El Valle de los Caídos camboyano
Una parte de la población sigue reivindicando con mayor o menor vehemencia la memoria del sanguinario dictador y niega sus crímenes. Para estos nostálgicos su régimen mantuvo el país unido, fuerte e independiente, al tiempo que le hizo progresar gracias a la construcción de numerosas infraestructuras, especialmente pantanos. Hoy son sus antiguos líderes, tras cambiar de chaqueta, y sus hijos los que ocupan la mayor parte de los puestos clave en la administración nacional y regional. Sus víctimas, mientras tanto, claman en el desierto para que se haga justicia sin contar con apoyo alguno del Gobierno. El único respaldo que reciben es demasiado tibio; viene de las democracias europeas y estadounidense que, sin embargo, prefieren no remover demasiado el pasado porque fueron ellas quienes respaldaron a aquel tirano que les resultaba útil en su Guerra Fría contra la URSS. Hablamos de Camboya, un lugar que sufre unos problemas de Memoria y de Historia que nos resultan demasiado familiares.
El santuario de los Jemeres Rojos
Son las 7:30 de la mañana. Macetas con flores y varillas de incienso adornan la entrada de una gran casa ubicada en las afueras de la localidad camboyana de Anlong Veng, a solo 15 kilómetros de la frontera con Tailandia. La vivienda no tiene puertas y carece de mobiliario alguno. Solo destacan sus paredes, cubiertas con coloridas pinturas murales, sus terrazas con extraordinarias vistas al pantano y su sótano, un verdadero búnker que nos da la primera pista sobre el tipo de personaje que habitó entre estos muros. Aún hoy no se conoce a ciencia cierta cuál era su verdadero nombre; su alias de guerra fue Ta Mok aunque la Historia siempre le recordará como “El Carnicero”. Uno de los hombres fuertes del régimen instaurado en 1975 por los Jemeres Rojos, sus víctimas se cuentan por millares pero sus admiradores también. “Aquí en Anlong Veng mucha gente habla de él con gran aprecio. Dicen que era un hombre duro, pero justo. Además, él construyó el pantano que permite obtener dos cosechas de arroz cada año»; quien recoge buena parte del sentimiento local es Phim, un hombre de mediana edad que se gana la vida haciendo de taxista con su motocicleta. ”Aquí era donde encerraban a los que no querían trabajar o cometían alguna fechoría», afirma mientras se introduce en una de las jaulas para leones que los Jemeres Rojos utilizaban como cárcel en la jungla; “Es tan baja que uno no se puede poner de pie. Los tenían aquí unos días, sin comer… ¡pero no les mataban!”.
En todo el país es fácil encontrar a muchos hombres y mujeres que, como Phim, defienden o, al menos, se muestran ambiguos a la hora de valorar el legado de Pol Pot y sus secuaces. En una nación acostumbrada a las invasiones e injerencias extranjeras, ponen en valor que el tirano defendiera (aunque solo aparentemente) una Camboya independiente, especialmente frente a los odiados vecinos vietnamitas.
El número de fieles se multiplica hasta convertirse en mayoría en esta zona de Anlong Veng, el último bastión que los Jemeres Rojos lograron controlar hasta la muerte de su “Hermano número 1” en 1998. Su última residencia en plena selva y el lugar en que su cuerpo fue incinerado se conservan de forma discreta; aún así no faltan flores y ofrendas dedicadas a aquel hombre que pasó de ser un brillante profesor llamado Saloth Sar, a convertirse en uno de los mayores monstruos del siglo XX conocido por el sobrenombre con que él mismo se bautizó: Pol Pot. Mucho más pomposo es el lugar en que reposan las cenizas de Ta Mok, un estilizado mausoleo de estilo tradicional camboyano situado en una pradera, entre campos de cultivo, a las afueras de Anlong Veng. A su lado, un grupo de obreros está erigiendo un segundo edificio conmemorativo dedicado a la memoria de otro líder del Jemer Rojo. El lugar va camino de convertirse en el mayor centro de peregrinación del país para los nostálgicos del régimen.
Memoria, Justicia y farsa
Una estupa repleta de calaveras humanas preside la explanada situada junto al templo de Somrong Knong, 6 kilómetros al noroeste de la ciudad de Battambang. El recinto religioso fue utilizado como cárcel y el campo anexo como “killing field” por los Jemeres Rojos. Al menos 10.000 personas fueron asesinadas en este lugar tristemente célebre porque los soldados de Pol Pot practicaron el canibalismo. Es solo uno de los centenares de “campos de la muerte” repartidos por todo el país. Algunos de ellos, como este, cuentan con monumentos conmemorativos erigidos por terceros países sin ayuda alguna del Gobierno camboyano.
