Esto no es Wuhan, es Pekín: el inesperado rebrote en el corazón del poder chino
Apenas se cumplían diez días desde que los residentes en Pekín empezábamos a comprender la traducción de “nueva normalidad”. El 6 de junio, la capital china había entrado en el nivel 3 de alerta en una escala de 4, lo que suponía ver menos gente sin mascarilla en espacios abiertos, no tener que enseñar las tarjetas de identificación para entrar a nuestros lugares de residencia y que, en la mayoría de las ocasiones, los controles de temperatura pasasen a ser un acto reflejo automatizado por parte del guardia de seguridad y de los propios ciudadanos.
Aunque bajo estrictas medidas de prevención, se habían retomado las clases presenciales en prácticamente todos los niveles y los centros deportivos habían reabierto. No se podía decir que la vida en la metrópoli de 22 millones de habitantes fuese igual a la de antes del estallido del brote pandémico de COVID-19 el pasado enero, pero los que llevábamos meses sin salir de la ciudad y que seguíamos a diario lo que ocurría fuera de las fronteras chinas empezábamos a sentir que gozábamos de ciertos privilegios.
El centro político del gigante asiático se consideraba uno de los lugares más seguros de todo el país; no en balde, a finales de mayo, alrededor de 3000 dirigentes del Partido Comunista se habían reunido en el Gran Palacio del Pueblo en Pekín durante el mayor evento político del calendario, las Dos Sesiones, como muestra de que la epidemia estaba controlada a nivel nacional. Sin embargo, el relajamiento no se había hecho del todo evidente hasta después de celebrado dicho cónclave.
El gobierno había intentado minimizar los riesgos en la capital con una desescalada mucho más gradual que en el resto de las principales urbes de China: desde finales de marzo ningún vuelo procedente del exterior aterriza en sus aeropuertos, en un intento de evitar una ola de los llamados “casos importados” –en su mayoría nacionales chinos procedentes del exterior, ya que desde el día 28 de ese mes los únicos extranjeros que pueden entrar al país son aquellos con pasaporte diplomático– y antes de acceder a cualquier establecimiento era necesario mostrar el código verde de salud instalado en nuestros teléfonos.
Todo cambió el jueves 11 de junio. La ciudad acumulaba 55 días consecutivos sin registrar contagios locales cuando se detectó el primero en el principal mercado mayorista de la ciudad. El paralelismo con el origen primero del virus en Wuhan hizo sonar todas las alarmas dentro y fuera de China.
Debido precisamente al incesante runrún del fantasma de Wuhan, la respuesta ante el nuevo brote de la COVID-19 en Pekín fue mucho más rápida que la que se dio entre diciembre y enero en la capital provincial de Hubei. En cuestión de horas comenzó el endurecimiento de algunas de las medidas de control (como la vuelta de la toma de temperatura y la comprobación de los códigos QR de salud) y el sábado, el mercado de Xinfadi amanecía cerrado a cal y canto. Se iniciaba así un proceso de desinfección de las principales superficies comerciales de la ciudad, y se ponían en marcha más de 400.000 pruebas PCR para todos aquellos que guardaban relación con el lugar que se fijó como epicentro del rebrote.
En un intento por frenar la propagación masiva de la enfermedad al resto del país, el martes 16 de junio la capital china daba un paso atrás en la desescalada, elevando a 2 su nivel de emergencia. La cancelación de los vuelos interprovinciales, la suspensión de las clases presenciales, el cierre temporal de los establecimientos subterráneos y la noticia de una cuarentena de comunidades selladas en una ciudad en la que nunca hubo confinamiento –en China solo lo hubo en Wuhan y en la provincia de Hubei entre enero y marzo, y después en alguna localidad de las provincias de Heilongjiang y Jilin– incitaron al nerviosismo y avivaron las dudas sobre la veracidad de las cifras. Con la prohibición de salir de la ciudad para los residentes de las zonas de alto riesgo, y la recomendación de que no se abandone sin un motivo de peso para el resto de la población, los rumores de que Pekín se convertiría en un 'Wuhan 2.0' inundaron las redes sociales.
No obstante, la imagen con la que se despertaba la metrópoli tras retomar estas severas medidas de control era muy diferente a la que embargó a China en los albores del Año Nuevo de la Rata de metal. Lejos quedaban aquellas calles vacías y el aura fantasmagórica que envolvió a la capital en los inicios del brote pandémico. La reducción de viandantes, de pasajeros en el transporte público y de coches era notable, así como el aumento de las mascarillas, pero que la mayoría de tiendas y restaurantes continuasen abiertos invitaba a relajar el ambiente de tensión.
Al igual que ocurrió meses atrás, la sociedad volvió a demostrar un gran sentido de la colectividad y la responsabilidad, un factor que probablemente influyese en que, sin haber pasado siquiera 72 horas desde que se aumentó el nivel de respuesta, el jefe de epidemiología chino, Wu Zunyou, afirmase que el brote se encontraba bajo control, aunque hacía hincapié en que el anuncio no suponía una reducción drástica de los contagios, sino que la curva había empezado a aplanarse.
Desde entonces, más de dos millones de habitantes se han realizado las pruebas de la COVID-19, y el gobierno municipal aspira a que la gran mayoría de repartidores, camareros, cocineros y personal de supermercados lo hagan antes de reincorporarse a sus puestos. Los residentes de las comunidades confinadas tienen permitido salir a las áreas públicas del barrio para comprar productos básicos por la mañana y recoger pedidos de comida. Si todo continúa según lo previsto, su cuarentena se prolongará durante 14 días.
A pesar de que, según datos oficiales, las cifras son mínimas teniendo en cuenta la densidad de población, una vez más, la Administración de Xi Jinping se niega a correr riesgos y ha anunciado que volverá a actuar con pies de plomo: solo se relajarán las restricciones cuando la capital no registre casos nuevos durante, como mínimo, dos semanas consecutivas.
El cierre parcial de Pekín ha caído como un jarro de agua fría y debería servir de recordatorio al resto de gobiernos de que el peligro del SARS-CoV-2 está lejos de haberse disipado, incluso en países que creían haberlo controlado con éxito. Tras meses de emitir mensajes con tono triunfalista sobre la contención del brote en el gigante asiático, resulta especialmente simbólico que el nuevo foco de la epidemia haya estallado precisamente en su corazón gubernamental. A pesar de haber desplegado su artillería pesada –un arsenal de macrodatos, tecnología de reconocimiento facial, así como otras herramientas de seguimiento dignas del atrezo de una película de ciencia ficción–, China se ha vuelto a ver contra las cuerdas por el virus que provoca la COVID-19.
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