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La revuelta de los chalecos amarillos es el equivalente francés del Brexit

Pauline Bock

¿Qué pensará Emmanuel Macron mientras mira las imágenes de las protestas en Francia? ¿Se preguntará si esto es una revuelta o una revolución? En ambos casos, él tiene el papel del rey odiado.

El movimiento de chalecos amarillos ha bloqueado carreteras y calles de todo el país, y lleva protestando en París cada fin de semana desde el 17 de noviembre. Todo comenzó como una protesta por el aumento de un impuesto a la gasolina, pero se ha transformado en una atmósfera explosiva contra la precariedad.

Durante tres fines de semana consecutivos, hubo incidentes y disturbios en París, incluso frente al Arco de Triunfo. Los manifestantes saquearon tiendas, construyeron barricadas, incendiaron coches e hicieron pintadas en edificios de barrios ricos de la capital francesa. Algunos manifestantes violentos le lanzaron piedras y botellas a la policía, y por respuesta recibieron gas lacrimógeno.

Este no fue el primer episodio violento –desde que comenzó este movimiento espontáneo, desatado por la furia en las redes sociales, ya han muerto varias personas– pero la escena principal no fue el espectacular enfrentamiento en París, que se trasladó desde los Campos Elíseos al resto de la ciudad. Mucho más reveladoras son las protestas que se han generado en otros sitios, en lo que se conoce como “la Francia de las rotondas”. El 24 de noviembre, hubo más de 1.600 protestas, participaron 100.000 personas de todo el país. El fin de semana pasado, los manifestantes fueron 130.000, con más de 580 calles bloqueadas.

Los chalecos amarillos están organizando bloquear calles en pequeños pueblos y ciudades donde se necesita el coche para ir a todos lados, desde ir a trabajar hasta comprar comida. Después de dos semanas, ya es normal oír: “Llegué tarde porque me retrasaron los chalecos amarillos”. Los franceses podrían cansarse de la situación, pero por ahora el 73% de la población apoya la causa, incluso si no siempre están de acuerdo con los métodos de protesta.

Y el movimiento está logrando el apoyo de diferentes grupos sociales. En Reunión, el departamento de ultramar francés, las movilizaciones han paralizado la economía de toda la isla: las tiendas se están quedando sin mercadería, las escuelas y los servicios públicos están cerrados y se ha impuesto un toque de queda. Un miembro del Parlamento de la isla incluso mostró un chaleco amarillo en la Asamblea Nacional. Residentes de los barrios marginales de los alrededores de París marcharon junto a los chalecos amarillos el 1 de diciembre: “Los barrios estamos sufriendo los mismos conflictos sociales que las zonas rurales o los territorios peri-urbanos: a todos nos golpean las políticas ultra-liberales de Macron”, escribieron. El 3 de diciembre, se unieron a las protestas los estudiantes de instituto, bloqueando más de 100 institutos en todo el país.

Un chaleco amarillo de un suburbio lejano donde mucha gente lucha por llegar a fin de mes y dependen de sus coches, le dijo a Le Figaro que el Gobierno francés “debería tener cuidado”. Y añadió: “Hasta ahora, estábamos desesperados en soledad. Ahora estamos desesperados pero unidos”.

Macron argumentaba que el impuesto a la gasolina es una medida necesaria para luchar contra el cambio climático. Tiene razón al identificar ese problema, y los chalecos amarillos no lo niegan: entre las demandas de su nuevo consejo, piden una “asamblea ciudadana para debatir la transición ecológica”. Pero tienen problemas más urgentes, problemas que el Gobierno de Macron ignora, dicen. Lo que comenzó como una protesta por los precios de la gasolina se está transformando en un rechazo total a la agenda fiscal de Macron.

Alquileres, precios e impuestos en alza, alta tasa de paro en zonas rurales y peri-urbanas, precariedad generalizada, salarios estancados: el movimiento de los chalecos amarillos ha reunido a personas de todos los frentes políticos con algo en común: la furia de todos aquellos que a duras penas logran sobrevivir. “Las élites están hablando del fin del mundo mientras nosotros hablamos de fin de mes”, le dijo un chaleco amarillo a Le Monde.

El diálogo entre chalecos amarillos y los políticos es casi imposible, como ilustró recientemente un programa de televisión. Cuando un diputado del partido de Macron confesó no saber cuál es el salario mínimo, un chaleco amarillo le respondió: “¡Es increíble! ¡Y luego dices representar al pueblo”. Y se fue del plató.

En un discurso de la semana pasada, Macron admitió que las frustraciones expresadas en las protestas eran “sentimientos profundos” que van más allá del impuesto a la gasolina. Macron añadió que, igual que las protestas en Francia, el Bréxit es una respuesta a la desigualdad económica del Reino Unido. “Son ciudadanos que dicen: ‘Este mundo que ofrecéis no es para mí, es para los mercados’”, declaró. Sin embargo, este movimiento francés no nació de un referéndum sino de otro impuesto más que recae sobre la clase trabajadora.

El resentimiento contra el “presidente de los ricos”, como lo llaman a Macron, y contra la élite urbana que puede enfocarse en el cambio climático porque no dependen del coche para vivir, solo perderá potencia si los chalecos amarillos ven una mejora de su poder adquisitivo. El precio de la transición ecológica, como los impuestos en general, deben verse como un esfuerzo general, no algo que sólo paga la “exprimida clase media” francesa.

Macron no está equivocado. Esto no es una revuelta, monsieur le président. Es el equivalente francés del Brexit: una petición de ayuda enfurecida de los sectores más desfavorecidos. Sería inteligente que, a diferencia de lo que ha hecho la élite gobernante británica, después de decir que los ha escuchado, haga algo en consecuencia.

Traducido por Lucía Balducci