Acostumbramos a asociar el paisaje a una imagen más o menos pintoresca, estática, como de postal. Lo valoramos en base a modelos que casi siempre son estereotipos importados o muy forzados para los entornos y territorios que habitamos. El paisaje así lo entendemos, prácticamente desde aquel “pinta y colorea” de la infancia, como un decorado, no como una imagen posible de una realidad palpitante que vive y se transforma por sí misma, y hoy, en una proporción determinante, también por la mano del hombre, con nuestra obsesiva necesidad de ordenamiento, nuestra impenitente mentalidad extractora y de apropiación, o simplemente por nuestra ignorancia y descuido.
La gran mayoría cree que las cosas merecen la pena y pueden ser deseables e incluso bellas sólo porque responden a un sentido práctico, funcional, y en ese pragmatismo podemos incluir también la cultura de la apariencia y lo decorativo. Desde el imperante dogma mercantilista, esa búsqueda o priorización de la practicidad, del sentido utilitario de las cosas, así como del beneficio a corto plazo, que suele implicar poner siempre la rentabilidad económica por encima del bien común, actúa como una auténtica apisonadora ante cualquier otra consideración, incluida la estética. Y en este último sentido, el “para qué” maldito es la frase que suele matarnos, porque el goce estético –oír la lluvia caer, contemplar un árbol….– no necesita explicación ni para qué y en su nivel más elevado demanda casi siempre inutilidad en el sentido que le han otorgado numerosos filósofos, literatos y científicos de todos los tiempos, de Ovidio a Oscar Wilde: “Todo arte es completamente inútil” («El retrato de Dorian Gray»), de Kant a Heidegger…; o más recientemente Paul Auster al recibir el Premio Príncipe de Asturias en su «Discurso sobre la inutilidad de las artes», o Nuccio Ordine en «La utilidad de lo inútil», por citar los que ahora me vienen a la cabeza entre tantísimos otros.
Hoy no solemos diferenciar los propósitos de la realidad y nos creemos así dignos de los mejores paisajes, de los mejores “decorados” para nuestras experiencias y narraciones “inmediatas” –y en esto tienen mucho que ver las redes sociales– mientras despreciamos y nos desentendemos del entorno. En el estado de cosas actual, los criterios o sistemas de valoración encuentran en la inmediatez, en la obtención de resultados inmediatos, sean “likes” o beneficios, una certificación de éxito. Así, estamos vendiendo a la exigencia de esa inmediatez nuestra ancestral capacidad para mirar, relacionar y descubrir, y por tanto la posibilidad de transformar ideas y actitudes respecto al entorno y al territorio a través de esa mirada. Para el tipo mayoritario de “demanda paisajística” basta con arreglar o “decorar” los lugares más visibles. Se propone y fomenta así una especie de paisajismo de carretera, y de parajes y monumentos de “primera impresión”, adecuados para instagram, facebook, etc. Se arreglan “decorados” más o menos pintorescos para alimentar y calmar el gusto por la postal, descuidando o desentendiéndose del resto del territorio, de la misma manera que ocurre con las barriadas y periferias de las ciudades, consideradas áreas puramente residuales desde el punto de vista del consumo turístico o del marketing institucional. Y al final, se coleccionan vistas y pocos viven o respiran el paisaje. Se suelen bastar con el “yo he estado ahí” y eso lo saben y lo manejan muy bien tanto las redes sociales como los responsables políticos.
