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Alaskiana (de osos y de humanos)
“Alaska, la última frontera”, reza el eslogan de este Estado, y con ese espíritu, de frontera y de respuesta violenta a la violencia de la naturaleza, siguen contemplando estas gentes al país que los acoge, que es verdad que se me antoja excesivo.
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“Este es un país que no es para todos…”, me dicen cuando abro la boca una y otra vez admirándome ante los paisajes que llenan mis ojos y mi alma, que en verdad me resultan de una belleza excepcional. Y para que yo mismo modere mi asombro, me hablan, sobre todo, del largo y oscuro invierno, de sus temperaturas demoledoras, de la noche persistente, de la agresividad de la fauna salvaje, de los mosquitos implacables.... Quieren desencantarme del pasmo con que vivo estos paisajes, hasta ahora desconocidos, o de la magia extraña de la noche inasible y falsa de junio; o al menos reconducirme hacia emociones más aquilatadas…
Alaska es una tierra inmensa, que Estados Unidos adquirió a Rusia en 1867 por 7,2 millones de dólares, cuya superficie es de más de tres veces la Península Ibérica, con apenas 700.000 habitantes, que disminuyen en los últimos años por la dureza de sus condiciones de vida; pese a los numerosos e importantes incentivos, económicos sobre todo, con que el propio Estado y el Estado federal vierten sobre la población y el país. Casi la mitad meridional es un bosque (la taiga, en terminología siberiana) casi ininterrumpido de piceas, abedules y álamos, con cordilleras imponentes (de las que sobresale el macizo inmenso del Denali/McKinley, segunda cumbre de las Américas, con 6.190 m) cuajadas de glaciares de belleza majestuosa y personalidad diferenciada, que en ocasiones se desbordan en el mar. La otra mitad, o más (quizás desde el paralelo 60) es una estepa (la tundra) de matorral decreciente en latitud y que permanece helada casi todo el año. Aunque el suelo alaskeño está generalmente afectado por el permafrost, que al deshelarse produce la permanente ondulación de las carreteras, que han de ser reparadas continuamente.
Y pese a que cuando inquiero por la vida social crítica del país se me contesta que “no hay nada de qué protestar”, no me resulta difícil descubrir la paranoia, fielmente a la americana, que vive esta población. Que es lo que me encontré cuando la noche anterior a la primera salida mis amigos pretendieron que yo aprendiera el manejo de cuatro armas distintas ante la inminencia de nuestros encuentros con osos y alces (como así fue, en efecto, pero sin que nos viésemos en ningún apuro). No pudo conmigo la alarma ni el impulso violento de supervivencia que pretendían insuflarme unos ciudadanos acomodados y americanizados, pese a latinos de origen, que dejaban traslucir la violencia y lucha de los pioneros contra un ambiente hostil por colonizar. “Alaska, la última frontera”, reza el eslogan de este Estado, y con ese espíritu, de frontera y de respuesta violenta a la violencia de la naturaleza, siguen contemplando estas gentes al país que los acoge, que es verdad que se me antoja excesivo. Curioso resulta también cuando justifican su pertinaz afición a la caza en un ideal de supervivencia, difícil de creer. Desde luego, los alaskeños pueden cazar un caribú al año y pescar, de hecho, cuantos salmones quieran, siendo esto último una pasión absolutamente extendida. La muerte de un oso, negro o pardo (grizzly), así como de un alce, conlleva muy reglamentarias explicaciones y un ritual riguroso.
Violencia “genética”, digamos, e hipocresía generalizada en una sociedad altamente reglamentada a despecho de la libertad que se airea, que no resiste un análisis en profundidad. Reglamentación escrita y, peor todavía, tácita, lo que encajaríamos en el tópico de lo “políticamente correcto”. Y así, quien me recrimina -aun con elegancia- que beba cerveza durante la comida en presencia de su hijo adolescente, ha ido enseñando a este a manejar las armas de su propiedad (tres fusiles, un revólver del 44 y una pistola del 22) desde que pudo sostenerlas en sus manos hasta el momento actual en que, con 14 años, dispara con muy alta precisión (mejorando al propio padre, lo que reconoce este con orgullo).
