Sobre el verano más fresco del resto de nuestras vidas y los imbéciles
No ha habido un verano como éste. Es el verano más cálido desde que hay registros, un verano claustrofóbico en el que no es fácil encontrar el impulso para salir de casa y tampoco hay forma de aguantar dentro, un verano de ira e incendios, un verano cuya canción será Despechá de Rosalía, pero con el no future que cantaban los Sex Pistols cosido al estribillo. En resumen: una mierda de verano que, sin embargo, puede ser el más fresco del resto de nuestras vidas, como dice en su último libro —Contra el futuro (Debate, 2022)— Marta Peirano.
Todo tiene tan mala pinta que es difícil no ser cenizo. Una encuesta asegura que más de la mitad de los franceses, italianos, británicos y estadounidenses creen que el fin de nuestra civilización está cerca. La estadística no es de ahora, es de 2019. Me pregunto qué resultado tendría esta pregunta hoy. Y qué diríamos los madrileños.
Como en tantas otras cosas, Madrid es un territorio experimental. Hasta ahora, aquí hemos venido actuando como si no existieran los avances en movilidad activa, los cambios de visión urbanística, la defensa del estado del bienestar, las reivindicaciones por la justicia social y fiscal y muchas otras cosas. Pero lo de permanecer ajenos al termómetro es excepcional.
En muchas ciudades del mundo se han dado cuenta de que el calentamiento global exige transformación. En este reportaje de Bloomberg Green cuentan los esfuerzos de Londres, Delhi, Fez, Los Ángeles, Melbourne y Sevilla. En éste de El Periódico de España hablan de y con la primera concejala de calor de Europa, la ateniense Eleni Myrivili. En éste de Le Monde explican cómo París se prepara para vivir a 50o. Hay muchas más noticias contando qué están haciendo distintos territorios en materia de adaptación al cambio climático; este verano ha disparado todas las alarmas. Pero ninguna ha sonado en Madrid.
Aquí, ni el Ayuntamiento ni la Comunidad han hecho ni dicho nada. Su inacción en estos calurosos meses coincide con la publicación de una entrevista en La Razón con el codirector de Atapuerca, Eduald Carbonell. En ella, el geólogo y paleontólogo afirma que nuestro camino al colapso “es una obviedad que nadie cuestiona” y añade que un acelerador es que “el Homo sapiens es una especie imbécil y cada vez hay más imbéciles que tienen poder”. Está feo corregir a un científico que ha dedicado su vida a estudiar la evolución de la especie, pero me voy a atrever.
Es ya evidente que no se trata de ignorancia o incapacidad sino de una posición ideológica, de opresión económica: como ocurre en Estados Unidos y en muchos otros lugares, el negacionismo tiene aparentes motivaciones electorales y profundas razones financiadas por los grandes poderes corporativos. Quienes, por acción u omisión, hacen que la cosa siga igual o vaya aún más rápido tienen información, conocen la situación, y les da igual. Han diseñado el funcionamiento general de su mundo a base de desigualdad, también en el termostato. Saben que cada vez más gente va a sufrir las altas temperaturas, que la crisis de suministros no es circunstancial y que el progreso es un espejismo diseñado sólo para deslumbrarnos. Y tienen clarísimo que a ellos no les va a faltar energía y que, por supuesto, no van a pasar calor aunque esto se convierta finalmente en un emirato árabe; cosa que, por cierto, no creo que les disgustase. ¿Imbéciles? Igual son algo mucho peor.
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