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Lo que leía al irse Juan

Juan Navarro

José Daniel Espejo

Murcia —

Estos días nos ha dejado, antes de tiempo, un gran tipo que conocía. Juan Navarro, Ión Negativo, dibujante e ilustrador. Sólido, honesto y meticuloso en su trabajo, Juan era una de esas personas que le entregan su vida a la cultura sin pretender trepar por ella. No estaba solo. En una ciudad en que “artista” es un insulto, tenía muchos amigos que aún siguen llorándole. Artistas como él, que dignifican y embellecen sin aspavientos el espacio que habitan. Cómo no acordarnos también de Paco Miranda, nuestro detective salvaje, cuando ocurren estas cosas. Murcia -más bien Pantanosa- puede ser perfecta para la deriva vital, si tus compromisos son éstos.

Hay algo en estos desastres, en esta suma fatal de factores que pulsa una tecla en mí y me deja solo. Yo también habito este borde, yo también bajo a este pozo. Tampoco obtengo más que dos dedos de agua turbia, pero permanezco. De Juan lo que más me gusta son sus ilustraciones para “El lobo de Periago. Historias de la Murcia rural”, de Manuel Moyano. Los tonos arenosos y los trazos finos como pelos eran los propios de todo lo que ocurre entre este mundo y el otro. El libro lo tuve un tiempo -poco- en la librería, me gustaba hojearlo de pasada. Ojalá con Juan hubiese hablado más de todo esto.

Me acompañan en este otoño tan cálido dos libros. Hacía tiempo que no probaba eso de leer dos novelas al mismo tiempo: Quédate este día y esta noche conmigo, de Belén Gopegui, y Dos mil noventa y seis, de Ginés Sánchez, sin ningún orden en particular. No pueden ser en principio más diferentes. La primera, de una madrileña marxista; la segunda, de un murciano viajero. Una, novela de ideas. La otra, distopía (más bien predictopía) futurista. Y sin embargo.

En Quédate este día, Gopegui interpela a Google, el oráculo ubicuo. Sus personajes, dos balas perdidas del campo de la inteligencia artificial, le piden trabajo, y en la solicitud cuestionan al gigante tecnológico hasta las tuercas, cable a cable. Sobre todo exploran los efectos de la tecnocracia en el mundo del trabajo, la sociedad y la ética humanas, la mercantilización de todo conocimiento, la extensión de lo productivo a la totalidad de la vida bajo el capitalismo tardío. Olga y Mateo hablan, también, de cuidados, de enfermedad, de miedo (a mostrar la necesidad de los primeros, la presencia de la segunda). De privilegios, de obediencia, de moral, de resistencia y -ay- de soledad. En cierto sentido, Quédate este día se parece a una distopía escrita hace veinte años (Google se fundó en el 98), sobre la sociedad de la información actual. Con sus personajes al filo de la navaja, con su desesperanza, con la certeza de la omnipotencia del contrario, Gopegui registra un proceso de esclerosis en la sociedad occidental, la desecación monopolística de gran parte de nuestra riqueza cultural. Por qué no: la desertificación -oasis incluido, para el 1%- de la vida humana.

En Dos mil noventa y seis el desierto, explícito, ha llegado ya. Como en la máxima nietzscheana, “El calor es enemigo de la civilización”, la sociedad se ha disuelto ante el calentamiento global y la escasez de agua. Ya desde el arranque (en 2056) aparecen descarnados los tres elementos de que hablaban Olga y Mateo: la imposibilidad de dar cuidado a niños y mayores, el miedo a enfermar y ser apartado del grupo y, como consecuencia, la necesidad de ocultar los síntomas en un entorno abiertamente hostil.

