Bares y pubs donde suena más bachata que reggaetón. Panaderías donde el género tiene un sabor más dulce que salado. Calles en las que el seseo o los localismos se escuchan más que los ejques o el deje chulapo. El barrio de Pueblo Nuevo, y el distrito de Ciudad Lineal en el que se ubica al noreste de Madrid, hacen honor a su nombre. Hay algo de “pueblo nuevo” y de “línea” de unión en él. Un espacio y un tejido social compartidos por las familias que llevan décadas aquí y la continuada migración de personas, procedentes en su mayoría de América Latina, que han dado nuevos colores y sabores a esta zona situada en el exterior de la M-30. Esa frontera que marca la distancia entre el único Madrid que parece importar y el que solo lo hace cuando suceden la tragedia o la ignominia.
Porque cuesta, y hasta enfada, pensar que miles de vidas trabajadoras puedan reducirse a un prejuicio. Pueblo Nuevo supera los 63.000 habitantes, según datos del Ayuntamiento de Madrid correspondientes al padrón municipal de 2022. Son más que los de varias capitales de provincia como Segovia, Cuenca o Zamora. Sin embargo, casi todo el peso informativo de lo que ocurre en el entorno suele volcarse a los sucesos. Más concretamente, a la criminalidad asociada a las bandas callejeras. Un problema que indudablemente existe, como reconocen algunas de las personas que hablan para Somos Madrid en las calles o en sus negocios, pero que precisa de un análisis y unas soluciones complejas que en ningún caso pasan por la estigmatización.
De esos 63.000 habitantes, 12.000 son de nacionalidad extranjera. Un 18,8% del total que sitúa Pueblo Nuevo, junto a Quintana, como los barrios con mayor presencia foránea de Ciudad Lineal. En Ventas el porcentaje es del 17,8% y en otros como San Pascual (8,8%) o Costillares (5,5%) cae drásticamente. Entre las 12.000 personas, 7.480 proceden de América Latina y Caribe con los datos de 2022, una cifra que sitúa al barrio en la primera posición del distrito y en el podio de todo Madrid junto a áreas de Carabanchel y Puente de Vallecas.
Estos números se traducen en vecinos que, en su gran mayoría, trabajan día a día por ganar su pan. Para alimentar no solo sus bocas o sus casas, también las de todos esos allegados (hijos, maridos, esposas, hermanos, padres, amigos...) a los que sustentan a través de los muchos puntos para enviar dinero que proliferan en el barrio, sea en locales dirigido específicamente a ello o en establecimientos de otro tipo que ofrecen el servicio.
El Mercado Tradicional de Gutierre de Cetina reúne muchas de estas historias sobre migración y rutina obrera detrás de los mostradores. En un puesto de mercería, un hombre que cose con mimo prefiere no responder ninguna pregunta: “Soy un trabajador y no está el jefe, lo siento”. A pocos metros, en la pollería Arrones, el jefe sí que está. Despacha a un grupo de clientas mientras un empleado se prepara para despiezar el pollo.
En el exterior, es paradójico y conciliador ver el letrero de este Mercado Tradicional junto al de un bar cafetería especializado en cocina tex-mex. Se llama El Burro con Tacos. Una bandera de El Salvador sobreimpresionada termina de adornar su letrero y completa la ecléctica estampa.
Un paseo por la calle Emilio Ferrari, que conecta la calle Alcalá con los alrededores de La Almudena, evidencia otras realidades de la población latinoamericana en la zona: niños con el uniforme en su primera semana después de las vacaciones, mujeres jóvenes y no tan jóvenes que cuidan o acompañan personas dependientes, incluso algún jubilado (sombrero de paja mediante) que disfruta del sol en un banco. Es el caso de Héctor, que llegó al barrio procedente de Colombia en 2006.
Después de vivir en casa de unos conocidos, encontró un trabajo “más que decente” en una ferretería. Gracias a ello consiguió ahorrar algo, acceder a un alquiler cuando todavía no eran un hostigamiento asegurado y su familia le acompañó en 2011. Se retiró hace unos meses, pero reconoce que de vez en cuando ayuda “en lo que puede” con alguna obra, ya que en distintas etapas de su vida trabajó como albañil.
Una historia de violencia y superación
En otros casos las dificultades al emigrar o al llegar no eran tanto económicas, que también, como personales. El de Ángela, por ejemplo, es un relato que parece sacado de una película. La propietaria de la Tapicería Ascao llegó a Madrid hace 18 años procedente de Honduras. Las bandas callejeras extorsionaron y acabaron por asesinar a su pareja, así que se vio obligada a abandonar el país junto a sus hijos. “Es una auténtica madre coraje”, dice con orgullo su hija Margie, en España desde 2010 y que como sus tres hermanos varones echa una mano en el negocio.
Ayudan en lo que pueden, sí, pero Ángela es el gran motor de esta tienda-taller que abrió hace ya 15 años y de los otros dos locales que administran. “Y eso que es un sector con muchos más hombres que mujeres, además normalmente personas mucho más mayores”, recuerda Ángela. Campechana y espontánea, atiende a este diario mientras come un aguacate de cuya procedencia presume: “También es de Honduras, como nosotras”. Se pavonea de que el establecimiento acogió hace pocas semanas “el rodaje de una serie de Netflix”. Aunque no sabemos si era un trabajo para la plataforma, el director Álex de la Iglesia estuvo filmando en las calles aledañas durante agosto, así que no hay por qué dudar de su palabra.
Mientras Ángela se preocupa de que todas las fotos se hagan desde la mejor perspectiva posible, señala los cojines o los asientos más hermosos del escaparate y se interesa por el medio donde podrá buscarse unos días después de la conversación, su hija Margie sigue desgranando detalles sobre un negocio que no por humilde carece de recursos. En el que “la mejor habilidad es la creatividad”. Saben adaptarse a la perfección, por ejemplo, a cada tipo de cliente: los casos en los que retapizar es la mejor opción, la tela que más se ajusta a cada encargo o el presupuesto más apropiado según la necesidad teniendo en cuenta que se ubican “en un sitio obrero”.
Ángela administra y es también la principal ejecutora de “la obra de arte”, como define su hija el trabajo que lleva a cabo (con dificultades como rehabilitar muebles u otros objetos sin materiales originales que ya no existen). Una buena mano que les ha labrado prestigio en la zona. Aunque añoran su tierra, hablan de “una buena acogida”. Apuntan eso sí que el problema de las bandas también se da en barrios como este, “pero por supuesto no tiene nada que ver con lo que ocurre en nuestro país, aquí no se permiten hacer lo que les da la gana y respetan un poco más la autoridad”.
Margie cuenta que uno de sus hermanos, aunque arrima el hombre en la tapicería, ejerce y se forma además como barbero. Cada miembro de la familia busca y recorre su propio camino, ese que empezó a miles de kilómetros con un océano de por medio. Lo mismo hacen miles de vecinos en floristerías, restaurantes, puestos de pupusas, institutos, bancos y hasta centros culturales como el laboratorio escénico Onzemadriz. Personas que comparten barrio, un Pueblo Nuevo que debe su nombre a constituir tiempo atrás la periferia de Madrid, pero que se resiste a aceptar las etiquetas de marginalidad o conflictividad que solo pueden otorgarle quienes únicamente oyen su nombre en las páginas de sucesos.