de su propia supervivencia. Aunque parece que la familia real saudí tiene el monopolio total del poder –ejecuta a disidentes por capricho en suelo nacional o extranjero–, Sudán ha demostrado que el cambio de régimen pocas veces consiste en tecnicismos. Nunca consiste en la potencia de fuego que la oposición puede ejercer contra el líder en el cargo. Consiste en la voluntad popular. No puedes ejecutar a todo el mundo.
Los muchos fracasos de la Primavera Árabe han sido una bendición para los regímenes establecidos en todo Oriente Medio. Durante demasiado tiempo la sabiduría regional convencional creía que el cambio no traería nada bueno. Sudán está desafiando esa narrativa. Según la lógica, el Ejército y la familia real son las únicas dos instituciones que pueden gobernar porque cuando los civiles entran en la pelea traen consigo fallos de seguridad, incompetencia y terrorismo. Pero los gobiernos civiles también amenazan otras molestias: la democracia real, la rendición de cuentas y la libertad de expresión. De acuerdo con la visión saudí, la monarquía debe impedirlo bajo el pretexto de buscar la estabilidad y con unos Estados Unidos que no están presentes, pero que apoyan tácitamente su estrategia.
Por tanto, los manifestantes de Sudán, que se mantienen firmes en su desafío al gobierno de transición exigiendo un gobierno civil, pueden librar una guerra contra Bashir y los restos de su régimen que siguen en el poder ¿Pero cómo pueden enfrentarse a Arabia Saudí y sus poderosos aliados en la región, los cuales envían apoyo aéreo al Gobierno? La carga de la revolución sudanesa es ahora mayor, pero la recompensa en caso de éxito es sacudir los tronos de todos los déspotas de Oriente Medio.
Traducido por Javier Biosca Azcoiti