Siguen pudiéndome las dudas por introducirme en ese jardín de los precedentes ideológicos del ecologismo, y no me siento muy seguro cuando he de espulgar, en la historia de las ideas y los movimientos culturales, esos fundamentos y precedentes teóricos, tal y como los vemos enunciados y practicados desde los años 1960, y que creo que hay que relacionarlos, ante todo, con el epicureísmo y el romanticismo. Así que, cuando la ocasión se presenta y hay que bucear en lo más hondo, afirmo que al ecologismo hay que “engancharlo” -en primer lugar y con las reservas debidas- con el epicureísmo que arranca en el siglo IV a. C.
Del epicureísmo como “fuente de ecologismo”, pues, anotaré aquello que, para mí, se inicia con un materialismo básico, que recoge la tradición atomista de Demócrito (considerado maestro de Epicuro), por su extraordinaria concepción de la naturaleza como la agregación de átomos, es decir, de partículas pequeñísimas que diferían entre sí en tamaño, forma y posición en el vacío en el que se mueven, pero que eran indestructibles e indivisibles (las teorías atómicas, incluyendo la de Bohr, del siglo XIX, tuvieron que rendirse ante la intuición democriteana y de esos atomistas).
Esto por lo que se refiere a la física epicúrea que, trasladada a su psicología, nos lleva a un naturalismo consecuente y rotundo -segunda nota a destacar-, con el rechazo de la inmortalidad del alma, ya que esta ha de ser material (o sea, biológica), finita y caduca (como todo lo demás).
Novedad importante de los epicúreos fue su teología de la indiferencia: si los dioses, en realidad, no se preocupan de los humanos, tampoco nosotros debemos preocuparnos por ellos, así que pueden seguir su conspicua, y no siempre ejemplar, vida en el Olimpo. Eludieron así, con elegancia y prudencia, toda declaración de ateísmo y, en consecuencia, la posible acusación de impiedad (que fulminó a Sócrates).
Especialmente querida -y fervientemente seguida- de los ecologistas es la convicción de que el conocimiento (la ciencia, el saber) presenta una unidad incontrovertible, además de necesaria y fecunda. Así que se trata de una epistemología que unifica y aporta coherencia; y que en el combate ecologista, urgido de conocimientos tanto en volumen como, más todavía, de orden y sistemática en su adquisición y asimilación, supone el horror a la especialización y a todo sistema que la pretenda como aproximación a la vida ordinaria (profesional, activa…), así como contradictoria con toda sabiduría.
Es la ética epicúrea, con todo (y como quinta seña de identidad), lo más sugerente en relación con el ecologismo, y que puede concentrarse en el eslogan de “Vivir bien”, observando el camino del placer (hedoné), viviendo con intensidad el presente (disfrutando de la amistad, eludiendo la soledad), convencidos de que la filosofía ha de ser capaz de aliviar el sufrimiento humano… Nuestra felicidad, insistían, depende del estudio de la naturaleza, y es nuestra corporeidad, de pura y mera naturaleza, la que ha de regir nuestra vida: “Nunca, nada contra ti mismo”.
A la malintencionada crítica que ha sugerido siempre esa idea del placer (mucho más próxima a la austeridad sensual que a cualquier exceso), y que ha dirigido el cristianismo por el “mal ejemplo” de la mortalidad del alma, ha de añadirse la aparente contradicción de esa ética humanista y naturalista con su vigoroso principio del “Huir de la política”, a la que consideraban un motivo permanente de turbación y desvío de los ideales más prístinos. Sea como sea, los ecologistas no podemos asumir esta propuesta, si entendemos que es la (mala) política la causa directa de la destrucción de la naturaleza y, en consecuencia, una actividad que urge a la intervención.
Y subrayo, como nota final, otro de los más estimables principios epicúreos, “El alma buena tiene por patria el mundo entero”, como percepción generalizada entre los ecologistas, que no pueden entender la esencia del sentimiento nacionalista.
Propondré como lecturas esenciales para reconocer esta base filosófica y estos fundamentos trasladables al ecologismo, las últimas de mi coleto, tanto El epicureísmo (2003), de Emilio Lledó, uno de nuestros últimos “sabios griegos”, como la de Demócrito. La idea del buenánimo (2021), del grandioso filólogo Carlos García Gual. Aparte de Sobre la felicidad (2001), que son riquísimos fragmentos de los escasos textos conservados de Epicuro y que traduce García Gual y prologa Lledó; y siempre, siempre, De rerum natura, de Lucrecio, el más brillante discípulo de Epicuro (aunque posterior en dos siglos y, además, latino). Reconozco, sin embargo, que mi “entrada” en esta aventura filosófica, encauzando intuiciones y ordenando ideas, la debo a la meditativa lectura de Atome et nécessité. Démocrite, Épicure, Lucrèce (2000), que devoré en dos afortunadas estancias en París y Vilaflor (acogido aquí a la hospitalidad de su alcalde, al que apoyé contra la línea eléctrica que bordeaba el Teide por su ladera sur).
0