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Vivir en la carretera, de feria en feria y sin posibilidad de conciliar: “Uno no puede tirarse toda la vida sin pisar su casa”

Cristian Novacescu, encargado de la noria de 40 metros junto a la que recorre ferias por toda España.

Álvaro García Sánchez

Cartagena —

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Con la llegada de las fiestas de Carthagineses y Romanos, cada final de septiembre, el horizonte de Cartagena se transforma con una puntualidad exacta. Se mire por donde se mire a la ciudad, en la distancia de los atardeceres grises de comienzos del otoño, una noria gira sin detenerse como una silenciosa rueda de luz imaginada por Fellini. Desde su cima se divisa la ciudad entera. Pero antes de acaparar con sus 40 metros de altura el horizonte de Cartagena, esa misma noria ya ha dibujado el paisaje de muchos otros lugares. Ha estado semanas atrás en el Mad Cool de Madrid; en el Medusa Fest de Cullera; en Mérida; en Alcázar de San Juan.

Los destellos de luces verdosas iluminan las miradas de los niños que se van subiendo a las cabinas, desde abajo, observando la mole de hierro con las fichas en la mano, asombrados por su envergadura. En torno a la noria se expande una geografía improvisada de atracciones, colorines, fantasías, máquinas de humos y voces que retumban en megáfonos y anuncian: “Se mueve sin límites, máxima emoción para tu cuerpo”. Huele a masa de churros, a gasa de algodón de azúcar, a caramelo y a patatas asadas. Todo lo que hay en la feria sufre cambios a una velocidad de vértigo que también arrastran a los feriantes.

Uno de ellos, Cristian Novacescu, subido a unas escaleritas de metal que trepan hasta las cabinas bajas de la noria, recoge los tickets de los niños y abre las portezuelas de los habitáculos para que se acomoden dentro. Acto seguido, como por arte de magia, la rueda comienza a moverse sobre su eje. El feriante señala las caras de asombro de los pequeños a medida que van ascendiendo y descubren desde las alturas, quizás por primera vez, la hondura del mar que rodea a la ciudad portuaria. “Cuando los veo sonreír así se me quita el malestar y la fatiga del trabajo”, explica el feriante a elDiario.es.

“No es un trabajo de futuro, no puede serlo”

Antes de convertirse en encargado de la noria que, durante 11 meses al año, recorre cada uno de los rincones de España, con apenas, cuenta, “dos semanas de vacaciones entre medias”, Novacescu había llegado a Granada desde Rumanía en el año 2000. Trabajó allí un tiempo de camarero. Poco después lo contrataron en diversas ferias de Andalucía. Unos años estuvo empleado en montañas rusas. Otros, asustaba a aquellos que se atrevían a adentrarse en una casa del terror. Ahora, a sus 42 años, está vinculado a la carretera y a esa rueda gigante que gira y desprende destellos infinitos de color.

Cristian Novacescu viaja por ferias celebradas en toda la Península, acompañado siempre de su mujer, que es también su compañera de trabajo. Viven juntos en la habitación de una caravana que les proporciona la empresa. “La vida del feriante es muy dura. No es para todo el mundo. Yo me dedico a esto porque no tenía más trabajo”, dice. Mientras habla controla que todos los mecanismos de la noria funcionan correctamente. Acumula junto a la puerta otra cola de niños y padres que se subirán en el próximo viaje. 

“Cada año empezamos a recorrer el país a principios de abril y terminamos a finales de marzo. Vamos con la casa a cuestas, pero también tenemos un piso en Gijón, de donde es mi mujer, con un alquiler que pagamos todos los meses. Allí viven a nuestros dos hijos, que aún van al colegio”, relata el feriante.

Viajar tanto, y tan de seguido, expone a los feriantes ante la imposibilidad de conciliar su vida profesional y familiar. Muchos de ellos optan por la ayuda constante de los abuelos, o por la ya casi extinta alternativa de matricular a los hijos en una escuela donde permanezcan internos. 

Los constantes desplazamientos entre feria y feria suelen sumir a los trabajadores, además, en una ligera sensación de desarraigo. Novacescu es consciente del tremendo esfuerzo -físico y mental- que tiene que hacer, dice, para cobrar un sueldo de 1.200 euros. “No es un trabajo de futuro. No puede serlo”, cuenta. “Es para tratar de ahorrar algo, durante unos años. Uno no puede tirarse toda la vida sin pisar su casa”, asevera el feriante rumano.

Cuando acaben los Carthagineses y Romanos, la ruta continúa para la totalidad de las atracciones. La noche del domingo 29 de septiembre, apenas unas horas después de clausurar la feria de Cartagena, Cristian Novacescu, su mujer y el resto de compañeros lo desmontarán todo rápidamente y viajarán entre una flota de camiones para colocar la noria en un nuevo destino: Boadilla del Monte.

