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'Leer el presente' es un espacio que dedicamos a libros desde eldiario.es/murcia. Del mundo a la página y viceversa. Coordina José Daniel Espejo.

'El arte de mantenerse a flote': ironías desde el apocapitalismo

El autor Eric Luna

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Mantenerse a flote es algo agónico, que obliga a dar cada brazada con la incertidumbre de si se podrá continuar por mucho tiempo sin hundirse o dejarse arrastrar por agotamiento. Sin embargo, la crisis permanente en que la que llevamos casi quince años ha obligado a las generaciones recientes a aprender a sobrevivir con el agua al cuello. Y a desarrollar estrategias de defensa para transformar la melancolía o la rabia mediante la inteligencia y un humor que -por momentos- pasa de la ironía a la sátira o el sarcasmo. De esto van las historias de Eric Luna que recopila Boria en una buena edición que me ha gustado mucho leer.

Las crisis no ocurren porque sí, y se convierten en normalidad porque hemos dejado que se imponga absolutamente una racionalidad neoliberal extrema que cosifica a las personas, convirtiéndolas en piezas insignificantes y sin derechos de las que se espera que estén a disposición mientras generan capital. En este marco, mantenerse a flote es lo que hacen a diario millones de personas, que integran lo que desde Guy Standing se llama precariado, y que tienen que dedicar una gran parte de su energía a salir adelante cada momento sin más proyección.

La condición precaria atraviesa cada vez a más personas en diverso grado, para las cuales las crisis no son ya algo episódico sino estructural y permanente. En efecto, el caleidoscopio del precariado abarca en mayor o menor medida a manteros, a lateros, inmigrantes sin papeles, empleadas del hogar sin contrato, riders y kellies, trabajadores del campo y recolectores de frutas y hortalizas en condiciones penosas, vendedores ambulantes, empleadas ocasionales de tiendas de moda, cajeras y reponedores de supermercado con sueldos ínfimos, falsos autónomos, trabajadores a disposición de empresas de empleo temporal para contrataciones por horas, jóvenes estudiantes en desempleo…

Y, junto a ellos, también va entrando en el precariado la “clase media creativa”: quienes se han preparado para ser profesionales de la cultura, la comunicación o la creación y que según parece deben ser recursos humanos escasamente generadores de capital en el modelo económico preponderante. Tienen capital social y contactos, estudios de master, se defienden con los idiomas, cuentan con redes familiares de apoyo y colegas con los que relacionarse -lo que va ayudándoles a subsistir- pero en el mercado laboral desregulado, competitivo y casi caníbal no lo tienen fácil. Quienes trabajan contando cuentos, hacen poesía o narrativa, imparten talleres de escritura, son miembros de compañías de teatro locales o se han preparado para la gestión cultural en el mundo del arte, las bibliotecas o los museos tienen bastantes posibilidades de sumarse a las filas de ese precariado transversal que se extiende cada vez más a capas sociales. Creyeron que sus estudios humanísticos podrían ser una escalera social y una forma de ganarse la vida a través de la gestión, la práctica o la promoción de la cultura, pero -salvo que hayan tenido el tiempo y la capacidad de sometimiento a la que obliga aprobar una oposición- puede que estén chapoteando mientras perseveran en sus deseos.

En esas se encuentran, con la cabeza alta, los protagonistas de los relatos de Eric, que parecen estar escritos en buena parte desde la autoficción. Nos cuentan ejercicios de paciencia infinita como camareros frente a bebedores solitarios o en manada, entrevistas de trabajo con dueños de bar o directoras de biblioteca, intentos de hacer las américas, y una serie de brillantes y siniestras -por lo creíbles- escenas apocapitalistas. Porque si el presente es como se refleja en el documental Flores en la basura (José A. Romero, 2021), el futuro post Industria 4.0 que aventura Eric Luna es una distopía en la que se controla, se niega, se anula, se aparta o se destruye a los individuos bajo el primado de la maximización del beneficio. Un futuro que no parece dejar espacio a las propuestas humanistas: deslaboralizar la vida, trabajar menos ya que las máquinas pueden hacerlo más, permitirnos algo de pereza o juego, y romper con el ritmo de actividad productiva compulsiva en que estamos inmersos, que nos reduce a productores o consumidores.

Provengo de una generación que sí tuvo la suerte de vivir enseñando, creando o promoviendo cultura, y eso me ha dado el privilegio de ser profesor de muchos y muchas jóvenes con un enorme potencial, que han ido pudiendo materializar de muy diversas formas. Y en estos últimos años están intentando hacerlo por encima de circunstancias como las esbozadas. Integrando sus saberes con la sátira y el descreimiento necesarios para recordar que sí, que el sistema los exprime, pero que lo saben y que pueden expresarlo, gritar quienes son y si hace falta componer exabruptos magistrales que van mucho más allá del desahogo. Por eso, estoy muy orgulloso de haber leído, disfrutado y podido reseñar este El arte de mantenerse a flote, al que llegué sin saber que había sido escrito por alguien al que di clase de Biblioteconomía hace unos cuantos años.

Me produce cierta sensación de frustración o culpa -individual y colectiva- el que para muchos de mis estudiantes graduarse en Biblioteconomía y Documentación u otras carreras humanísticas no haya sido una oportunidad de hacer realidad su vocación profesional de ejercer como bibliotecarios, que no es sino contribuir a la educación, al aprendizaje, al uso crítico de la información y a la inclusión cultural. Al elegir estas carreras quizás estaban ya haciendo una apuesta arriesgada, manifestaban cierto espíritu de rebeldía que para mí tiene muchísimo valor: el de pensar en compartir los bienes comunes y facilitar el derecho a saber y entender que tienen de todas las personas. Creo que como sociedad debemos comprometernos en revertir el hecho de que sea tan difícil vivir de las prácticas culturales y artísticas. Se lo debemos a tantos jóvenes valientes y capaces.

Hace poco escuchaba el podcast ¡Precarios del mundo, unios! (del proyecto Poesía o barbarie), en el que se recordaba la protesta formulada por Remedios Zafra en su libro El entusiamo: nos hemos acostumbrado a que la pasión creativa se remunere solo con palmaditas y likes. Leer el libro de Eric Luna me ha hecho presente de nuevo que tenemos que rechazar que la mayoría de los trabajos culturales no se paguen, salvo en forma de supuesto prestigio o reconocimiento. Necesitamos una economía que incorpore y valore los cuidados, la cultura o un tiempo de ocio en el que tenga cabida la inspiración creadora. Que haya oportunidades de vivir de la creación, sin que sea un privilegio o una rareza que los jóvenes tengan su voz y ésta se escuche.

Mientras seguimos luchando por ello, por ahora me gustaría mostrar mi admiración por proyectos editoriales como el de Boria, que precisamente encuentran su sentido en publicar “nuevas voces siempre dispuestas a remover los cimientos de lo establecido y asentado” para “dar esa vuelta de tuerca que avive la llama del continuo debate que debe ser la cultura”. Y más cuando, viendo los últimos títulos publicados, me encuentro a otro brillante poeta al que tuve como estudiante en mi Facultad: Christian Nieto, cuya obra Apuntes para un futuro caos puede englobarse como la de Eric en ese ámbito de “literatura marginal, arriesgada, desbordada o contenida, sin censura ni etiquetas. Letras al borde del precipicio. Palabras que a veces susurran y a veces cortan, para lectores que a veces levitan y a veces sangran”. Leer a Eric Luna es una forma de, paladeando su ácida mirada, revertir ese sistema que precariza y empobrece a la mayoría.

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