Me habían invitado a participar en el coloquio y a ello me apliqué, esperando que la proyección de la película, Sofía volverá, de la que esperaba un documental meritorio, sí, pero de tinte jeremíaco y factura derrotista al uso, me sirviera para completar mis notas críticas y contrastarlas con el propio trabajo cinematográfico… Y me encontré con una obra seria, sin más pretensiones que las del buen cine (sugerir, cuestionar), pensada y repensada, apuntando a uno de los núcleos dolientes de la saga triste de nuestro Mar Menor: el golpe a la pesca, la traición a los pescadores, la aniquilación de un arte de vivir y sobrevivir.
La presencié absorto, escrutando a actores que lo hacían igual de bien que lo haríamos nosotros mismos, con la misma convicción y, al tiempo, inseguridad: ¿qué nos espera, tras la huida de nuestro pueblo? ¿cuándo podremos volver, si es que volvemos? Y esta desgracia, ¿por qué hemos consentido que llegara? Y trataba de entrar, dándole vueltas, sobrecogido e indignado, en la cabecica de la heroína, Sofía adolescente, obligada por la desgracia a las rupturas insufribles: amigas, amores nacientes, escuela protectora, paisajes del alma…
Mi aprobación sobre la película, que es una joya, fue rotunda. Y para ello me remití a lo que mi amigo Antoñico el Zeneka, de Lo Pagán, habría pensado y dicho, que a él no se le escapaba una en el desfile cínico de forajidos y cantamañanas pululando por ambas orillas de este micro Mediterráneo… Antoñico me presentaba a sus amigos pescadores cuando amarraban y los encontrábamos merodeando por la Lonja, para confirmarme los males corrosivos que iban ganando aguas tan pacíficas: nubarrones que él me transmitía puntual y dramáticamente, así como mil detalles de historia y vida del Mar Menor, de misterios, dichos y leyendas.
(En la tertulia que sigue a la película -que a tantos nos gusta todavía llamar cinefórum-, mi compañero, jurista, que amable, atento y un punto ingenuo, había preparado unas palabras de evidente ambigüedad y de ética dulzona -como académica, alejada del agrio foco del drama insoportable-, ha de torcer el discurso porque antes hablo yo, y coacto su verbo y las florituras que traía consigo apelando a tópicos, radicalmente inoportunos, como que “todos somos culpables” o que “el desarrollo económico implica ciertas desgracias y servidumbres”; que no eran de recibo.)
Y ya en la velada, Joaquín Lisón me parece un director discreto hasta la timidez, pero cuyas palabras revelan una potencia creadora que solo muerde el freno por razones obvias de limitación de recursos. Joaquín se muestra expectante ante el recorrido de su obra, explica poco a poco cómo la enfocó, cuantas cosas hubo de desarrollar improvisando, hasta qué punto dudaba ante el desenlace…
Mucho tiempo después del drama de la emigración Sofía regresa (en 2056, dice Joaquín en un guion que, se sincera, fue haciéndose sobre la marcha), para recorrer las orillas de su primera existencia, marcada por la tristeza, tan profunda, del desarraigo; y reconocer que, en realidad, ya no puede volver, porque su vida se rehízo y asentó en el Canadá. Aun así, Sofía/Esther Eu recala justo a mi lado, sentada y reflexiva en la suave noche del verano madrileño, y no acierta a contestar, con suficiencia, el cómo y el porqué de su dramático grito -momento cumbre y atávico de mediterránea, zoológico del alma- que lanza contra su especie desde ese mirador del tiempo que es el faro de Cabo de Palos… No te preocupes, me digo, cartagenera heredera de los navegantes de Tiro y los talasócratas de Cartago: te he entendido, que esa crispación tuya, fónica y desmelenada, lanzada por sobre la mar sufriente, la coreamos muchos, miles y miles desde que la coalición de marmenorófagos nos obligó a expresarnos con alaridos de rabia y promesas de venganza.
La película, pues, que es mucho más de trama y drama que de imagen y documento, nos desazona, irremediable y justamente: sobre esta lámina acuática de ondulaciones tan suaves, que cubre honduras fértiles de dimensión humana, se ha cernido toda la maldad del desarrollo agrario, mostrando, rigurosamente, el itinerario canalla de un campo que transformó al recolector en artesano y ha acabado por envilecerlo hasta hacerlo recipiendario de maldiciones de altura: lasciate, uomo agrario, ogni speranza, que no obtendrás el menor perdón, ni del adusto dios del mar ni de las ninfas revoltosas; tampoco de los humanos, asombrados por la violencia de tu insania y por tu odio codicioso hacia la mar, la tierra y el cielo.
¡Ay de los farsantes que vierten sus lágrimas de cocodrilo sobre unas aguas condenadas, porque hace mucho fueron advertidos de su feroz ponzoña! ¡Ay de los diletantes que se rasgan las vestiduras tras no haber movido un dedo por apartar al Mar Menor de su agonía anunciada! ¡Ay de los culpables del retorno imposible de Sofía!
0