Durante los últimos años, la cartera que más ha cambiado de manos, dentro del Gobierno regional, ha sido Cultura. Ninguno de los consejeros que han estado a su frente han durado lo suficiente como para imprimir un rumbo específico y diferencia la un departamento que, para desgracia los ciudadanos de esta Región, se ha utilizado con frecuencia como moneda de cambio en mercadeos de votos no demasiado limpios. A esto hay que añadir otros dos factores que han determinado la gestión cultural autonómica en los últimos tiempos: de un lado, el escaso presupuesto destinado a ella, que ha obligado a practicar políticas de supervivencia y de evitación del cierre de los centros; de otro, la falta de personalidad y de arrojo de los diferentes cargos nombrados, los cuales han preferido mantener un perfil bajo y no armar ruido antes que activar proyectos y programaciones de calado. Se podrá aducir que del primer supuesto –la ausencia de presupuestos dignos- se deriva el segundo –una gestión aspirante a pasar desapercibida-. Pero, en realidad, el orden de los factores se podría perfectamente invertir, y llegar a la conclusión de que, en un contexto de falta de ambición, es difícil exigir un mayor compromiso presupuestario.
Cultura –como sucede con el resto de políticas de la CARM-, se ha convertido en un territorio conservador, en el que se ha buscado el silencio más que el consenso. Año tras año, se ha ido perdiendo capacidad innovadora hasta el punto de que el lugar ocupado por la Región de Murcia en el informe anual elaborado por la Fundación Contemporánea sea el último entre las comunidades autónomas españolas –solo por delante de Ceuta y Melilla-. Buques insignia de la cultura regional como el Centro Párraga, el Cendeac o la misma Sala Verónicas viven en una constante y prolongada decadencia, en lo que supone una gestión de la agonía con tintes fatalistas. La polémica –que es el ingrediente no perseguido de cualquier política cultural cuyo objetivo es tomarle el pulso a la actualidad- destaca por su ausencia. Poco a poco, han desaparecido de las programaciones la reflexión sobre todos aquellos asuntos que son cruciales en las creaciones artísticas contemporáneas: el cambio climático, el feminismo, el decolonialismo, las políticas de género. Parece como si, detrás de la inacción reinante, estuviera la voluntad de generar un marco de neutralidad en el que solo se apostará por los productos sin aristas, vaciados de aquello que Rancière denominaba lo político.
Quizás, los nuevos tiempos políticos en los que el PP necesita del apoyo de la ultraderecha para gobernar en comunidades autónomas y ayuntamientos conlleve una depuración consciente de los temas que para Vox resultan tabú. Nunca se reconocerá este extremo, porque –como dicta el nuevo mantra de López Miras y su constelación de voceros-, el actual es un gobierno “centrista y moderado”. Pero la realidad es la realidad, y aquí solo se analizan hechos, ausencias y cordones sanitarios. El nombramiento de la nueva consejera de Cultura, Carmen Conesa, abre un nuevo margen de expectativas que no queremos ni vamos a negar. Ante sí, tiene el gran reto de acabar con la inercia de los últimos años y diseñar un proyecto que la identifique como gestora y nos singularice como Región. Con toda posibilidad, será ninguneada en la elaboración de presupuestos y no podrá realizar grandes alardes. Pero lo poco también se puede orientar y priorizar. Esperemos que no actúe como comisaria política –encargada de guardar las esencias de la nueva moralidad- y se entregue a una gestión valiente y capaz de suscitar el debate. Del otro lado, es de esperar que el otrora beligerante tejido cultural regional rompa su silencio cómplice y se muestre mínimamente escrutador con respecto a la labor de aliño de muchos de los centros. Aunque a propósito de este último punto no albergo muchas esperanzas: si se tragó sin rechistar el sable de una consejera de cultura de ultraderecha, difícil es que reaccione ahora.
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