Opinión y blogs

Sobre este blog

La portada de mañana
Acceder
España tiene más de un millón de viviendas en manos de grandes propietarios
La Confederación lanzó un ultimátum para aprobar parte del proyecto del Poyo
OPINIÓN | Aldama, bomba de racimo, por Antón Losada

François Hollande o la izquierda que ya no es nada

Aunque la atención de los medios españoles se centró casi exclusivamente en lo poquísimo que dijo de sus andanzas sentimentales, la rueda de prensa que François Hollande dio este martes en el Elíseo ha sido un acontecimiento decisivo en lo que a la política y a la izquierda se refiere. Para Francia y para toda Europa. Porque en ella el presidente galo anunció sin ambages que renunciaba a lo sustancial de su programa electoral y que abrazaba los postulados de la política económica de oferta, en sintonía con las ideas de Tony Blair que, a la postre, no son antagónicas con las del neoliberalismo.

El socialismo francés ha dejado así de ser la excepción europea, el camino alternativo al planteamiento asumido por la mayoría de los partidos socialdemócratas europeos que, con mayor o menor entusiasmo, han venido asumiendo, antes o después, que el que manda en la política es el mercado.

Hollande usó poco ese término en su comparecencia, pero sí en cambio, y con particular énfasis, el de “producción”. “El principal problema de Francia –dijo– es la producción. Y las empresas son los actores principales del crecimiento”. Para luego añadir: “Es la oferta la que crea la demanda”, o sea, lo contrario de lo que desde siempre había venido sosteniendo el PSF. O cuando menos las posiciones que hasta el martes defendía la mayoría del PSF. La derecha socialista –la de Laurent Fabius, hoy ministro de Asuntos Exteriores, y la de Strauss-Kahn– ganaba así una larga batalla. Y Hollande lo confirmaba proclamándose “socialdemócrata”, un término que el socialismo oficial francés había siempre rechazado, porque suponía una renuncia a los postulados históricos del partido.

Para concretar ese giro sustancial, el presidente anunciaba que de aquí a 2017 –fecha de las futuras elecciones presidenciales– se suprimirá la contribución que los empresarios están obligados a hacer a la Seguridad Social para atender a las cargas familiares: entre 30 y 35.000 millones de euros. Es decir, accedía a una de las reivindicaciones por la que más duramente ha venido presionando desde hace meses la poderosa patronal francesa, el Medef, y que se suma a otros recortes de las contribuciones empresariales que el Gobierno socialista ha venido aprobando en los últimos tiempos. Paralelamente, Hollande anunciaba nuevos recortes de gastos del Estado por un valor total de 50.000 millones de euros en tres años.

El presidente añadió que esa reducción de los costes laborales tendrá como contrapartida una serie de compromisos, cuantificados por sectores, de inversión y de creación de empleo por parte de las empresas. Una serie de comisiones, en las que participarán los sindicatos, habrán de concretarlas en el marco que Hollande denominó un “pacto de responsabilidad” que, como es obvio, queda mucho más en el aire que las reducciones de gastos para las empresas.

Hasta el punto de que un diario no precisamente izquierdista como Le Monde ha concluido que esos recortes de ingresos por parte del Estado terminarán por provocar bajas del gasto social, particularmente en pensiones y en ayudas a la vivienda. Las reducciones o congelaciones de los salarios que acompañarán a ese proceso de “apoyo a la producción” –o mejor, que están teniendo lugar ya, aunque en porcentajes menores que en España– no necesitan de la intervención del presidente.

El giro de Hollande es un reconocimiento explícito del fracaso de la política que ha venido aplicando hasta ahora. Cuando llegó a la presidencia, aseguró que su prioridad era reducir la deuda y el déficit sin tocar los gastos sociales, justamente asegurando que iba a ser la demanda la que iba a tirar de la economía. Dieciocho meses después, la deuda sigue creciendo, el déficit prácticamente sigue igual, el paro está a un nivel récord (cerca del 11%) y la economía francesa no tira. La reforma fiscal –“para que paguen los ricos”– se ha quedado en enunciados y gestos de escasa trascendencia, el gasto social –el más alto de Occidente– se ha ido recortando a la chita callando y la popularidad de Hollande ha caído a cifras que no sufrió ningún otro jefe de Estado.

Frente a esos hechos, el presidente ha tirado la toalla. Con su nueva política ha dado la razón a la derecha de su partido y también a la cúpula empresarial: la banca, tan poderosa en Francia como lo es en España, no fue citada en la rueda de prensa. Pero no hacen falta grandes investigaciones para concluir que sus posiciones e intereses han resultado claramente beneficiados: en el horizonte, y así lo han señalado varios analistas, también se perfila una reducción de impuestos.

Todo parece indicar que el objetivo último del giro de Hollande es el de volver a ser candidato en las elecciones de 2017. El precedente de François Mitterrand, que a mitad de su primer mandato, a mediados de los 80 del siglo pasado, se desdijo de la política de izquierdas –nacionalización de la banca incluida– para volver a ganar, debe de animarle. Lo cierto es que sus iniciativas han confundido a la derecha, que ve cómo Hollande le ha quitado una de sus banderas, algunos de cuyos sectores han apoyado al presidente.

Por otra parte, el Gobierno se dispone a hacer frente al peligro que supone la rampante ultraderecha haciendo en el terreno de la inmigración algo de lo que ésta haría si gobernara –el ministro de Interior Manuel Valls ya lleva expulsados a 20.000 gitanos rumanos– y reforzando más que nunca el discurso nacionalista de la “gran Francia” que gusta cada vez más al presidente.

Y en lo que se refiere a las reacciones de la izquierda, lo más elocuente es lo que ha escrito Stéphane Alliès en Mediapart: “Aunque son numerosas, las oposiciones en ese campo parecen carecer de recursos y se ven obligadas a observar y a lamentarse en el campo de ruinas de la izquierda francesa y de un movimiento social en decrepitud. Como si estuvieran anestesiadas por diez años de derecha y de una pretendida derechización de la sociedad, las izquierdas francesas ya no buscan al pueblo, sino que se han colocado del lado de la continuidad del Estado y de la alta función pública que les dicta lo que hay que hacer. Con Jospin, mal que bien, la izquierda era plural. Con Hollande, la izquierda ya no es nada”.

Aunque la atención de los medios españoles se centró casi exclusivamente en lo poquísimo que dijo de sus andanzas sentimentales, la rueda de prensa que François Hollande dio este martes en el Elíseo ha sido un acontecimiento decisivo en lo que a la política y a la izquierda se refiere. Para Francia y para toda Europa. Porque en ella el presidente galo anunció sin ambages que renunciaba a lo sustancial de su programa electoral y que abrazaba los postulados de la política económica de oferta, en sintonía con las ideas de Tony Blair que, a la postre, no son antagónicas con las del neoliberalismo.

El socialismo francés ha dejado así de ser la excepción europea, el camino alternativo al planteamiento asumido por la mayoría de los partidos socialdemócratas europeos que, con mayor o menor entusiasmo, han venido asumiendo, antes o después, que el que manda en la política es el mercado.