Ha sido uno de los anuncios más repetidos estas navidades pasadas. Una pareja de excursión en un trineo tirado por perros. Un paisaje lleno de nieve y naturaleza con pinta de estar poco transitada. Un momento de esos que anhelan los buscadores de experiencias únicas. El hombre, durante los 30 segundos del spot, no deja de dar la chapa mientras mira fijamente su flamante teléfono. Habla con una mujer que va detrás de él y que no le hace ni caso. No se lo hace porque parece absorta en disfrutar la experiencia aunque, he aquí el giro creativo, resulta que lleva los cascos puestos y está escuchando música en la aplicación de la misma marca. El anuncio quiere poner en valor las propiedades de la red de una compañía telefónica y las del propio cacharro pero, sin que nadie en el proceso parezca haberse dado cuenta, retrata la característica principal de estos aparatos: su condición de armas de distracción masiva.
Autonomía fue un movimiento político italiano más allá de la izquierda convencional y de la comedia de la política de partidos. A finales de los 70 del siglo pasado, aglutinó a un montón de grupos y activistas dispares en contra de la deriva capitalista. Entre sus rasgos, como explica Álvaro Sevilla- Buitrago en su libro Contra lo común (Alianza, 2023), la “alegría reflexiva” y la “conciencia plena del potencial de la creatividad colectiva”. En aquellos años, no era raro que en Milán o en Roma cientos de personas asaltasen los conciertos de grandes bandas como Led Zeppelin o Rolling Stones para protestar por el altísimo importe de las entradas. Dichas acciones se llamaron autorreducciones y eran una forma de desobediencia contra la inflación en los precios no sólo de la cultura, también de la comida, el transporte, la electricidad o el teléfono. A veces la cosa iba de tomar productos gratis; otras, bastaba con pagar el precio anterior o la mitad del propuesto por las grandes compañías productoras y distribuidoras.
Leyendo sobre el tema, uno piensa lo normal que sería ver acciones así hoy en día. El precio de las entradas de los conciertos se ha disparado en los últimos años y promete subir muchísimo más. Lo raro es que, de momento, nadie haya asaltado ningún gran recinto ni aquí ni en Italia para protestar por ello. También ha subido muchísimo el coste de la compra y de la energía, tampoco se conoce un contagio de acciones colectivas de resistencia.
Lo de la vivienda es aún más extraño. El precio de los pisos de compra y alquiler está ya muy por encima del que nos parecía escandaloso en tiempos de la burbuja y la situación está condicionando y empobreciendo la vida de la mayoría de la ciudadanía en todo el mundo, ya no sólo de las clases trabajadoras. Sin embargo, no aparecen por ningún lado las huelgas de inquilinos que en distintas etapas de la historia han servido como ejercicio de resistencia contra la presión del mercado.
Creo que no soy el único que se pregunta todo el rato qué está pasando, por qué en este momento tan crítico no surgen grandes movimientos rebeldes colectivos ni, tampoco, proliferan protestas individuales.
Las respuestas que me voy dando son muchas y variopintas. A veces dudo de si será para tanto, de si no seremos los de las noticias y las estadísticas unos cenizos que cuentan la vida de una manera mientras ésta realmente sucede de otra. También pienso en ocasiones, viendo los bares y restaurantes llenos y habiendo comprobado en estas fiestas que la gente aún acude en masa a los grandes centros comerciales, si no será esto un efecto Titanic por el que, como pasaba en el barco mientras se hundía, estaremos bailando y robando hielos del iceberg para refrescar nuestros copazos y celebrar que la vida es un instante.
Claro que, también me digo, puede que lo que esté contribuyendo a esta inacción sea lo mismo que le pasa a la pareja del anuncio del trineo. Tal vez no hagamos nada para defendernos de la presión del modelo económico porque estemos distraídos con el entretenimiento que éste nos sirve a través de las pantallas. Quizás estemos gastando nuestro tiempo y energía de protesta participando en chats de contenido político en Telegram, creando y compartiendo memes por alguna red social, subiendo cada día un vídeo en favor de la paz para ver si aumentan nuestros suscriptores o revisando estudios académicos para un próximo artículo que lo cambiará todo. Es posible que andemos tan enganchados a esa serie de ciencia ficción distópica como para no apreciar los síntomas de colapso que se dejan ver a este lado de la pantalla.
Quién sabe si la forma perfecta de opresión sea la posibilidad presente de decir, ver y escuchar cualquier cosa todo el tiempo. De hecho, es probable que la propia conversación sobre nuestros problemas sea parte del despiste: nunca se ha hablado tanto de cambio climático, ni de desigualdad, ni de futuro; nunca hemos contaminado más, ni creado más desequilibrios, ni intuido un mañana tan oscuro.
El ruido del presente es un gran invento porque consigue inquietarnos al tiempo que nos anestesia. Estamos tan enganchados a nuestras armas de distracción masiva que no creemos poder vivir la vida sin apuntarnos cada pocos minutos con una de ellas.
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