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Historia de la parpusa: un gorra obrera entre el casticismo de élites y el “chulapismo” popular madrileño

Una familia de chulapos en la pradera de San Isidro

Luis de la Cruz

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Durante la semana de San Isidro las calles se llenan de pequeños chulapitos y chulapitas camino del cole; y de jóvenes decididos a dar el relevo a las envejecidas agrupaciones tradicionales en la Pradera de San Isidro. Ser chulapo (o chula) está de moda y no quedamos listo (ni listillo) que no sepamos que la popular gorrilla plana de cuadros hecha para calarse de medio lado obedece al nombre de parpusa.

Pero, ¿de dónde viene esta curiosa denominación? Según la RAE, que admite el término desde hace poco, es “de origen desconocido”, aunque podemos rastrearlo más o menos como sinónimo de gorra desde finales del siglo XIX.

Hemos encontrado su rastro en 1896 entre las páginas de El delincuente español: el lenguaje (estudio filológico, psicológico y sociológico) con dos vocabularios jergales. El libro lo firma Rafael Salillas, uno de los pioneros de la criminología española, un lombrossiano que tendía a equiparar pobreza con delincuencia y le daba un barniz científico-genético. Para llevar a cabo esta obra, mandó estudiar el vocabulario empleado por los reclusos de una penitenciaría. El término aparece consignado en el apartado caló criminal, y, por cierto, lo hace junto con otros que también podrían aplicarse al hablar del traje típico de Madrid, como chupo (chaleco), sepia (levita) o ronda (faja).

El préstamo del habla popular se empleó asociado a la delincuencia en otras ocasiones, aunque los pocos ejemplos que hemos encontrado son posteriores. En 1929 en la Revista Técnica de la Guardia Civil vuelve a consignarse como sinónimo de gorra en un glosario “del caló de los maleantes” escrito por el guardia de segunda Pedro Serrano.

En 1932, el periodista J. L. Barberán firmaba en la revista Mundo Gráfico un reportaje sensacionalista –muy a la moda de la época– sobre “La vida novelesca de un aventurero madrileño que fue faquir en la India, apache en París, condenado a ocho años de trabajos forzados en la Guayana francesa y estuvo de expedición en el Polo Norte con el almirante Peary”. Después del interminable titular se subtitulaba Una noche por los bajos fondos de Madrid. Como en otros artículos del género, el periodista se disfraza para frecuentar los barrios bajos y, en su atuendo para pasar desapercibido, utiliza la popular gorrilla a cuadros:

“Con un traje viejo, pañuelo al cuello y una parpusa a cuadros, calada la visera hasta los ojos, desfiguro por completo en mi persona la fachenda de señorito, que dice esta gente de todo aquel que cuida un tanto el atuendo, luciendo cuello y corbata y tocándose con sombrero”.

La referencia a los apaches parisinos, que aparece en el pintoresco artículo, por cierto, fue muy habitual en la prensa de la época, con textos ilustrados en los que la gorra plana era parte del atuendo distintivo de estos pandilleros de época.

Por lo demás, las referencias a la parpusa son pocas y no hemos encontrado las que la circunscriben al traje típico de chulapo hasta ya la segunda mitad del siglo XX. El término no aparece suficientemente repetido entre los miles de volúmenes digitalizados de Google Books para que aparezca reseñado en sus análisis estadísticos; en el Corpus Diacrónico del Español (CORDEX), que recoge términos en obras literarias hasta 1974, no hay rastro de la palabra. Tampoco en la en la Biblioteca Digital de la Comunidad de Madrid o en la Biblioteca Digital Hispánica (donde hay numerosos libros digitalizados). En la Biblioteca Digital Memoria de Madrid hemos hallado un par de referencias en publicaciones municipales, ya de los años noventa.

Todo parece indicar que el término parpusa fue en principio un sinónimo popular de gorra, asociado a las que usaban las clases populares desde finales del siglo XIX. Un apelativo despectivo, relacionado con los usos corrientes de estigmatización hacia las clases bajas que, sin embargo, también encontró acomodo en la caracterización que de ellas hacían las zarzuelas de tema popular de finales del XIX. Por eso, hoy también podemos llamar a la gorra campera de chulapo como gorra Pichi, en referencia al personaje de Las Leandras.

Durante el siglo XX, la iconografía de la clase trabajadora abundó en la simbología de la lucha de clases representada en la dicotomía de la gorra (o la boina e incluso la barretina) contra el sombrero. El propio Pablo Iglesias aparece con ella en algunas fotos oficiales (aunque también existen con sombrero, pues el PSOE siempre quiso atraerse a los obreros de cuello blanco). Lenin también vistió gorra, como lo hacen los personajes de las clases trabajadoras retratados en la fotografía social desde finales del XIX, y aún hoy remarca cualquier diseñador de producción, especialmente anglosajón. Todo el que quiera evocar la working class, de los icónicos repartidores de periódicos –también se llama newsboy cap– de las películas de época a los deshonilladores de Mary Poppins, pasando por los carismáticos Peaky Blinders.

¿Cuándo narices empezamos a usar el término parpusa?

