Londres te da todo. Días de cal y días de arena. La amas y la odias en una relación autodestructiva que no termina de destruirse nunca. Te da todo y, a veces, te quita, para recordarte que no es tuya y que no está por ti. Te rompe el corazón y las ganas y al día siguiente vuelve y te dice que te quiere más que a nadie. Te pide perdón en un día de sol y tú, despojado de toda voluntad, la perdonas. Porque no hay ciudad de acero y ladrillo más bonita que Londres.
Llegará el día de la despedida, cuando uno de los dos haya decidido que ya está bien de cal y ya está bien de arena, y te irás con un adiós de comisura. El amor del bueno no se grita. Y te irás dignificado, ¿feliz? Sí, feliz. Ella se quedará con la casa, con el perro, con el estrés y la contaminación del aire y la vida.
Pero un microinstante, mientras lavas los platos, coges el autobús o cambias de canal, ahí estará. El átomo del echar de menos, la partícula del 'ojalá estuviera contigo'. Y te jode. Te jode la sensación de haber perdido. De saber que has sido el débil de vuestra historia, porque Londres siempre se recupera. Siempre. Y seguirá con su urgencia y su baile de gentes, con sus pasos rápidos y su impersonalidad, con sus idas y venidas, su arena y su cal, sus 'te quieros' y sus abandonos.
Échale lo que sea, pero ten por seguro que ella no para nunca. No paró por ti, y no parará por estos. Entérate. Londres no es de nadie. Es suya, y es eterna.
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