Total, y a juzgar por lo que veo y escucho, ni la agresividad que aquí muestra el cambio climático -glaciares en retirada, veloz emigración vegetal y animal, permafrost en desaparición…- ni las pulsiones violentas turban la aparente placidez de este Estado, quizás el de mayor nivel de vida del conjunto estadounidense. El caso es que Alaska es una América algo particular, quizás más conservadora y puritana (y donde, por supuesto, la palabra más empleada, hasta el aburrimiento, es dólar).
¿Y qué hay de los nativos, esos pueblos que pasaron el estrecho de Bering hace unos 10.000 años para quedarse, de rasgos siberianos y que suponen un 15 por 100 de la población total? Mis interlocutores quisieran decirme que también estos viven en el mejor de los mundos posibles, sobre todo desde que la Native Claims Settlement Act de 1971 (obsérvese su título: “ley de ajuste de las reclamaciones de los nativos”, o así) les reconociera territorios, derechos y otras deudas pendientes. Pero yo -que me encuentro con una minoría indígena más numerosa de lo que imaginaba- he visto que los que se arrastran dando tumbos y asaltan a los turistas en Anchorage (capital económica y ciudad principal) son siempre nativos; y me intereso por mi cuenta por sus penas, que encuentro similares a las de todas las minorías amerindias. Así, sometidos y engañados, se les quiso contentar, tras despojarlos por la ley citada, de lo que el Estado norteamericano más ambicionaba que era el petróleo de Prudhoe Bay y del área ártica del mar de Beaufort: sin ir más lejos, la llamada “Reserva nacional de protección petrolera”, de casi 10 millones de hectáreas.
También me entero de que estos nativos, organizados en “corporaciones” de gestión autónoma, están tomando la iniciativa, con el amplio margen de maniobra que les dan los caudales que reciben como compensación (aparente) a cuanto les despojaron, y alguien me cuenta que ya han emprendido la tarea de montar sus propios museos, hartos de que los actuales les secuestren su historia consolidando el relato de los invasores y saqueadores, que siempre muestran a exploradores heroicos y esforzados y a nativos folklóricos y sonrientes. Ese triste desfile de drogados y pedigüeños por las calles de Anchorage viene a reflejar el éxito del blanco alóctono sobre el nativo, o “pueblo originario”, al que se cree haber hecho justicia con las migajas marginales y sobrantes de una explotación a fondo de sus recursos.
Ya lo suponía, pero mis deseos de volar -el cielo alaskeño es una alegre romería de avionetas ruidosas y flexibles, dotadas de flotadores o esquíes ya que son el mar, los lagos y los glaciares los espacios sobre los que han de posarse, ante la inseguridad de la tierra firme- hacia el desolado, a la par que atrayente Norte, quedaron en nada, ya que se me advirtió que los nativos son altamente susceptibles a las incursiones de gente ajena, y ejercen sobre su territorio un control muy riguroso, de casi absoluto bloqueo. Me dije que ya veremos, y que a otro viaje será. No renuncio a volar a Nome y de ahí al mero estrecho de Bering, frente a la costa asiática. Descubro en el maravilloso mapa con que me ayudo que no es Saint Lawrence la isla que me interesa para esta singladura de tan ignota geografía, sino la mínima Little Diomedes, estadounidense, junto a la Big Diomedes, rusa, entre las que se parte el mundo. Y me hago la ilusión de contemplar lo que más desearía en estos días y en este remoto planetoide helado: los vigilantes de ambos países, ajenos a las turbulencias ucranianas, en fraternal disfrute de su particular y escondida pipa de la paz, con el reglamentario e insustituible intercambio de whisky y vodka a la salud de un mundo que se esfuma, desintegra y desaparece, empeñado con fruición en caminar hacia el desastre.
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