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Testimonios del horror

6 de febrero de 2021 06:00 h

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Cuerpos exactos, cuerpos humillados y desnudos, desgarrados, rotos de dolor, cuerpos que corren despavoridos, tersos y morados de frío, que se apelotonan asustados unos contra otros, que rozan su piel y sus huesos helados y que sin embargo se encuentran aislados en una soledad tan profunda que no se alivia en el abrigo de la cercanía de los otros. Las fotografías del holocausto se multiplican en la pantalla de mi ordenador como traídas por un impulso de azar y de proliferación semejante al de los cuerpos amontonados y al de las caras idénticas de ojos afilados por la lucidez de la cercanía de la muerte. Mi mirada se convierte en una vida en suspenso, en una continua interrogación que se complace en la apariencia visible de las cosas y quiere ir un poco más allá. Sigo pasando las fotografías indudables del horror en la pantalla, y cada una de ellas deja un residuo en mi conciencia que alude a lo que se puede ver en ellas, pero también a lo imperceptible, a lo que nadie más que esos cuerpos tan próximos entre sí son capaces de comprender.

Cada fotografía cuenta estrictamente lo que hay delante de la cámara justo en el momento en el que un nazi la dispara, pero no lo que brota sin control en el interior de la conciencia de los cuerpos inmortalizados: los pensamientos incesantes de restitución o de suicidio, las pesadillas agravadas por la hipotermia y la fiebre en el silencio del insomnio, el dolor de las infecciones y de las enfermedades, el miedo que ya se ha instalado para siempre en su subconsciente y que los acompañará allá donde miren y donde caminen, a pesar de que se refugien sin consuelo en sus semejantes, en los que son iguales que ellos y que también se mueren de pena y de miedo, de frío y de hambre.

Tal vez uno de esos cientos de cuerpos que inundan la pantalla de mi ordenador sea el de Primo Levi, o el de cualquiera de los supervivientes que tras regresar a casa escribieron con voces audaces y valientes la sinrazón de la barbarie, cuyos sentimientos absolutamente personales de restitución consiguieron atestiguar la única verdad, la atrocidad compartida y colectiva inmortalizada en las fotografías. La de Primo Levi es la voz triste y apasionada de un ser humano real que durante un año fue un despojo sometido a la más vil de las injurias. Es un hombre con la conciencia violada, con la cara huesuda y descolorida de hambre y de trabajo hasta la extenuación, que no podía soportar el delirio y el silencio de la noche y se sentaba delante de la máquina de escribir robándole horas al sueño para dar testimonio del valor irrecuperable de su vida despojada para siempre.

Dice Primo Levi que los días de mayor desesperación en el campo de concentración eran aquellos en los que el asedio continuo de la muerte le daba un respiro y se podía permitir el lujo de reparar en su alrededor y compararse inútilmente con los militares y con los trabajadores civiles, a quienes veía limpios y vigorosos, con las caras bien alimentadas y descansadas, con ademanes de seguridad. Ese testimonio se solapa como si estuviera escrito al pie con las fotografías que estoy viendo. Como un golpe de desolación me doy cuenta de que el cuerpo de un militar vestido con un uniforme es el contrapunto exacto de un cuerpo desnudo y humillado. El uniforme protege a quien lo lleva, como un escudo, y refuerza su vigor y su invencibilidad, subraya su musculatura, su juventud, pero sobre todo la pertenencia del militar a una identidad poderosa en el interior de la cual se siente protegido.

La persona desnuda no es nada ni es nadie. Se encoge por instinto, o corre por obligación, y cuando se percata de la diferencia abismal que lo separa del hombre de uniforme se vuelve más débil que cualquier animal, porque su presencia de pronto ha retrocedido a un desamparo anterior a cualquier civilización y a cualquier vileza jamás cometida. El humillado no tiene nada que proteja su piel tan liviana del frío o de cualquier mínima aspereza que la heriría, y lo único que puede hacer es mirar al suelo, aguantar el desfallecimiento de su cuerpo esquelético, soportar la vejación, desear estar muerto.

En Auschwitz, para separar a los presos que aún podían seguir viviendo de los que morirían en la cámara de gas se les hacía correr desnudos ante un SS o un médico que comprobaba su estado físico. En varias fotografías, hombres y mujeres desnudos corren azotados por los soldados alemanes, y algunos se han caído y están tirados en el suelo recibiendo palizas bajo la sonrisa cínica de sus verdugos. Robert Capa ilustró la Guerra Civil y el Desembarco de Normandía con fotografías ligeramente desenfocadas para transmitir con una tranquila maestría el dramatismo de la guerra. En las llanuras heladas de Polonia, en los cercos alambrados y electrificados de los campos, los nazis tomaban fotografías más desenfocadas todavía no para dar sensación de horror, sino para acentuar más la indignidad de su afrenta y volver invisibles a los despojos retratados. Un preso se vuelve invisible aunque en la mirada de los otros y en el ojo de vidrio de una cámara se refleje su cara con mentirosa obediencia. Una mañana o una noche cualquiera de un tiempo ya inexistente para ellos un exceso de infortunio o de cataclismo los volvió invisibles, y sus voces ya no volvieron a ser escuchadas. Sus conciencias miraban y hablaban y respiraban y sin embargo vivían tan desalojadas del mundo como si hubieran muerto hace un siglo o lo único que quedara de ellos fueran las figuras harapientas de las fotografías que les estaban haciendo.