Pero todo sentido determinantemente utilitarista, también en lo que al marketing o la cultura de las redes sociales se refiere, implica una forma de imposición funcional, de violencia “técnica”, y conlleva exigencias que alteran, forcluyen o dejan definitivamente marcado aquello sobre lo que se imponen. Todo lo que nos parece mínimamente incómodo, lento o no práctico se tiende a cuestionar, mientras se glorifica la idea del confort como aspiración máxima, derivada de la noción más tramposa, la consumista y acumulativa, de “calidad de vida”. Pero ¿De quién y de qué vida? ¿la vida en la que apenas queda tiempo para atender a los tuyos?, ¿la de la permanente zozobra ante todo tipo de precariedad e incertidumbres?, ¿la de la negación de un futuro sostenible y digno para los más jóvenes? ¿la de las recurrentes amenazas apocalípticas reales e inducidas? ¿la que para sostenerse se ha cobrado un precio desorbitado en lo que a medioambiente y destrucción de los paisajes y lugares se refiere? ¿la de la permanente exposición, hijos incluidos, a contaminantes ambientales? ¿la que está generando la catástrofe del cambio climático? y sobre todo ¿a costa de quién?. Lo que parece bastante probable es que además de los desastres humanitarios que ya están causando, será a costa del futuro de nuestros propios hijos, también hipotecados ya en muchos otros sentidos. A ello nos ha estado llevando ese sentido tan sumamente “práctico” de la vida. Y singularmente, todo esto es negado, a pesar de las evidencias, por los que se ufanan de defender la familia…
Es necesario que vayamos más allá de ese utilitarismo, de la descripción tópica conveniente o de la representación edulcorada que poco tienen que ver con la realidad, también del territorio; ir más allá de la mera apariencia, del paisajismo de carretera y del paisajismo de postal o de instagram. No hay que cejar en fomentar y educar en el trato directo con nuestros entornos, porque no se suele respetar ni valorar adecuadamente lo que no se conoce. Recorrerlos, pasearlos, sumergirse hasta reconocerse en ellos, por áridos y austeros que puedan llegar a ser; entender su belleza, tan afortunada como distante de los tópicos habituales, para poder sentir como propia cualquier agresión a la que se les someta. Hay que sentir la tierra, volver a tocarla, como decía Rilke, olerla… y sin necesidad de guantes ni mascarillas protectoras –en muchos lugares de esta región ya no es una broma–, porque “solo así podrás tomar conciencia de sus heridas, y solo así podrás sentir y gozar de su capacidad de respuesta”. Una relación que, como agua y aceite, excluye discursos floridos de paisajistas y naturalistas “asobrinaditos”, de técnicos de salón o de artistas y escritores de pincel fino y atardeceres cursis; porque los paisajes, como a menudo el planeamiento oportunista, suelen requerir distancia, la misma que camufla o edulcora todo lo que realmente ocurre sobre el territorio
Creo fundamental reiterar la importancia y la obligación de preservar el patrimonio natural y el territorio, y no sólo lo que responde a determinados estereotipos o modelos paisajísticos; hacer que cale la idea de que los paisajes como constructos culturales son solo imágenes posibles de un territorio que sí es algo vivo, ecológica y comunalmente dependiente, y cuya consideración no puede quedar reducida a una mera colección de vistas o de imágenes pintorescas, y mucho menos a decorados. Así se ha venido haciendo con el Mar Menor, un ejemplo palpable de “paisajismo de postal” que ha permitido camuflar su degradación, hasta que ya ha sido demasiado tarde.
Anticipando posibles respuestas, en lo que a mi oficio se refiere, no puedo negar la belleza de un atardecer en el Mar Menor, pero estoy seguro que esa imagen, pintura o fotografía, no reflejará ya la realidad de lo que allí está ocurriendo y hoy por hoy, consciente de esa realidad, me resulta tan imposible siquiera planteármelo como a gran parte de los artistas gallegos cuando el desastre del Prestige.
Acostumbramos a asociar el paisaje a una imagen más o menos pintoresca, estática, como de postal. Lo valoramos en base a modelos que casi siempre son estereotipos importados o muy forzados para los entornos y territorios que habitamos. El paisaje así lo entendemos, prácticamente desde aquel “pinta y colorea” de la infancia, como un decorado, no como una imagen posible de una realidad palpitante que vive y se transforma por sí misma, y hoy, en una proporción determinante, también por la mano del hombre, con nuestra obsesiva necesidad de ordenamiento, nuestra impenitente mentalidad extractora y de apropiación, o simplemente por nuestra ignorancia y descuido.
La gran mayoría cree que las cosas merecen la pena y pueden ser deseables e incluso bellas sólo porque responden a un sentido práctico, funcional, y en ese pragmatismo podemos incluir también la cultura de la apariencia y lo decorativo. Desde el imperante dogma mercantilista, esa búsqueda o priorización de la practicidad, del sentido utilitario de las cosas, así como del beneficio a corto plazo, que suele implicar poner siempre la rentabilidad económica por encima del bien común, actúa como una auténtica apisonadora ante cualquier otra consideración, incluida la estética. Y en este último sentido, el “para qué” maldito es la frase que suele matarnos, porque el goce estético –oír la lluvia caer, contemplar un árbol….– no necesita explicación ni para qué y en su nivel más elevado demanda casi siempre inutilidad en el sentido que le han otorgado numerosos filósofos, literatos y científicos de todos los tiempos, de Ovidio a Oscar Wilde: “Todo arte es completamente inútil” («El retrato de Dorian Gray»), de Kant a Heidegger…; o más recientemente Paul Auster al recibir el Premio Príncipe de Asturias en su «Discurso sobre la inutilidad de las artes», o Nuccio Ordine en «La utilidad de lo inútil», por citar los que ahora me vienen a la cabeza entre tantísimos otros.