Kak es hijo de un antiguo oficial de los Jemeres Rojos y hoy trabaja en el centro educativo especial que funciona en el interior del templo financiado por la ONG “Youths for peace”: “Trabajamos con estudiantes de toda la región a los que ofrecemos información de lo que ocurrió durante esos años horribles. El gran problema que tenemos en este país es que los jóvenes no estudian la Historia real, sino una parte pequeña y completamente falseada. Por eso creo que nuestro trabajo es importante de cara al futuro».
Explicar las razones de esta deliberada ceguera histórica es más complejo (¿o no?) en este caso que en el español. Aún así podemos intentar hacerlo con una simple frase: todos los actores nacionales e internacionales que hoy pintan algo en el tablero de juego camboyano fueron cómplices del régimen genocida. De puertas adentro empezando por la Familia Real, siguiendo por el primer ministro Hun Sen que dirige el Gobierno desde hace 30 años y terminando por multitud de soldados de base que hoy ejercen como pescadores o granjeros con las manos manchadas de sangre. Fronteras hacia fuera tampoco se salva casi nadie: Vietnam, China, Tailandia, Estados Unidos, Francia, Reino Unido, la ONU… Todos apoyaron, financiaron y/o armaron en un momento u otro a los “chicos” de Pol Pot.
En este escenario perverso muchos dicen querer castigar a los culpables pero solo las víctimas tienen un interés real en que se consiga. Atendiendo las peticiones de organizaciones defensoras de los derechos humanos, en 2006 la ONU auspició la creación de un Tribunal Internacional para juzgar a los responsables del, tal y como lo definió acertadamente el periodista e historiador francés Jean Lacouture, “autogenocidio” camboyano. Casi 10 años después solo se han presentado cargos contra cinco líderes del Jemer Rojo. Paradójicamente, la falta de colaboración de las autoridades nacionales e internacionales y las presiones políticas han provocado en este tiempo un número mayor de “víctimas” entre los propios jueces que, ante su falta de avances, no han encontrado otra salida que la dimisión.
La impotencia de las víctimas
“Sigo odiándoles. No olvido ni perdono todo el daño que nos hicieron». El rostro arrugado de Chum Mey se tensa mientras pronuncia cada palabra. Él fue uno de los pocos prisioneros que consiguió salir con vida de la S-21, la cárcel más ”eficaz“ del Régimen. Mey perdió a su mujer y a sus cuatro hijos víctimas del hambre, las enfermedades y la violencia generada por los Jemeres Rojos: ”Me torturaron en la S-21 durante doce días y doce noches. Me arrancaron las uñas, me dieron descargas eléctricas… Y todo porque me pedían que reconociera que era un agente de la CIA. ¡Si entonces yo ni siquiera sabía lo que era la CIA!». Entre 12.000 y 20.000 hombres, mujeres y niños fueron torturados en la S-21 de Phnom Penh y asesinados en sus propias instalaciones o en el cercano “killing field” de Choeung Ek. Chum Mey se salvó porque resultaba útil para sus verdugos: sabía reparar las máquinas de escribir con que los guardianes transcribían las forzadas confesiones de los reclusos.
El máximo responsable de la prisión, Duch, es el único dirigente del régimen que ha recibido una condena firme por parte del Tribunal Internacional. Chum Mey testificó en el juicio y lloró de alegría al escuchar la sentencia de cadena perpetua. Sin embargo, desencantado por la falta de avance en el resto de procesos, hace años que decidió luchar por su cuenta: “Cada día vengo a la prisión en que estuve encerrado y que hoy es el Museo del Genocidio de Tuol Sleng. Vengo para contarle mi historia a los extranjeros que pasan por aquí. Y, sobre todo, para hablarles a los jóvenes camboyanos de lo que ocurrió. Todo el mundo debe conocer la verdad».
Un viejo proverbio camboyano afirma que tiene “ojos de bambú” aquel que no es capaz o no quiere ver lo que es obvio. Un punto más en común entre dos naciones situadas a 10.000 kilómetros de distancia: cuando miran a su Historia más reciente, España y Camboya siguen teniendo ojos de bambú.