Pero, entonces, ¿cuándo empezó a popularizarse el sustantivo? El académico Emilio Bomant García también se lo preguntaba en el artículo de 2008 ¿Dónde vas con un mantón de Manila? algunos apuntes sobre la “parpusa” y el “safo”. Apreciaba Bomant que la popularización se produjo a partir de 2007 en los principales periódicos, con motivo de las crónicas políticas de la Pradera de San Isidro convertida en cita ineludible para los políticos capitalinos. Así lo indicaba en El País Ruth Toledano , luego cronista de la Villa, que, como el propio Emilio Bomant, había aprendido la palabra ese mismo año:

“En el diccionario no está, aunque eso sería lo de menos. Es que la mayoría no conoce esa palabra, aunque debe de ser muy vieja. Parpusa. O sea, la gorra chulapa. Yo me acabo de enterar. Pero llegan los candidatos socialistas a la pradera y se la plantan: populismo de cuarta. Gallardón, que es un populista de primera, pasó de usar parpusa. El gran contemporizador dijo que no le gusta ponerse trajes que no lleva habitualmente.”

Esperanza Aguirre, sin embargo, sí que se vistió de chulapona este mismo año por San Isidro: “la idea surgió de un grupo de militantes de la agrupación de Alcobendas, que con motivo de las fiestas patronales de la localidad, decidieron encargar la confección de trajes típicos madrileños azules y naranjas, los colores corporativos del PP”, explicaba El Mundo. A partir de ese momento, el PP también acudiría vestido de San Isidro.

Ese año, las fiestas madrileñas cayeron en plena campaña municipal y autonómica, y la Pradera se convirtió definitivamente en campo de batalla político. De aquellas, Miguel Sebastián, que tampoco faltó a su cita castiza, había hecho acto de presencia en una reunión de blogueros que se hacía en Madrid llamada Beers & Blogs, donde estuvo intercambiando ideas con, entre otros,  los miembros de un entonces conocido blog llamado Madrid Me Mata, cuyo logotipo mostraba una silueta tocada con gorrilla chulapa y un tiro en la frente.

Aquel blog fue una de las semillas de los periódicos Somos, pero traemos la anécdota a colación por algo más que vanidad. Durante aquellos años, floreció algo llamado la Madroñosfera –el término fue acuñado por mi compañero Diego Casado–, una red de blogs sobre la ciudad (también se los llamó metroblogs y luego hiperlocales), cada uno de su padre y de su madre, entre los que se daba una rica conversación acerca de la ciudad de Madrid. Empezaron a llevarse a cabo eventos presenciales que permitieron conocerse a los navegantes de estas bitácoras (otro término que se usaba entonces). Uno de los más importantes fueron los A las cañas! organizados por Madrid Me Mata (en su última y masiva edición de 2010 junto a Somos). El primero se celebró en 2007 con parpusas y claveles.

Una de las primeras cosas que llamaron la atención de los blogueros en esas quedadas fue la cantidad de madrileñistas de nuevo cuño de fuera. La mayoría de los participantes de la Madroñosfera no eran de aquí, sino estudiantes o trabajadores que habían afilado la curiosidad acerca del puerto de arribada. De alguna manera, no sé cómo, el fenómeno tiene que alinearse con el actual revival castizo, que viene acompañado de innumerables vídeos de lo que hoy se llama creadores de contenidos en las redes sociales.

A la moda de lo chulapo le falta para sostenerse una pata –probablemente la más importante–no desconectada de las anteriores: la invención de la tradición escolar castiza. De ese constructo impreciso que llaman mediana edad hacia atrás, solo los vecinos que vivían en el centro fueron alguna vez vestidos de madrileño al cole por San Isidro. Sin embargo, en las últimas décadas, y a la vez que se han establecido los bazares como postas ineludibles de la ciudad, lo castizo se ha ido normalizando.

Ser de Madrid es también haber huido de las costumbres castellanas (y de su jota) en busca de una identidad indefinida que a menudo se ha mezclado con el propio proceso de construcción nacional español. Resulta complicado en estos días no pensar en el casticismo de cartón piedra, punta de lanza del nacionalismo madrileño que el ayusismo emplea como estrategia comunicativa. En esas falsificaciones de taberna con nombre femenino –La una, La otra, La de más allá­– que encarnan la libertad, el vivir a la madrileña y el casticismo de élites. Que, como sucede en todos los procesos de invención de la tradición que tan bien definió el historiador Eric Hobsbawm, han venido a hacer desaparecer las tabernas que formaban parte de nuestra costumbre, por cierto.

Así que, sabiendo que nuestras tradiciones son tan inventadas como las de los demás y, cómo si no iba a ser hablando de Madrid, hace incluso menos tiempo que en otros sitios, esto de la parpusa y la Pradera se puede tomar de dos formas distintas, me parece. Con el justificadísimo rechazo del ateo u oponiendo al nacionalismo banal del proyecto madrileñista de Ayuso la festividad despreocupada que destilaban aquellos blogueros allá por 2007; la afirmación sin importancia de que la mayoría de los habitantes de Madrid no nos vestimos de traje tradicional, nos disfrazamos con trapillos made in China; de vestirnos como hemos aprendido en el metro de los niños y niñas sudamericanos o marroquíes camino de la escuela.

 Calarse la parpusa hasta las cejas como excusa para ir, por un día, a tirarse con la gente en un parque, cantar y colarse en una fiesta sin pagar en una ciudad donde todo está en venta y todo sale caro.

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