Otro día más de probablemente muchos: otra página en blanco.
Un blanco a modo de vacío en el que se inscribe toda la incertidumbre en forma de todo el tiempo del mundo.
Ese tiempo que tanto se ha parado es la gran huelga contra este sistema que llevamos en danza a pesar de nosotros, de nuestra propia salud, de nuestras familias, de nuestro amor.
Ha llegado el momento de producir amor, porque no queda otra.
Esa luz que se cuela desafiante a través de la ventana, diciéndote, recordándote, que la vida se impone un día más, y le da igual tu miedo. El sol que sale cada mañana no entiende de tu miedo.
No entiende de tu miedo, no sabe lo que es. No sabe lo que es que tengas que coger el coche para ir ahí fuera, a los únicos sitios donde podemos ir: hospitales, farmacias y supermercados.
La enfermedad es maestra y es mensajera de ese astro mítico del cual nos nutrimos pero que no podemos tocar.
Se dice que Dios creó el mundo con ayuda del mal.
Seremos refugiados en nuestras casas, tendremos que entrar a la incómoda zona de nuestras propias almas. Con los pies en los suelos de aquello que en un espacio físico llamamos hogar, levantaremos las palmas de las manos hacia arriba, hacia el cielo que se nos prometió ahí fuera, desde el mismo día que aparecimos entre los muslos de nuestras madres.
La radio demasiado alta del vecino, el sonido sordo y absurdo de las heces de tu pareja chocando contra el agua del WC, el ritmo del aire que entra y sale de los pulmones de tus hijos, la voz monótona de esas noticias de esa televisión que nunca querríamos haber escuchado son ahora los sonidos a los que nos aferramos como sinónimo de pequeños milagros que te dice, que te recuerdan, que tu fe pende de un hilo que no sabes a dónde te llevará en cada segundo que pasa.
Un reloj cuyas manecillas se han puesto en huelga, te dicen, te recuerdan, que los latidos de tu corazón marcan ahora el tiempo. Y nosotros, incrédulos, que creíamos que la tecnología y la ciencia nos salvarían, asistimos a la necesidad por primera vez a rezar con estas palmas de las manos abiertas a ese cielo que se nos prohíbe.
Ahora tenemos Tiempo.
Tiempo para poder contemplar que no hay tiempo. Bienvenidos todos al momento en el que la paradoja se contrae sobre sí misma, cual círculo perfecto, sin que sepamos ni dónde empieza ni acaba. Ya no tenemos prisa a la hora de contemplar los jardines interiores de nuestro espíritu.
Podemos, ahora, contemplar las plantas seguir adelante o morir. Por fin podemos dejar que nuestros hijos jueguen sin el timbre del recreo. Podemos, incluso, inventarnos nuevos cuentos donde nosotros elegiremos el final. Podemos leer ese libro que se resistía en nuestra mesilla, podemos ver otro episodio más, y otro, y otro. Podemos hacer Skype en grupo. Podemos escribir esas cartas que pedían salir de nuestros corazones y que, cobardemente, guardábamos recelosamente creando una metástasis de malestar en nuestros cuerpos.
Podemos ser generosos y hacer lo que sabemos hacer para ayudar a aotros con una conexión wifi y datos mediante. Podemos maquillarnos como la última princesa de Mongolia y pasear en pijama, bellos en nuestro imaginario, que se concretiza en el espacio cerrado de pasillo que nos lleva del cuarto de baño al salón. Podemos fijarnos en qué ingredientes utilizar para comer bonito, si es que tenemos la suerte de que se encuentren en nuestras, de momento, despensas llenas. Podemos masticar despacio. Podemos estirar esos músculos sobre esa esterilla de Decahtlon que nunca utilizaste. Podemos escuchar ese álbum de cabo a rabo. Podemos usar esas acuarelas del Tiger, y pintar algo que probablemente no sea suficiente.
Y si no nos gusta, lo tiraremos a la basura, si es que hay alguien para recogerla.
Porque podemos empezar otro.
Podemos hacer esa llamada. Podemos echarnos esa siesta. Podemos trabajar desde casa sin la culpabilidad de que otros no lo hacen. Podemos pensar en otros, dejando definitivamente a un lado ese ombligo nuestro que chilla “Mamá, Mamá”, incesantemente, sabiendo que ésta ya nunca volverá a casa. Podemos perdonar, y decirle a esa herida que ya fue, que ya sangró demasiado tiempo. Podemos ponernos en lugar de las personas que huyen de una guerra y que hemos amontonado en nuestras fronteras a base de gases lacrimógenos hacen llorar a sus hijos.
Podemos dejar pasar los momentos como agua que corre entre los dedos de las manos que se introducen en un río invisible que pasa por al lado de tu cama. Podemos dejarnos la pastillas o tomarlas. Podemos masturbarnos con la cabeza bien alta. Podemos acoger a un amigo que no vemos desde hace 10 años en nuestro sofá, o podemos ser ese amigo que va a dormir en el sofá. Podemos hacer niños como acto de resistencia y fe ante un mundo que está lanzando un grito de agonía. Por fin podemos, a no ser que seamos los guerreros elegidos para esta aventura y, llevando una mascarilla, transportaremos a personas a reunirse con su tribu íntima y personal, elegida, haremos pasar comida por un “bip” que indica que tenemos dinero aún para pagarla, tomaremos el pulso en los hospitales de aquellos que tosen en nuestra cara, vigilaremos el sueño de los que no tienen a nadie y pasaremos la última caja de paracetamol por una rendija. Podemos priorizar qué queremos hacer, y con quien, y cómo.
Podemos decir que, por fin, tenemos la gran huelga que el capitalismo necesitaba.
Ese tiempo que tanto se nos ha negado y que tanto necesitábamos, para pararnos, para mirar adentro, para producir algoritmos en forma de un amor que es diferente a cualquier cosa que hayamos amado antes.
La enfermedad es maestra y es mensajera, y si los gobiernos no escuchaban nuestras plegarias de darnos una vida, no sé si mejor o peor, sino distinta, algo que tiene las medidas de un Dios sí lo ha hecho.
La naturaleza nos ha dado la bofetada más grande y sólo podemos dar las gracias por este castigo.
La alquimia de los elementos impredecibles nos han regalado este virus que se corona en nuestros inconscientes, mandando un mensaje de cambio.
Hasta que podamos aceptarlo, pasaremos momentos de desesperación, chillaremos y daremos golpes cuando no seamos capaces de permitir que las lágrimas hablen de este vacío, esta página en blanco, que, otro día más, atravesaremos como ese equilibrista que nunca pensamos que llegaríamos a ser.
Y ahí, justo ahí, nos daremos cuenta de que estamos vivos.
La vida no es previsible, y tal vez, con algo de fe, podamos nosotros también aprender de su bendita anarquía.
Se ha decretado un estado de alarma, así lo llaman las autoridades, pero nosotros podemos llamarlo estado de gracia.
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