La imagen impacta a primera vista, pero mucho más cuando se conoce la historia. En lo más alto del podio está la húngara Ilona Elek, recibiendo los honores por haberse proclamado campeona olímpica. Pero lo llamativo de la foto aparece a la derecha de Elek, en el segundo escalón. Allí, vestida de un blanco inmaculado y con el brazo derecho levantado, escenificando el saludo nazi, aparece la alemana Helene Mayer.
Su postura en el podio no es diferente a la del resto de medallistas alemanes en los Juegos de Berlín, pero su caso sí es singular. A pesar de que la foto muestra a una mujer alta, rubia y de tez pálida, Mayer no era el ejemplo de deportista aria que el nazismo propugnaba y su peripecia hasta aterrizar en ese podio no tuvo nada de corriente. La de Helene Mayer es una historia de triunfo, destierro, intrigas, ambición y misterio.
La sombra del boicot
En la primavera de 1936, la incomodidad por la celebración de los Juegos Olímpicos en la Alemania nazi se extendía por todo el mundo. La decisión de celebrar el acontecimiento en Berlín había sido tomada en 1931, en un intento por devolver a Alemania al primer plano deportivo después del ostracismo que siguió a la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, durante esos cinco años, muchas cosas habían cambiado en el país alemán. La llegada al poder del partido nazi en 1933, con sus políticas indisimuladamente racistas, promovió un debate en la comunidad internacional sobre la pertinencia de celebrar unos Juegos Olímpicos en un país que violaba de manera tan flagrante los derechos humanos.
Una vez en el poder, el gobierno de Hitler, lejos de moderar la agresiva retórica racista con la que habían ascendido al gobierno, inició una política de segregación de la que no quedaba exento el mundo del deporte. En abril de 1933 se instauró la política de “solo arios” en las federaciones y clubes deportivos. Para los atletas judíos quedó vedada la entrada a los recintos de entrenamiento. Pronto quedó claro que el régimen no estaba por la labor de permitir a ningún judío formar parte del plantel olímpico alemán en Berlín.
En estas circunstancias, muchos países amenazaron con el boicot. En Estados Unidos, cuya delegación era de las más importantes y numerosas, tuvo lugar un intenso debate durante los años y meses previos. El presidente del Comité Olímpico del país norteamericano, Avery Brundage, viajó a Alemania para evaluar la situación del país y afirmó que los atletas judíos estaban recibiendo un trato justo y que no había razones que justificaran un cambio de planes.
“Prohibida la entrada a perros y judíos”
El régimen nazi, que en un primer momento se había mostrado crítico con la celebración de los Juegos en suelo alemán (Hitler, antes de llegar al poder, se había referido al evento como “un invento de judíos y masones”), se encontraba ya en 1936 volcado con la organización. Fue Goebbels quien hizo ver a Hitler la inigualable ocasión propagandística que un acontecimiento de esa trascendencia podía suponer para el Tercer Reich.
En este contexto, para mitigar la polémica y ahuyentar el fantasma del boicot, Hitler dedició poner en pausa las campañas de persecución contra los judíos y accedió a retirar los carteles antisemitas que se exhibían por toda la ciudad. En una de sus visitas a Alemania, Baillet-Latour había quedado escandalizado al ver, en la entrada de algunos establecimientos, carteles que rezaban: “Prohibida la entrada a perros y judíos”. No obstante, el escándalo solo le alcanzó para pedir Hitler la retirada de los mismos, una medida meramente cosmética.
Con el objetivo de ofrecer a organizadores, atletas y visitantes una imagen de normalidad, Berlín recuperó algo parecido a la vida prenazi. Escritores prohibidos, como Stefan Zweig y Thomas Mann, regresaron por un tiempo a las librerías, el jazz volvió a los clubes y a la Gestapo se le aconsejó mirar hacia otro lado ante posibles “manifestaciones homosexuales” de turistas extranjeros. La idea era mostrar una cara amable del régimen, barriendo debajo de la alfombra sus miserias.
Sin embargo, aún había otro problema que inquietaba al COI. Aunque Alemania argumentaba que el desempeño atlético era el único argumento a la hora de realizar la selección el equipo olímpico, el COI mantenía la preocupación, quizás más estética que ética, sobre la total ausencia de atletas judíos en el equipo germano. Finalmente, el gobierno de Hitler tuvo que ceder y pactó con el COI la inclusión de una cuota judía simbólica en el equipo. La elegida fue Helene Mayer, una esgrimista alemana asentada en Estados Unidos.
Una coartada rescatada del exilio
Mayer había sido idolatrada como uno de los mayores talentos del deporte alemán antes de que el ascenso del nazismo la hiciera caer en desgracia. Campeona olímpica en Amsterdam 1928, en la modalidad de florete, clasificó quinta cuatro años después en Los Ángeles. Terminada la competición, se quedó en Estados Unidos como parte de un programa de intercambio. Allí le sorprendió la noticia de que había sido expulsada del club de esgrima al que pertenecía en Alemania. Su celebridad no la había salvado de sufrir la represión por su condición de judía. Aunque de madre protestante, Mayer tenía raíces semitas por ascendencia paterna.
Repudiada en su patria y sin poder siquiera entrenar allí, Mayer decidió continuar su vida en Estados Unidos una vez terminada su beca. En California se dedicaba a dar clases de alemán cuando fue requerida por el Comité Olímpico de Alemania. La razón por la que fue precisamente ella la elegida no está clara. Probablemente contribuyó el hecho de ser “solamente” medio judía y lucir aspecto ario. También vivir en el extranjero, que le proporcionada la posibilidad de entrenar y competir regularmente para estar en forma, algo que tenían vedados los judíos locales.
Más intrigante aún resulta el motivo por el que una judía en el exilio aceptó regresar al país que la había despreciado para defender la bandera nazi. El hecho es que Mayer llegó a Berlín, compitió y ganó la medalla de plata, contribuyendo al liderato de Alemania en el medallero. Después vino la ceremonia del podio, el brazo en alto y la imagen que aún hoy resulta perturbadora.
El misterio de Helene
Terminados los Juegos, Mayer regresó a Estados Unidos y Hitler reanudó su persecución al pueblo judío, que desembocó finalmente en el holocausto. La historia, tristemente, es más que conocida. A pesar del éxito, Mayer no recuperó el afecto de su país de origen. Aunque ella no se consideraba a sí misma judía, algo que en parte podría explicar su comportamiento, ninguna medalla podía borrar su ascendencia. En una carta escrita meses después de los Juegos a sus compañeras del equipo olímpico, quedaba patente su añoranza y su amor por Alemania.
Traidora para unos, víctima para otros, la figura de Helene Mayer continúa hoy envuelta en un halo de misterio. Falleció a los 42 años sin dejar apenas testimonio. Nunca sabremos hasta qué punto fue consciente de estar siendo utilizada para lavar la cara de un régimen criminal, ni hasta qué punto aprovechó ella la coyuntura en beneficio propio. Lo más probable es que solo fuera una persona ambiciosa que buscaba desesperadamente recuperar la celebridad perdida. Alguien que quiso aferrarse a la posibilidad de disputar sus terceros Juegos y saborear una vez más la gloria olímpica, aunque para ello tuviera que pactar con el mismo diablo.
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