Marruecos parece dispuesto a que el actual presidente de la que algunos aún se empeñan en llamar “autoproclamada” República Árabe Saharaui Democrática (RASD), Brahim Gali, pase a la historia como víctima de la insensibilidad antihumanitaria y, paralelamente, de la manipulación de la pobreza como arma arrojadiza.
El monarca actual, Mohammed VI, autoproclamado “sobrino” de nuestro innombrable emérito, ha heredado, corregido y aumentado todos los vicios y trapacerías de su egregio progenitor, Hassan II, aunque no su habilidad para navegar en las turbulentas aguas de la política internacional con movimientos oportunistas y actitudes chantajistas.
No le hace falta. Para guiarle tiene a su entorno, el ancestral Majzén, digno sucesor cortesano-político del que rodeaba a su padre y émulo aventajado, a juzgar por los resultados recientemente obtenidos: reconocimiento de la “marroquinidad” del Sahara Occidental por la administración estadounidense de presidente Donald Trump justo antes de abandonar la Casa Blanca.
Víctima propiciatoria de todo ello es ahora Brahim Gali, hospitalizado por COVID-19 en Logroño y diana internacional del Majzén y de algunos tribunales españoles dispuestos a consumar en la medida de lo posible la gran traición al pueblo saharaui ejecutada en 1975 y personificada en la visita del entonces aún heredero del agonizante Franco, príncipe Juan Carlos, para proclamar falazmente la “españolidad” del Sahara.
Conocí a Gali en la última gran batalla de la guerra saharaui-marroquí, en octubre de 1981, en Guelta Zemur. Era el ministro de Defensa de la RASD. Un militar enhiesto y duro, director sobre el terreno del ejército, o guerrilla, saharaui, que se avino a saludar al puñado de periodistas desplazados desde Argel para presenciar el resultado del enfrentamiento.
Años después, a principios de este siglo, lo volví a ver en Molina de Segura. Era el embajador de la RASD en España, después de que, agotada por aburrimiento la etapa de hostilidades abiertas, saharauis y marroquíes llevaran ya entonces largos años jugando una partida de ajedrez internacional para que se celebrara o se impidiera el referéndum de autodeterminación de la población del antiguo territorio español. A los jóvenes españoles de esa época ya les sonaba a chino lo del Sáhara Occidental.
Había llegado Gali al sureste español para espolear las acciones solidarias, ya asentadas, con su pueblo y tenía muchas cosas que contar. Como fiel reflejo de la actitud del establishment estatal español hacia la población y los problemas de la antigua “provincia 53”, mi jefe de entonces me concedió graciosamente una escasa columna para lo que Gali tuviera que decir: “Eso no interesa”.
Esa ha sido, por norma, la actitud general y continuada de las clases dirigentes españolas y gran parte de la sociedad civil hacia los saharauis: traición, primero, y, luego, olvido. No hay peor desprecio que el no aprecio, es el dicho que los ciudadanos de la RASD sufren por activa y por pasiva desde hace cincuenta largos años. La cobarde e injustificable política de todos, absolutamente todos, los gobiernos españoles desde 1975 ha puesto en manos del Majzén la capacidad decisoria sobre lo que se cuece en el Magreb, por mucho que Argelia haya presionado suficientemente con el suministro de gas natural como arma compensatoria.
Así, por una vez que una ministra de Exteriores ha intentado un gesto humanitario y amistoso hacia el responsable máximo de una antigua colonia ––recordemos cuántas ha tenido Francia, por ejemplo, hacia personajes dignos del patíbulo más que de otra cosa––, el hijo de Hassan II y su Majzén han reaccionado con una medida agresiva sin precedentes, al margen de que habría mucho que discutir sobre la españolidad de las dos plazas en el norte de África.
Lo peor es, además, que la satrapía alauí no ha dudado en usar como carne de cañón ad hoc a su propia población y a cuantos pasaban por allí ––léase migrantes subsaharianos––, enviándolos directamente sin cortapisas ni obstáculos a un suplicio medieval como colofón a la propia incapacidad de la monarquía autoritaria marroquí a satisfacer mínimamente las necesidades de sus súbditos, que no ciudadanos.
Entretanto, el ocupante del trono, ese Mohammed VI que pasa las dos terceras partes de su tiempo de juerga en el extranjero, disfruta no solo de su posición de privilegio sino también de decenas de palacios y propiedades industriales y societarias sin cuento dignos del mejor de los sueños húmedos del rey Midas. También goza de la amistad “familiar” de la dinastía Borbón española y de la aquiescencia del centroderecha francés.
Consecuentemente, mientras Mohammed VI se divierte, el Majzén gobierna y conspira internacionalmente chantajeando a desavisados… y a algunos que no lo son tanto. Al tiempo la justicia española encausa a Brahim Gali, nuevo chivo expiatorio de los tejemanejes para salvar la cara del régimen marroquí, que nos dejan como recuelo de la “invasión” de Ceuta a cientos de nuevos “menas” para que lidiemos con ellos. Penúltimo episodio de una vergonzosa cadena de traiciones del Reino de España que nunca serán juzgadas. Ni siquiera por la Historia. Vale.
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