Los gastos, al alza

Los hay, como Novacescu, quienes trabajan en la feria por una pura cuestión circunstancial, por salir adelante con un trabajo, por muy sacrificado que sea, que genere un ingreso regular. Pero muchos feriantes lo son por una razón hereditaria, y se dedican a gestionar, cada día, las mismas atracciones que ya llevaban décadas atrás largas generaciones de sus familias. A sus 43 años, Francisco García ha pasado “toda la vida” manteniendo a flote el negocio de los coches de choque que animan las tardes en varias localidades de la Región de Murcia y Alicante.

García cuenta, dentro de la caseta donde vende las fichas, junto a la pista de acero en la que los coches colisionan y se sortean unos a otros como en un laberinto, que nunca se llegó a imaginar, cuando era un niño y veía a su padre y su abuelo trabajar y él disfrutaba de las horas interminables en la feria, que su gestión conllevase tantos quebraderos de cabeza. Y lo tiene claro. “Este trabajo no es lo que se ve desde fuera”.

Son varias las preocupaciones que atosigan en la actualidad a uno de los gremios más tradicionales del país. La subida generalizada de precios, y la escasez de ayudas, suponen un problema que se agrava con el transcurso de los meses. Los clientes siguen yendo a divertirse a la feria, cuenta García, pero gastan menos. Ha habido, con respecto a los últimos años, un aumento sistemático en el precio del combustible; en la cuota de autónomos; en las tasas que hay que abonar a ayuntamientos; en la electricidad; en la energía. Todo suma. Los precios de las fichas para montarse en las atracciones se han incrementado, pero no compensa, porque la gente se lo piensa dos veces antes de pagarlos. Un viaje en los coches de choque de Cartagena cuesta cuatro euros.

“Te planteas si todo sigue mereciendo la pena, claro. Pero los que nos hemos criado aquí no sabemos hacer otra cosa. Nos encanta. Sin embargo, cuando termina la temporada, a final de año, y hay que hacer cuentas y arreglar todos los aparatos y comprar repuestos de los coches y te gastas un pastón, piensas: llevo todo el año fuera de mi casa, tirado en la calle, para nada. Cuando te acuestas, cada noche, estás siempre remordido por los gastos, por si vas a llegar a final de mes o si se rompe algo imprevisto y hay que pagar un arreglo muy caro”, ejemplifica Francisco García. La clásica bocina continuada que caracteriza la atracción resuena por los altavoces en todo el rectángulo de la pista.

García vive en Murcia, pero apenas va a dormir a su casa, porque la mayoría de noches sus atracciones se quedan en la calle y necesita estar cerca de ellas para vigilarlas y evitar destrozos y robos. “Es muy sacrificado. No es lo que la gente ve”, insiste. “No es sentarte y vender fichas. Es estar las 24 horas del día pendiente de todo. Cuando la gente se va de vacaciones, tú estás trabajando. Cuando la gente tiene los fines de semana libres, tú estás ahí para que ellos puedan disfrutarlos. Y entre semana es lo mismo”, manifiesta el feriante. “Es mucha responsabilidad. Llevas a mucha gente detrás, a empleados, y pagas tasas, mantenimiento, energía, papeleo. Es muy esclavo, te tiras muchos días sin dormir, y pasas demasiadas horas en la carretera, todo el año”, prosigue.

“Es un negocio que marca la vida familiar”

Estar casi 24 horas ocupado en un trabajo afecta de forma ostensible a las familias de feriantes. El aspecto económico pasa a un segundo plano cuando la imposibilidad de conciliar sale a la palestra. Se trata de un tema que, en la actualidad, acapara protagonismo en cada conversación sobre bienestar laboral. Quien lleva décadas moviéndose de feria en feria lo sabe muy bien. Mariángeles, una feriante de Cartagena, cuenta ya con 40 años en el sector. Dice que trabaja en las atracciones desde que tenía 20. Que comenzó a hacerlo “por amor”, cuando contrajo matrimonio con un feriante de la ciudad portuaria. Que a pesar de toda la experiencia que acumula nunca le ha gustado el trabajo. Y entra en detalles.

Cuando Mariángeles y su marido tuvieron a sus tres hijos, rememora, ambos vivieron momentos “realmente duros”. Ahora ya han ganado cierta estabilidad, porque hace un tiempo que decidieron acudir solo a las ferias más cercanas, a pesar de ingresar menos por ello. “Pero durante 20 años”, cuenta la feriante, “estuvimos viviendo en una caravana, de pueblo en pueblo”. “Mis hijos estudiaron desde pequeños en un internado porque no podíamos estar llevándolos cada semana a un sitio distinto. Estuvimos mucho tiempo alejados de ellos”.

