Antorchas, cencerros y una escalera para divisar a los Magos de Oriente: cuando los trabajadores inmigrantes eran los reyes del 5 de enero
Pese a que los itinerarios y la organización de las cabalgatas de Reyes emanan de los boletines municipales en sus detalles más nimios, guardan un importante aroma popular y carnavalesco. Los disfraces, el jolgorio, el ritual de los caramelos rodando por las aceras o su matiz profano, que surge en una Dora la Exploradora descontextualizada o se cuela en el pasacalle o en los chavales del cole de la equina sobre una carroza casera…especialmente en las de barrio y singularmente en aquellas que cuentan con una mayor organización vecinal.
Para entenderlo, conviene saber que la de Reyes fue, ya desde hace siglos, una fiesta popular y callejera, en la que se celebraba el humor colectivamente. En 1663 la Inquisición intervino por el canto de villancicos indecorosos en Navidad y Reyes en la Capilla Real de las Descalzas y otros conventos del centro. En el XIX se hizo habitual acudir a los teatros esos mismos días para disfrutar de funciones cómicas. No es casualidad que Auto de los Reyes Magos sea el texto teatral más antiguo que se conserva en lengua castellana.
A finales del XVIII se comenzó a celebrar espontáneamente en forma de populosos pasacalles, cencerradas y sartenadas. Los trabajadores de los oficios y gremios más humildes (aguadores, serenos, porteros, mozos de cuerda, carboneros, marmitones, criadas o amas de cría, junto con algunos comerciantes) dejaban sus trabajos al caer el sol y formaban una comparsa festiva –esto es, ruidosa– guiada por grandes cirios y antorchas.
Una de las figuras centrales de la fiesta era el oteador, que las crónicas señalan como un asturiano (eran ellos los promotores de la tradición), seguramente aguador, probablemente vecino de los barrios bajos del sur, a veces gallego. Iba pertrechado de una escalera para auparse y gritarle a la multitud si veía venir a los Reyes, subiendo por las diferentes partes de la valla fiscal que rodeaba la ciudad, portando un cuerno a modo de catalejo y una caracola para anunciar la llegada. Según algunas descripciones de la época, la comparsa se reía del novato en el gremio que, ingenuo, pensaba que realmente llegarían Sus Majestades. Obviamente, todo formaba parte del acto ritualizado por los trabajadores.
Los disfraces de la comparsa no eran otros que las heridas de guerra de los oficios, así fueran los tiznes del carbón, las palideces de la harina o los ropajes del oficio. La escena quedaba iluminada por los hachones (grandes cirios) y antorchas que portaba el cortejo.
La ciudad participaba desde y junto a los que marchaban con las zambombas, las antorchas y las escaleras. Los cafés y los despachos de vino abrían sus puertas y, rezaba una crónica de El Museo Universal, “las cocineras, las amas de leche y las niñeras empiezan a entreabrir las maderas de los balcones”.
Una de las localizaciones por excelencia era –valga la obviedad–la plaza por antonomasia de Madrid: la Puerta del Sol. En La noche de Reyes en la Puerta del Sol (1839), obra de José Castalero custodiada en el Museo de Historia de Madrid, se aprecia una de estas congregaciones de personajes distinguidos por los ropajes de sus gremios, si bien también conservamos testimonios que localizan la costumbre en otras plazas señeras de la capital, como la de Antón Martín y la esencia de la tradición era pasearse por toda la ciudad. La costumbre ha dejado rastro escrito además de representaciones pictóricas. En 1848 Pascual Madoz lo incluyó en su diccionario, la encontramos en las crónicas del viajero Charles Davillier en 1862 y en numerosos artículos de prensa.
