El listón
La gracia aquella de “dimitir no es un nombre ruso” se nos desgastó mucho durante los años de la anterior crisis, la de la burbuja del ladrillo. De aquellas pancartas llegaron cambios legales como el que en 2018, a propuesta de Podemos, todo el arco parlamentario navarro apoyó para poner un listón concreto para que un cargo del gobierno conjugue ese verbo, dimitir, en castellano. La reforma afecta al artículo 68 de la Ley Foral del Gobierno y su presidente o presidenta. Marca que si un cargo electo o de libre designación en el ejecutivo es citado como investigado “o figura legal equivalente” por un posible delito de corrupción debe abandonar el cargo o ser relevado.
La figura legal del “investigado”, antes conocido como “imputado”, es, en el ámbito judicial, una manera de proteger los derechos de esa persona. El investigado tiene derecho a conocer el por qué se le investiga, de qué se le acusa, qué pasos da la instrucción y a designar abogado, entre otros. De hecho al investigado no se le castiga el falso testimonio, como sí ocurre con quien es testigo. Y es inocente mientras no se demuestre lo contrario. El ser imputado o investigado es una garantía jurídica que nos libra de procesos secretos como los de la Unión Soviética de Stalin, pero en nuestro entorno te imputan y parece que mataste a Manolete.
Una de las primeras en poner ese listón, el de la imputación, para convertirse en indigno del cargo y del carnet del partido fue Yolanda Barcina, recién elegida presidenta de Unión del Pueblo Navarro. “Todo imputado por un caso de corrupción debe ser dado de baja inmediatamente del partido y cesado en cualquier caso de responsabilidad que tenga”, proclamó Barcina ante la asamblea de su partido en abril de 2010. Fue una manera de marcar distancia con el PP, con el que UPN se había divorciado hacía un año, al que le empezaban a salir “problemas” en Valencia y Madrid. Dos años más tarde, el expresidente Sanz, el exconsejero de Economía Miranda y el alcalde en ejercicio de Pamplona, Maya, pasaron por el despacho de la juez de Instrucción con ese título, el de imputados por las dietas de Caja Navarra. Barcina no cumplió su promesa, entre otras cosas, porque la única que no llegó a desfilar por ese despacho de entre quienes estaban en la misteriosa Junta de Entidades Fundadoras de la extinta entidad era ella, que estaba aforada ante el Supremo.
Tener que regular por ley el momento de la asunción de responsabilidades políticas refleja nuestra inmadurez como sociedad democrática
Pensando en Barcina, seguramente, los legisladores del 2018 establecieron ese listón en la ley para quienes componen el ejecutivo. Quizás por ese fatalismo de la izquierda que le lleva a pensar que lo natural es que gobierne la derecha y que los gobiernos de izquierda son poco más o menos que accidentes de la historia. Pero establecer ese baremo tiene el riesgo de que te toque estrenarlo. UPN ya lo intentó, recién aprobado el cambio legal, con la querella contra la entonces consejera María Solana (Geroa Bai), por considerar que no desalojar a los okupas del Palacio del Marqués de Rozalejo podía ser prevaricación. El Supremo entendió entonces que no había nada que investigar. Pero Solana podía haber tenido que dimitir por una decisión que, en aquel momento, parecía bastante sensata; no enviar a la Policía Foral a sacar a palos a la gente de un caserón viejo con riesgo de derrumbe. Opción que tomó como consejera suplente por las vacaciones en ese mes de agosto de la titular de Interior, Beaumont.
Ahora le toca pasar por el trance a su compañero de sigla Manu Ayerdi, consejero de Desarrollo Económico. En este caso el Supremo se ha declarado competente para estudiar la querella de UPN en su contra. El tribunal estudiará si acusa de prevaricación a Ayerdi por aprobar en 2015, saltándose parte del trámite legal según la denuncia, un crédito a una empresa que prometía fabricar máquinas de diagnóstico de la vista a través de videojuegos. Reconoció el consejero entonces que había apostado por el proyecto por “una corazonada”. Si el tribunal lo cita con las garantías de investigado, dejará el cargo y enterrará su carrera política. De rebote, el caso pasará a un juzgado de Pamplona y habrá que ver en qué acaba esa instrucción. Podría ocurrir que, como con las dietas de Caja Navarra, la investigación acabe en un cajón. O no.
Pero el dilema como sociedad es hasta dónde nos hemos desorientado que una ley tiene que fijar cuáles son nuestros baremos éticos.
Que quien preside el Gobierno de Navarra ganara más como presidente de una caja de ahorros a la que su gobierno debía controlar que como presidente de ese gobierno era legal. ¿Era ético? Que el vicepresidente económico diera, con prisas, más de dos millones de euros a un empresario que ya acumulaba deudas importantes incluso con la propia Hacienda los tribunales decidirán si es legal. ¿Es una muestra de buena gestión del dinero público?
Tener que regular por ley el momento de la asunción de responsabilidades políticas refleja nuestra inmadurez como sociedad democrática. La de nuestros representantes por ser incapaces de asumirlas sin que haya una ley que se lo exija. Y la nuestra como ciudadanía por no exigirlas a quienes coinciden con nuestras ideas pero hacerlo con dureza con quienes discrepamos.
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