Si el lenguaje en Quédate este día es refinado y preciso, pero crepuscular, como corresponde a un contexto de decadencia de las Humanidades, el de Dos mil noventa y seis está brutalizado, reducido a la expresión de la supervivencia y la crueldad. El trabajo de Ginés en este sentido es increíble y casi podemos imaginarlo redactando con mazo y escoplo infinitivos sustantivados como resoplares. Últimamente se publican muchas obras distópicas, una ola que -creo- comenzó por el cómic pero ha alcanzado el cine, la televisión y la literatura, pero muy pocas que incorporen el crack en sus propias herramientas expresivas, y con ésta Ginés se aúpa a un podio que, para mí, solo comparte con el Rafael Pinedo de la trilogía Plop, Frío y Subte.

POR QUÉ LA DISTOPÍA

Un género solo se populariza de verdad (hay bastantes experimentos fallidos de promoción estatal de tal o cual género propagandístico-patriótico) si toca resortes colectivos, ríos emocionales subterráneos que recorren de parte a parte una sociedad. La literatura gótica (género también denominado, tal vez con más propiedad, terror romántico) conquista en pocos años una Inglaterra que experimentaba cambios sociales de una envergadura nunca vista. La vía de la industrialización, la inmigración interior masiva hacia los núcleos fabriles y los cambios radicales en la organización del trabajo, la familia y la vivienda dejaba mucho margen al murmullo de lo ancestral, lo pasado, lo fantasmático. Hay más ejemplos. Se suele señalar que el cine de zombies conecta con el miedo de occidente a los inmigrantes del mundo postcolonial (no os perdáis esta maravilla, Guerra Mundial Zeuta, del amigo Diego Sánchez Aguilar). La fascinación del éxito noventero La casa de hojas, al margen de su complejo aparataje postmoderno, puede que consista precisamente en la experiencia subconsciente de una profundidad, elidida en una cultura superficial y movediza que la novela parodia y explota al mismo tiempo, extendiendo capa sobre capa de ironía sobre dos elementos inaccesibles: la muerte de la niña Delial en Sudán del Sur y la casa que abre pasillos, escaleras y salones en una dimensión sobrenatural.

Tiene pues todo el sentido del mundo que nuestro zeitgeist adore las distopías. Es difícil encontrar un habitante del planeta que no se sienta al borde del colapso civilizatorio y medioambiental. La ausencia de un plan de choque articulado (opuesto al capitalismo extractivo en vigor) produce fantasmas, y las psicofonías suelen constituir buena literatura: desde la de Margaret Atwood hasta la de Jesús Carrasco, pasando por la P.D. James de Hijos de los hombres, el McCarthy de La carretera o la Fallarás de Últimos días en el Puesto del Este (y no os olvidéis -por favor- de Pinedo). Son las ficciones de la cuesta abajo, aquellas que nos fascinan como los faros del camión que nos enfila. Pueden sin embargo explicarnos algo de nosotros mismos. A mí me sugieren, ya que acaba de celebrarse el centenario de la Revolución Rusa, la ausencia de un “Что делать?”, de un “¿Qué hacer?”, en los términos en que lo planteó Lenin, y que nos deja ensoñando la forma concreta del final. Según Byung-Chul Han el neoliberalismo ha hecho de cada uno de nosotros nuestro propio explotador y nuestro propio explotado. La ocultación de los dolores y el consumo de distopías parecen completar el horario, para la mayoría.

Perdonadme el marxismo explícito. Perdonadme, también, la melancolía. Ya no podré volver a pensar en estas novelas sin pensar al mismo tiempo en el Saíno o la última vez que hablé con él (“Juan, hace un día de fábula”). Va. Rematemos este texto con algún detalle esperanzador, ¿no? Lo tengo. ¿Os acordáis del libro de Moyano ilustrado por Juan? Al final lo vendí. Me lo compró Ginés Sánchez, hará unas cuantas semanas. Las leyendas del último lobo de Moratalla se quedan con el autor de Lobisón, con las ilustraciones de Juan por ahí en medio. Que ésas y otras cosas hermosas nos sujeten el suelo un poco más. Qué prisas vamos a tener, aquí en Murcia, para que llegue el desierto.

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