Caminando por La Moncloa y dejando atrás el Parque del Oeste, me llama la atención la Casa del Brasil. Se trata de un colegio mayor y casa de cultura creado en 1960 por el gobierno brasileño para estudiantes de cualquier procedencia, pero especialmente de habla portuguesa. El edificio, realizado en hormigón, es obra de Luis Alfonso d´Escargnolle, quien sigue las pautas de la arquitectura moderna que Niemeyer y Costa crearon en Brasilia. Indagando sobre el edificio, me llama la atención que Brasil pagase con sacos de café (20.000 sacos) los gastos que ocasionó su construcción. Por parte española, las gestiones y la recepción de los sacos corrieron a cargo de Blas Piñar, presidente del Instituto de Cultura Hispánica y a la sazón líder de la ultraderecha española.
Aún resuenan en mi memoria los encendidos discursos que pronunciaba el señor Piñar ante sus acólitos: “Ya puede el gobierno esforzarse en hablar de aperturismo, en consentir la intolerable actitud de algunas publicaciones, en dejar que la pornografía invada nuestros espectáculos, que mientras Franco siga con vida, la jauría continuará insultando a España, porque es solo el revanchismo y el odio lo que les mueve. ¡La Guerra no ha terminado! ...ado …ado …ado!” Ahora por fin comprendo el carácter furibundo y vociferante de los discursos de Blas Piñar: sin duda este señor tomaba demasiado café.
Más tarde averiguo que aquellas toneladas de café no fueron las primeras que llegaron a Madrid. La clave me la da el libro del prestigioso historiador Paul Preston: Un pueblo traicionado. Resulta que, tras la guerra civil, el dictador brasileño Getulio Vargas quiso ayudar a España a recuperarse de la catástrofe y, para ello, envió barcos enteros cargados de café. La idea del gobierno brasileño era que el café se vendiera en el libre mercado y el producto de su venta sirviera para la reconstrucción del país. Nada de eso sucedió. Según detalla Preston, todo el dinero obtenido con la venta del café pasó a engrosar la cuenta corriente de Francisco Franco.
En estos días en que algunos desaprensivos intentan lavar la imagen del general Franco atribuyéndole dones que nunca tuvo, es útil releer esa magnífica historia de la corrupción escrita por Paul Preston.
Franco supo proyectar una imagen de hombre austero y desprendido que en nada se correspondía con la realidad. Aunque comenzó la guerra civil con un mísero sueldo de sargento y unos pocos cientos de pesetas, al término de la contienda civil el dictador tenía en su banco 34 millones de pesetas. Para ello, el mandatario desviaba hacia su cuenta personal los donativos y suscripciones que las empresas y los particulares entregaban para costear el esfuerzo bélico de sus tropas. La costumbre de recibir dinero por parte de las empresas continuó durante su mandato ya que, por ejemplo, la Telefónica, le entregaba todos los meses un sobre de 10.000 pesetas. A ello debemos añadir los siete millones y medio de pesetas que se embolsó el “generalísimo” por la venta en el mercado negro del café enviado por Brasil. Sumando, sumando, Franco dejó este mundo en 1975 con unos ahorros de ciento sesenta y seis mil trescientos ochenta y ocho millones de pesetas.
Todo esto me sirve para entender aquellos temblores que le aquejaban al “caudillo” en sus últimos años. No era el parkinson, como creíamos todos, era el exceso de café.
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