“Creo que es un gremio marginado”, resume Mariángeles. Y lo dice por varias cuestiones, no solo por la conciliación. “Dependemos de cosas que no podemos controlar. En plena calle puede pasar de todo. Si llueve un día, o varios o una semana entera, nosotros dejamos de ganar dinero, pero tenemos que seguir pagándolo todo”. Su atracción en la feria de Cartagena se llama Formula One. Es un pequeño circuito para niños repleto de vehículos con personajes de dibujos animados, como Mickey Mouse, Rayo McQueen o Pedro Picapiedra. La trasladan a buena parte de las fiestas de la costa mediterránea, desde Alicante hasta el sureste de Andalucía. En verano están fijos en La Manga, todo el mes de julio y de agosto, de domingo a domingo, sin descanso. Ni ella ni su marido se han cogido vacaciones desde que se conocieron.

Estar toda esta semana en Cartagena les supone a ambos un gasto total de unos 2.500 euros. Todo depende del tamaño de las atracciones. La suya es de las menores. Las más grandes, como los coches de choque o la noria, superan los 11.000 euros. Otras, de tamaño mediano, como el pulpo, rondan los 6.500. Los gastos se han incrementado exponencialmente en los últimos años. No hay feriante que no esté afectado por ello. De que todas ellas continúen siendo un reclamo en la diversión de los cartageneros depende la rentabilidad de la inversión.

Lo cierto es que entraña cierta dificultad saber con precisión cuánta gente trabaja en España o en la Región de Murcia en las ferias, porque no hay una asociación oficial establecida. También porque es un gremio nómada, y porque cada feriante viene de un lugar diferente de la Península y recorre largas distancias cada semana para entretener a la gente en su tiempo de ocio. 

Mariángeles augura un futuro del sector “de otra manera” al actual. “Muchos feriantes van a desaparecer porque no podrán aguantar todos los gastos que conlleva, y las nuevas generaciones cada vez irán optando por otra forma de ganarse la vida”. En el caso de Mariángeles, sus hijos, que ya tienen edad de trabajar, sí prefirieron seguir los pasos de sus padres. Las atracciones de la familia seguirán añadiendo hilos musicales a los rincones del levante durante muchos años más.

Un “no rotundo” a heredar

Otras familias, sin embargo, prefieren que sus hijos no tomen las riendas del negocio familiar y, sobre todo, que no acaben trabajando en la feria. Sebastián Mayoral es un feriante de quinta generación, y su mujer, Lorena, lo acompaña desde que se casaron hace 18 años. Ambos se conocieron, casualidades de la vida, en la feria de Elche, cuando Sebastián estaba al mando de la misma atracción en la que ambos están sentados vendiendo entradas: el pulpo. La gente la reconoce nada más verla. Es una de las más míticas de las fiestas de la ciudad portuaria.

Ahora viven en Alicante, pero su vida, en realidad, es idéntica a la del resto de compañeros. Recorren España en caravana. Llevan su atracción a pueblos de Extremadura, Castilla-La Mancha, Madrid o València. Los tentáculos metálicos del pulpo, con niños y padres y madres acomodados en los extremos, giran en círculos alrededor de la cabeza de plástico del animal, y las luces en movimiento difuminan colorines en las calles pedregosas de la feria.

El matrimonio tiene dos hijos, de doce y siete años. Les cuesta un mundo no tener la estabilidad que necesitan para estar cerca de ellos. Los chicos van al colegio en Alicante gracias a la ayuda de los abuelos. Cuando era pequeño, Sebastián estudió en un internado. La crudeza del negocio y sus propias vivencias llevan a Sebastián y a Lorena a expresar un “no rotundo” cuando piensan en si les gustaría que sus hijos siguieran adelante con el negocio.

El feriante arrastra, cuando habla, todo el esfuerzo y la fatiga que provocan las piruetas económicas y los viajes, las incontables ocasiones en que ha llegado a una población cualquiera de noche, conduciendo por carreteras nacionales, los faros abriendo túneles de claridad en el asfalto. Pero también, sin embargo, y con un gozo íntimo, tiene dentro de sí mismo la memoria de su familia, y es consciente de que se dedica a algo de lo que generaciones enteras de su sangre han vivido y disfrutado.

Mayoral saca el teléfono de su bolsillo, busca en el carrete y señala fotografías en blanco y negro de su abuelo, de sus camiones de transporte, de sus atracciones antiguas, del mismo pulpo plasmado en un papel color sepia. Se ven en ellas las sonrisas de felicidad, las camisas, las boinas y los zapatos lustrosos de la primera mitad del siglo XX, el hierro crudo de los armazones y las bombillas de cristal que los iluminaban. Sabe que, a pesar de todas las dificultades, son necesarias personas así, trabajadores incansables que posibiliten, en cierto sentido, que la gente de las ciudades de España se olvide por un momento de su día a día cuando se montan en las atracciones, entre el humo, la música y la adrenalina.

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