En enero de 1943, cinco hombres desnudos esperan rígidos y ateridos la hora definitiva de su muerte en la cámara de gas, y en la expresión amarga de su rostro no hay nada más que un ligero abatimiento provocado por la fatiga y la enfermedad. En una explanada desierta de la estepa ucraniana, en 1942, un soldado alemán apunta con su fusil a la cabeza de una madre judía que lleva a su bebé en brazos y huye en dirección contraria, y un segundo después de que otro soldado tome la fotografía a unos metros de distancia el bebé habrá caído súbitamente al suelo junto a su madre muerta.

Ahora, en 2021, miro esas fotografías para presenciar desde la lejanía la crueldad inhumana y el daño irreparable, pero la conciencia amortiguada de los testimonios que he leído es una presencia ineludible como una sombra. Lo que tengo delante de los ojos importa menos que mi manera de mirarlo: las palabras imborrables de Primo Levi se me repiten en la memoria cada vez que en una fotografía veo decenas de personas heridas y tiradas en el suelo como guiñapos. Pero si acerco la mirada, esa multitud espantosa es de pronto una cara singular y única, cuyos ojos han olvidado la complacencia o la ilusión, han creído desmerecer la vida que tenían antes del desastre y se han abandonado sin resistencia a la premura de la muerte, y ese rostro que no puedo separar de los testimonios escritos representa la melancolía y la delicadeza de la injusticia contenida en su expresión más simple.

Las fotografías llegan a la posteridad como huellas que simbolizan la cualidad de lo estético para convertirse en memoria. Me doy cuenta, delante de la pantalla, con todas desplegadas como en un árbol genealógico, que conviene tener muy en cuenta estas imágenes, conservarlas en el ordenador, estudiarlas con detenimiento, atesorar en la mente lo que sucedió, asistir mirándolas al restablecimiento puro del pasado con la imposibilidad física del sufrimiento verdadero, del espanto y la rabia contada años después por voces intrépidas con el objetivo de que nunca se olvidara lo que pasó, lo que podría volver a pasar. “Pensad que esto ha sucedido. Os encomiendo estas palabras. Grabadlas en vuestros corazones al estar en casa, al ir por la calle, al acostaros, al levantaros; repetídselas a vuestros hijos”, escribe Primo Levi en el prólogo de Si esto es un hombre.

Las fotografías se unen a los testimonios y llegan desde un tiempo inmutable de la eternidad a la pantalla de mi ordenador. Conectan el horror con mi conciencia solo con el tránsito infinitesimal entre los millones de conexiones eléctricas de la imagen digital y mi pupila, y mi mirada reconoce, siente, se desconsuela, no olvida. Quizás dentro de unos años alguien posea el talento y la valentía para relatar el espanto y el dolor disimulado en la apariencia de tranquilidad y de protección quirúrgica que hay en las fotografías más oscuras de otra guerra y otra matanza no perpetrada por hombres uniformados de aspecto apacible y neurótico, sino por un virus oculto y asesino.

Cuerpos exactos, cuerpos humillados y desnudos, desgarrados, rotos de dolor, cuerpos que corren despavoridos, tersos y morados de frío, que se apelotonan asustados unos contra otros, que rozan su piel y sus huesos helados y que sin embargo se encuentran aislados en una soledad tan profunda que no se alivia en el abrigo de la cercanía de los otros. Las fotografías del holocausto se multiplican en la pantalla de mi ordenador como traídas por un impulso de azar y de proliferación semejante al de los cuerpos amontonados y al de las caras idénticas de ojos afilados por la lucidez de la cercanía de la muerte. Mi mirada se convierte en una vida en suspenso, en una continua interrogación que se complace en la apariencia visible de las cosas y quiere ir un poco más allá. Sigo pasando las fotografías indudables del horror en la pantalla, y cada una de ellas deja un residuo en mi conciencia que alude a lo que se puede ver en ellas, pero también a lo imperceptible, a lo que nadie más que esos cuerpos tan próximos entre sí son capaces de comprender.

Cada fotografía cuenta estrictamente lo que hay delante de la cámara justo en el momento en el que un nazi la dispara, pero no lo que brota sin control en el interior de la conciencia de los cuerpos inmortalizados: los pensamientos incesantes de restitución o de suicidio, las pesadillas agravadas por la hipotermia y la fiebre en el silencio del insomnio, el dolor de las infecciones y de las enfermedades, el miedo que ya se ha instalado para siempre en su subconsciente y que los acompañará allá donde miren y donde caminen, a pesar de que se refugien sin consuelo en sus semejantes, en los que son iguales que ellos y que también se mueren de pena y de miedo, de frío y de hambre.