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Bailando con trapos

Las banderas son como trapos. De hecho, lo son. A muchos les gusta bailar con ellas. Por mucho que se les atribuya valores simbólicos e históricos. Todas los tienen. Por eso es mejor no intentar alterar o tergiversar esos significados. Sobre todo si son históricos. Porque, entonces, la realidad que se pretende inculcar parece más una ficción artificiosa, o un cuento de hadas. Falso, como todos.

Está muy bien, por tanto, recordar como argumento que fue Isabel II de España la que implantó la bicolor como símbolo representativo de una nación. Pero viene al caso recordar que aquel reinado no fue precisamente uno de progreso y bienestar para todos, sino que más bien en él imperó la corrupción, además de la corona y su círculo de allegados.

En décadas posteriores siguió la insalubridad de la vida pública española, siempre con el mismo pabellón bicolor, incluso durante la efímera I República. ¿A cuento de qué vino a nacer al aproximarse el cambio de siglo la Generación del 98?

Entonces, como en décadas posteriores, el trapo bicolor fue lo que fue y lo que es ahora: la enseña de uno o varios regímenes que siempre vivieron de espaldas a los ciudadanos, como se dice ahora, o al pueblo, como se llamaba entonces.

Así que venir a reivindicar esos colores con el cuento de que Santiago Carrillo y la cúpula del PCE cometió un error histórico de espaldas también a sus propias bases no viene a ser sino un despropósito similar al de aquellos trasvasistas acérrimos que, en plena vorágine del Agua para Todos, defendían la eternidad sacrosanta del Tajo Segura utilizando a conveniencia palabras del socialista Indalecio Prieto.

Equiparar, por otro lado, el símbolo bicolor de nuestros pecados con el de las barras y estrellas resulta igualmente falaz, por cuanto el trapo gringo fue internamente el enganche de progreso y libertad igualitaria frente a aquel otro aspado de los del Sur que entonces y aún hoy agrupa a esclavistas, supremacistas, parafascistas de distinto pelaje y hasta a los encapuchados xenófobos de las tres kas.

Otro asunto es en lo que haya devenido ese significante en el mundo mundial desde aquella II Guerra, pero su lectura en origen poco tiene que ver con la actual. A diferencia del nuestro que nos ocupa. Gracias a los cuarenta años de oprobiosa, el bicolor agrandó y fijó para siempre su carácter histórico de santo y seña de un sistema opresor.

Que algunos, o incluso muchos, se deshonraran políticamente y se deshonren a sí mismos aceptándolo fue no sólo el principio de su ruina final, sino que también es lisa y llanamente irrelevante a efectos históricos y de realidad de los símbolos, que, como todo el mundo sabe, están llenos de significado.

Por mucho que el consenso se haya convertido en el mantra dogmático del sistema imperfecto y, por tanto, perfeccionable de que supuestamente disfrutamos, las cosas fueron como fueron y aún siguen siendo como son. Quienes así lo quieran son muy libres de comulgar con ruedas de molino mastodónticas. Y de bailar con el trapo que quieran. Pero, a mí por lo menos, que no me vendan motos. Hace tiempo que prefiero la bicicleta. Vale.

Las banderas son como trapos. De hecho, lo son. A muchos les gusta bailar con ellas. Por mucho que se les atribuya valores simbólicos e históricos. Todas los tienen. Por eso es mejor no intentar alterar o tergiversar esos significados. Sobre todo si son históricos. Porque, entonces, la realidad que se pretende inculcar parece más una ficción artificiosa, o un cuento de hadas. Falso, como todos.

Está muy bien, por tanto, recordar como argumento que fue Isabel II de España la que implantó la bicolor como símbolo representativo de una nación. Pero viene al caso recordar que aquel reinado no fue precisamente uno de progreso y bienestar para todos, sino que más bien en él imperó la corrupción, además de la corona y su círculo de allegados.