Según el Diccionario Akal de Teatro, la clac (o cla, o claque o alabarderos) es “el conjunto de personas que son contratadas para aplaudir y ovacionar determinadas representaciones, a las que entran de balde”. En realidad, no siempre era de balde, pero sí con una entrada reducida que típicamente se adquiría en bares cerca de los teatros. Por ejemplo, las del Martín se conseguían en el bar Pardo (calle Fuencarral); las del Valle Inclán, en El Aperitivo (calle San Bernardo) y las del Lara, en el número 4 de la Corredera Baja de San Pablo.
La clac siempre estuvo ahí y era un secreto a voces. Normalmente, el empresario, alguna primera figura o el autor estaban detrás del sector del público que aplaudía a rabiar, fuera lo que fuera que sucediera en el escenario.
El origen del vocablo claque podría venir del significado bofetada en francés y su adaptación fónica, clac (que es como hemos elegido escribirlo nosotros), coincide con que se llamaba así a una chistera plegable, cuya copa se desplegaba con un botón y cuyo mecanismo emitía la onomatopeya que ha quedado como nombre; en algún momento, los miembros de la clac habrían llevado este sucedáneo de chistera para entrar a los teatros.
El reverso de los palmeros eran los grupos de reventadores o pateadores, eventualmente contratados por la competencia y, probablemente, las fronteras entre ambos no siempre fueron nítidas.
El Teatro Lara, que reabrió en 1995 tras años de cierre y abandono, lo hizo con la decoración y el sabor del viejo teatro abierto en 1880, respetando también los asientos para la clac, sin apoyabrazos y con respaldo recto. Cándido Lara, fundador de la primigenia bombonera, conocía muy bien esta práctica, que tuvo su apogeo en nuestros teatros en la segunda mitad del XIX y primera del XX, y confiaba al jefe de clac, Gonzalo Maestre, parte del éxito de las obras que programaba. Recientemente, el teatro ha incluido a este personaje en sus visitas teatralizadas.
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Normalmente, los miembros de la clac eran estudiantes y otros jóvenes sin posibles. Así queda reflejado en un pasaje de La Busca, en el que Baroja explica a Manuel (el protagonista) qué es la clac por boca de otro personaje:
Algún párrafo más adelante, Baroja dice que los “aplaudidores” normalmente “contaban pocos años, algunos, en corto número, trabajaban en algún taller; la mayoría, golfos y organilleros, terminaban después en comparsas, coristas y revendedores. Había entre ellos tipos afeminados, afeitados, con cara de mujer y voz aguda”. Hay que tener en cuenta que, con frecuencia y hasta el final, no había mujeres en la clac.
Y habla también Baroja del jefe de la clac. Efectivamente, se trataba del actor central de la función paralela que se llevaba a cabo en el patio de butacas. Ya hemos hablado de Maestre, que fue jefe de la clac del Lara durante tres décadas, pero hubo incluso quienes, desde esa posición, hicieron fortuna y prosperaron profesionalmente. Es el caso de Felipe Ducazcal a finales del XIX, que ganó mucho dinero como jefe de clac del Teatro Real y se convirtió en empresario (Zarzuela, Variedades, Español, entre otros). De sus tiempos de alabarda aprendió ciertos trucos que explotaría en su nueva etapa, como hacer que un grupo de gente se arremolinara a la salida del teatro alrededor del coche que llevaba al actor principal, acompañándolo y vitoreándolo hasta su casa.
La clac fue durante muchas décadas una parte no oficial —pero omnipresente— del mundo del teatro, la zarzuela y (antes) la ópera. Los jefes de clac acudían a los ensayos generales para tomar nota de los momentos susceptibles de ser ovacionados y el propio Galdós le daba mucha importancia porque el aplauso, decía, «es manifestación de la emoción estética y al mismo tiempo la produce», de manera que aquellos aplausos impostados ayudaban a mantener el interés del público por la función.
En 1985 el diario El País publicaba un artículo sobre los últimos de Filipinas de la clac. La historia de un viejo jefe octogenario acudiendo cada tarde a un bar de la plaza de El Carmen para vender sus cartones de a 350 pesetas a jubilados, que llegaban con cuentagotas, sirve de aldabonazo nostálgico a una práctica que fue sustituida por las entradas con descuento y que sirvió para que vieran teatro muchos jóvenes de las clases populares durante décadas.