Son las ocho de la mañana de un día lluvioso en Madrid. Una furgoneta se para en un costado de la glorieta de la Plaza Elíptica, entre los distritos de Usera y Carabanchel, y alguien grita desde dentro: “Necesito un alicatador”. Una decena de hombres se abalanzan sobre el vehículo para optar al trabajo pese a que saben que es para un día, con suerte una semana, y sin contrato. Con suerte también cobrarán 30 o 40 euros por el servicio aunque a veces, cuentan, no les pagan nada porque los contratistas desaparecen y nunca más cogen el teléfono.
El relato es una reconstrucción basada en los testimonios de los trabajadores que un día y otro acuden a la “oficina de empleo” –así se refieren a ella entre ellos– más precaria de Madrid porque por este vórtice, un punto de encuentro al que acuden contratistas en busca de mano de obra barata a espaldas de la legalidad laboral, no ha parado en varias horas ni un coche. También en el mercado negro la pandemia ha pasado factura. En este miércoles lluvioso de otoño en la capital no pasan furgonetas y nadie pide un alicatador, ni un pintor ni un albañil. La jornada laboral del cerca de centenar de personas se basa en esperar durante ocho o diez horas a la intemperie para que alguien les suba a un coche y ahí empiece de verdad su trabajo remunerado.
Luis, un veinteañero que llegó hace un año a España, lleva cuatro jornadas aguardando sin resultado. “El jueves subí unas puertas a un décimo piso, me pagaron 30 euros y desde entonces nada”. Son las 10 de la mañana y, según avanzan las horas, caen las esperanzas de que el día mejore. A primera hora han pasado “dos o tres coches”. “Si no te cogen por la mañana, ya es difícil”, precisa David, otro obrero que viene desde hace meses a este punto. “A la gente, con la pandemia, le da miedo meter a desconocidos en casa, supongo. Y eso aquí lo pagamos”, añade.
La inmensa mayoría de compañeros son hombres. Yudith, una mujer peruana de 40 años, es una excepción. Se levanta todos los días mucho antes de que salga el sol, prepara una o dos decenas de bocadillos de papa rellena y los mete en una bolsa. A las siete en punto llega a la glorieta y los vende a un euro para los que hayan salido sin desayunar. Su sustento depende de los trabajadores precarios que esperan, a su vez, un empleo. Los tres, con diferentes situaciones personales, comparten algo: forman parte de esa bolsa, ensanchada por la crisis, de personas en equilibrio permanente para no caer en la pobreza.
Leonardo, natural de Colombia y en la cuarentena, cayó. En pleno confinamiento, durmió tres noches bajo el Puente de Vallecas porque no podía pagar la habitación que alquilaba, relata. El mercado negro de Plaza Elíptica desapareció esos meses, las obras llegaron a paralizarse por decreto del Gobierno y las cuentas corrientes de los habituales en esta desesperada oficina de empleo se quedaron a cero. Luis todavía come en un comedor social unas calles más arriba. No es el único de los compañeros que acude. Si el trabajo ya es escaso, los abusos laborales a los que están sometidos apuntalan su precariedad. La mayoría no tiene papeles y sus ingresos están al albur de los empresarios desconocidos a cuyos coches se montan casi sin hacer preguntas.
“Es vivir a la deriva sin saber qué pasará mañana”
Las historias se amontonan en un corro improvisado. “Trabajé 15 días de ayudante de construcción en una casa. Cuando terminamos me dijeron que cobraría en un mes, pero nunca más volví a saber nada de la ingeniera. Me trataron muy mal y no me pagaron”, relata Daniel, hondureño de 24 años. “Esto es vivir a la deriva sin saber el día de mañana qué pasará”, añade. “Hay historias muy feas. Subes sin conocerlos y te expones al maltrato, a propuestas indecentes, a todo. La situación no es como nos la contaron, pero aquí hemos llegado a hacer amistades muy fuertes, a construir familia”, cuenta Yudith. “Yo cuando me voy sin nada pienso que mañana irá mejor. Que será otro día”, agrega David mientras se agarra la mochila y se sube la cremallera del abrigo.
El frío empieza a apretar en Madrid. En el mismo punto de encuentro entre contratistas y trabajadores hay un bar. Comprar un café caliente está al alcance de pocos. Lo normal es traer el termo de casa. Cuando un día va muy bien, al siguiente, como un dispendio de celebración, se invita a los compañeros, explica Yoel, un jovencísimo dominicano con una gran bolsa de deporte a cuestas. Hace unas horas, cuentan varios chicos entre risas, un montón de gente se arremolinó en torno a un coche oscuro que se acercó a la acera. “Y eran policías de secreta”, exclama Daniel, superado el susto. Los candidatos a trabajar en lo que sea, por el dinero que sea y en las condiciones que sean se distribuyen en un lado de la plaza y a lo largo de una de las calles que sale de ella. Con la pandemia tratan de no amontonarse como antaño y mantener las distancias de seguridad.
La “oficina de empleo” de Plaza Elíptica es más longeva de lo que muchos pueden recordar. Las mismas prácticas se han perpetuado al menos en la última década y el boca a boca permite la persistencia de este mercado precario, que sin embargo, es el bote salvavidas para muchas personas y sus familias. “Hay gente que viene directamente desde el aeropuerto con la maleta”, señala Leonardo, con dilatadores en las orejas y una gran gorra blanca.
La fragilidad económica y social de Leonardo, de Yudith, de Luis, de Yoel o de David abultaría los ya maltrechos datos de empleo en Madrid y en España. Pero ninguno de ellos está. Son, como el centenar de personas que espera en esta plaza cada día, invisibles a las estadísticas oficiales que informan de que en la capital hay casi 210.000 desempleados, un 27,6% más que en octubre del año pasado.