Estoy en un AVE de madrugada, volviendo de Madrid a Murcia. De madrugada porque soy idiota, y perdí el otro tren, que lo tenía el día anterior. De Madrid a Murcia porque malvivo de escribir, y de vez en cuando tengo que asomarme por la capital del agua del grifo a intentar sacarles unos dineros a los medios importantes (sin muchísimo éxito, he de decir).
Como digo, estoy en un tren de madrugada y no pienso malgastar palabras para describir cómo está el cielo. Madrugas, como he hecho yo, y te embarcas en una cacharra a nosecuantos mil kilómetros por hora para verlo. Mi primer tren a Murcia salió dos días antes desde Chamartín creyendo yo que zarpaba miércoles, y no martes, así que aquí estoy.
Reviso mi correo para ver si me han mandado alguna factura. Nada. Compruebo aquella propuesta que envié el otro día. Nada. Miro mi cuenta del banco. Nada -joder-. El móvil no funciona bien -la pantalla va a su rollo, la cámara tiene como una especie de polvillo en la lente y la batería no me dura un día-, el portátil está hecho polvo. Ayer se me rompió la cremallera de la mochila. Los cristales de mis gafas están rayados y no veo bien, necesito unas nuevas.
Me he levantado para ir a la cafetería, cruzando todo el tren desde mi vagón -el once- y al pasar por los asientos hay dos tipos de personas. Bueno, tres. Hay una tipa echando fotos por la ventana -ya os he dicho que el cielo está precioso- y luego dos subgrupos: los trasnochados proletarios que cogen el primer tren de la mañana porque es el más barato [yo] y, por otro lado, mazo de -ahora digo ‘mazo’, qué pasa- hombres con ordenadores portátiles que revisan sus correos, leen informes en voz alta al tipo de al lado y me deprimen hablando de sus autocaravanas, de su partido de pádel del otro día contra “Alberto y su mujer” (que, según cuenta el señor, se llevaron una buena tunda) y con ese aire de que su viaje, aunque sea el mismo, es más importante que el tuyo.
Yo saco pecho también, no os creáis, y pienso: “pues a mí me lee muchísima gente” mientras los veo señalar que no sé qué empresa “ha crecido un diez por ciento el último trimestre, creo que ha sido por el consejero nuevo, que es una bestia”. Si alguna vez me oís decir eso en voz alta os doy permiso para matarme a golpes con la suela de unas chanclas.
Y es en ese momento en el que, en medio de la conversación del merluzo del pádel con el cretino de la autocaravana, cierro los ojos y trato de controlar un ataque de pánico. Y busco en el bolsillo de la chaqueta un orfidal que hace meses que no llevo porque esas cosas las tenía superadas. Y pienso en el merluzo de la autocaravana y el cretino del pádel y me digo a mí mismo que yo esa vida no la querría para mí jamás. Que lo que tengo que hacer es escribir y que si el barco se hunde me voy con él. Que me da igual todo. Que aprenderé a hacer comestible mi propio orgullo o moriré de hambre en el proceso, pero que no hay vuelta atrás.
La cafetería es un tema aparte. El protocolo obliga al personal a comportarse como si fueran botones del Ritz-Carlton. Como si fuesen el sumiller del Celler de Can Roca, pero sirviendo el vino en insípidos y mal diseñados vasos de cartón. Demasiado esfuerzo por disimular que no estamos en un tren a trescientos kilómetros por hora, y demasiada parafernalia para maquillar lo cutre que es el hecho de que una mujer que podría perfectamente trabajar en la Casa Real saque Bitter Kas de una nevera de barraca de feria con uniformes a juego. Glamour de calcomanía para que no desentone con los trajes de seiscientos euros de tus clientes.
Hay también un hombre que tiene pinta de normal, pero lleva puesta una mascarilla y ya no sé qué pensar, si lo hace por prudencia, por obligación, por hipocondría, porque está malo o porque le da asco compartir oxígeno con el resto de madrugadores. En cualquier caso, el tipo, que está sentado delante de mí, es el único junto conmigo que no parece el jefe de tu padre, y automáticamente se convierte en el único aliado que tengo en ese tren.
Suelto el humo de sabor a sandía de un váper desechable que se estampa contra la ventana de la cafetería, porque hay cola, y se zarandea de arriba a abajo rebotando de aquí para allá, y miro La Mancha precipitarse contra el cristal, y miro mi cara reflejada y mis ojos cansados reflejados y pienso que, a lo mejor, debería volver a trabajar a esa famosísima cadena de muebles sueca, de la que recuerdo absolutamente todo menos su nombre.
En plena pandemia mi mascarilla se enganchó con una alcayata de los estantes del almacén y se rompió. Recuerdo subir a pedir una y recuerdo a la de Recursos Humanos decirme que para los “externos” -yo venía de una empresa de trabajo temporal- no había, que teníamos que traernos las nuestras. Me dio una grapadora y me dijo: “intenta arreglarla, si eso”.
Ahora mi trabajo es otro, y me encanta, y me siento realizado y todas esas tonterías que decimos para tapar la brutalidad de que tengamos que trabajar para vivir, pero soy más pobre de lo que he sido nunca, por más que yo sienta que va todo bien. Así que pienso en mí, y en quién soy, y hacia dónde voy; me pregunto si soy algo más que un chaval con ojeras, disimulando una crisis de ansiedad y se arrastra a trompicones de vagón en vagón para llegar a su destino. Me pregunto si la precariedad termina en algún momento o si con volverse un cínico es suficiente. Si algún día podré ser tan exasperante como esos idiotas de Emidio Tucci.
Vuelvo a mi asiento y pienso en cómo seguir escribiendo, porque cuando no es un bloqueo, es el dinero, y así no hay Dios que escriba. Porque aquí no hay término medio. O eres María Dueñas -o el zoquete de Risto Mejide- o te toca currar también de otra cosa. Ya he asumido que no voy a tener la vida de mis padres, pero, la verdad, no querría tener la de mis abuelos.
Me pongo Kortatu en los cascos y cierro los ojos. No recordaba que llevo cuarenta horas despierto. Contratadme, malditos, o acabaré siendo el mejor novelista de mi almacén.