'Disidencias de género' es un blog coordinado por Lucía Barbudo y Elisa Reche en el que se reivindica la diversidad de puntos de vista feministas y del colectivo LGTBQI.
2020 no ha sido tan malo
—Al final 2020 no ha sido tan malo.
Quien osa decir esto es mujer y es joven. Medida la frase en papeletas, no tiene prácticamente ninguna.
Desde el pasado mayo diversos medios han ido señalando periódicamente quiénes lo están pasando peor en este clima apocalíptico, como en un bingo malo. Según el informe, primero sufrían los jóvenes por no poder salir; luego las mujeres empezaron a angustiarse. De esta forma, intuyo, las mujeres jóvenes sufren y se angustian el doble y a tiempo completo.
El estudio lo redactaron varias universidades en colaboración, entre ellas la Universidad de Murcia (UMU). Entrevistaron a casi 7.000 personas y concluyeron que los síntomas ansiosos y depresivos y el consumo de fármacos y de tabaco conformaban el pack pandemia para las ladies. Al decirlo así, a la ligera, cualquiera podría pensar en una drama queen desmayándose frente al hombre férreo que apura un sorbo de whisky y se arremanga la blazer. Pero no, la histeria y su diagnóstico ambiguo quedó felizmente enterrado en el pasado; y de aquellos tiempos nos llevamos el pack crisis del dildo. No hay mal que por bien no venga.
Antes de exponer las causas de estos males endémicos, adelanto que dudo bastante de las generalizaciones sobre la psique —tan particulares las cabezas como los culos, que cada uno tiene el suyo— y más teniendo en cuenta las características atribuibles al yin, por esa característica profusión y expresividad emocional de las mujeres —piénsese en los corrillos de niñas charlando, e insisto en lo feo de generalizar porque perfectamente un niño podría formar parte del corrillo, ojalá corrillos de niños, ojalá todes niñes—. Aun así, no me parece raro que, de preguntar lo mismo a un chico y a una chica:
—¿Qué tal va todo?
Sea más probable que él conteste:
—Ah, bien, ¿por? —encogiéndose de hombros, a pesar de que esté ahogándose en un nudo de corbata.
Y que ella responda:
—Ay, Dios mío, chiquillo, ya que lo preguntas, ven aquí que te cuente, tú lo has querido…
En fin. Sigo: al indagar un poco, se comprenden las causas de estos resultados psicológicos. Por un lado, durante las actuales restricciones y el anterior confinamiento el peso de la casa recayó y recae sobre ellas, atrapadas sin escape en la perenne ilusión de la conciliación real. Por otro lado, los picos de violencia contra la mujer se dispararon: al encerrar al toro, embiste. Además, casi la mitad de las mujeres —42%, que se dice pronto— tienen empleos informales. Para rematar, el 70% de los profesionales de la salud que están en primera línea de batalla desde hace más de medio año son mujeres.
Como puede apreciarse, las papeletas se repartían en otros sectores y para peores premios; y ahí las mujeres las recogíamos casi todas.
¿Por qué dice esta mujer joven, entonces, que el 20-20 no ha sido tan malo, si lo estamos perdiendo todo? —y más los jóvenes, que nunca tuvimos nada—.
Pues yo, que me dedico a preguntar por oficio o por desoficio, he detectado un cambio profundo entre mis contemporáneos sin especial diferencia de sexo. Si bien los hay que se lamentan de la adversidad —y con razón—; la mayoría de gente subraya que no volvería atrás. Concretamente, a su estado emocional y psicológico de principios de marzo de 2020. Ahora se sienten más serenos, más maduros, más agradecidos. Esto que expongo a continuación no es una estadística seria integrada por datos cotejados; aun así me aventuro a detectar las causas de este rayito de esperanza. Por hacer algo, que los de la cultura cada vez estamos más ociosos. Allá voy.
En primer lugar, el futuro para el que nos habían entrenado ha desaparecido. Esfumado. La máxima prioridad ahora es evitar contagiarse para no perjudicar a los cercanos; en especial a los de riesgo. La pirámide de Maslow ha pasado de la cima suprema a la base primitiva: de realizarse como ser humano a sobrevivir como un animal. Y esto, aparte de angustiar, también alivia en cierta medida. Qué descompresión. Hemos apagado la olla que hervía desde tiempos inmemoriales y reposamos un poco, aunque sea en caldo de apatía.
Por otro lado, el panorama legal no deja de cambiar. Pongamos que llegamos al absurdo y la poli hace acto de presencia pilotando la moto y las luces azules ninonino a un metro de presencia de nuestro banco del parque y nos dice, hey, que no se puede estar aquí que son más de las siete y media, y nosotros decimos y qué hacemos, y nos dice pues circulen, y tenemos que caminar por todo Juan Carlos I solo para poder pasar un rato juntos. Y este solo es un ejemplo tonto de cómo articular una vida «normal» en la «nueva normalidad». Pues al final uno se encoge de hombros y a tomar por saco: voy a intentar vivir el hoy, que ya está jodido, para qué voy a planear el mañana. A saber siquiera si lo hay: un mañana. O sea, que la filosofía zen tan ansiada se sirve en bandeja: solo tienes esto, amigo. O lo disfrutas en la ínfima medida de tus posibilidades —que son muchas, ya verás—, o prepárate para sufrir por nada.
En esa reducción de expectativas nos sentimos extrañamente agradecidos. Oye, lo que tengo no está tan mal. No hace falta que conozca gente sin parar; mis amigos ya están bien. Y si tengo trabajo, pues a Dios mil gracias, aunque antes me pareciera un coñazo. Y si además cuento con una pareja, bendito sea el Cielo, que los solteros están a dos velas de afecto y eso es una necesidad básica casi tan acuciante como el comer. Y así. Y somos conscientes de que no habríamos experimentado esta madurez acelerada, esta reevaluación de la jerarquía de prioridades, necesidades y empatías de no ser por la pandemia. Y —con mucha cautela— también agradecemos la adversidad.
Ergo, brota una felicidad muy sencilla y difusa que no se debe a nada en particular y resiste a toda circunstancia, que obviamente permanece en contra.
Empezamos a entender de qué va esto de la vida. Que no se nos debe nada, al contrario. Que hasta hace poco hemos gozado de muchísimos privilegios que nos pasaban desapercibidos, incluso los que menos, y que en ningún caso se nos garantiza mantenerlos. En lugar de pensar en lo que merecemos; pensamos en lo que podemos aportar en el entorno inmediato. Porque la salud no solo va de COVID. Aquí hallo la brecha entre los que solo sufren y los que consiguen ser felices —más que antes—: los que siguen esperando que la vieja normalidad reaparezca por Navidad, maleta en mano para quedarse; y los que se adaptan a este clima bizarro y extraen lo mejor que pueda ofrecerles. No sin acusar el tremendo dolor, sino intentando humildemente crecer por encima de él.
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