Contamos, por ejemplo, con una descripción de Juan Martínez Villergas en un número de la publicación satírica El dómine Lucas. Enciclopedia pintoresca universal, de 1844. A pesar de tener ánimo despectivo con las costumbres del pueblo, permite visualizar tanto la dinámica de la fiesta como el clasismo de la intelectualidad de la España decimonónica:
“Hay en Madrid, en el pueblo más culto de España, costumbres tan ridículas y chocarreras que harían poco favor a la aldea más miserable y atrasada. Una de las escenas grotescas que no ha podido destruir la Ilustración, es la que ofrecen en la llamada noche de Reyes. Vayan ustedes a la Puerta del Sol y verán lo que es bueno y barato: desde lejos se siente un gran ruido de cencerros y zambombas que parece que va a pasar una procesión de demonios, y lo que pasa es un gallego cargado con una enorme escalera, acompañado por una multitud de granujas que le van alumbrando con sendas hachas de viento. Otros le dan una música infernal de cencerros, y trayendo y llevando al inocente que lleva la carga de acá para allá y de allá para acá atraviesan la población doscientas veces en medio de las carcajadas y silbidos de la multitud.
Yo no creo que la preocupación llegue al extremo de que todos los que cargan con la escalera vayan de buena fe a esperar la venida de los Reyes Magos; pero algunos estoy convencido de que lo creen tan de veras, que cuando amanece el día seis sin haber visto a los Reyes, se llevan un chasco solemne; hay otros que saben lo que pasa, pero si les dan de cenar y un par de pesetas son capaces de cargar con la escalera haciendo a las mil maravillas el papel de tontos“.
La tradición fue desapareciendo en fricción con la creciente normativa municipal, que reglamentaba y penaba el desorden público de esta y otras tradiciones con cencerros y alboroto callejero, tal y como explica Eduardo Valero:
“A finales del año 1882, el entonces alcalde de Madrid, D. José Abascal y Carredano, aprueba una ordenanza por la que se cobra un impuesto a las comparsas y prohíbe la utilización de hachones, escaleras y todo tipo de ruidos y escándalos que causasen molestias al vecindario.
Con este bando el alcalde intentaba abolir el festejo... y desde luego que lo consiguió. La noche del 5 de enero de 1883 reinó la paz y la armonía en las calles y plazas de Madrid.
Sólo en algunos barrios de la periferia se manifestaron los adeptos a la celebración; lo hicieron con sus hachones encendidos, pero en silencio y cabizbajos“.
Como en otros aspectos del día a día en la ciudad, ésta sufrió una creciente normalización de las costumbres. De esta manera, el alboroto colectivo del 5 de enero se ordenó en las actuales cabalgatas, la primera de ellas celebrada en 1928, sin que la espontaneidad desapareciera por completo de las calles y plazas de Madrid.
Carmen de Burgos, Colombine, todavía sitúa en la Puerta del Sol el epicentro de la magia de la noche de Reyes, aunque ya desde una perspectiva más comercial, en su novela corta de 1919 Los comerciantes de la Puerta del Sol. Hablando de la noche en la que no cierran los bazares, describe Sol como el auténtico templo de la abundancia de la ciudad:
“Pero ninguno de aquellos muñecos de bazar tenía la gracia de los juguetes de la Puerta del Sol; en ninguna parte se encuentran esos muñecos ingeniosos, inefables, más que allí. Son los muñecos nacionales, los españoles por excelencia, los que se fabrican en casa, fruto de la fantasía de su inventor.
—¡Toribio que saca la lengua!
Un gallito que sube y baja pendiente de un elástico de bota antigua—aquellas botitas de elástico que casi han desaparecido—, monitos que saltan, aeroplanos que vuelan, ratoncitos que corren... Toda una serie de juguetes que es inútil buscar en ninguna otra parte, porque son como producto de un gran árbol de Noel que es la Puerta del Sol“.
Aún hoy, todo puede pasar en la Pueta del Sol de noche y cuando alguien porta un taburete o una escalera para mirar por encima de la muralla de carne que flanquea la gran cabalgata de Reyes en la Castellana, aflora, acaso sin saberlo, el eco lejano de aquellas noches de Reyes populares en las que los trabajadores tomaban la ciudad.
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