Mediación familiar: cómo aprender a reestructurar las relaciones con los hijos tras una separación
Cuando una pareja con hijos se rompe, los menores no dejan de tener una familia, sino que pasan a relacionarse con ella de una manera diferente. Es uno de los mensajes que los mediadores familiares de la Unión de Asociaciones Familiares (UNAF) tratan de trasladar a los progenitores que se separan y que acuden a su servicio de mediación, pionero en España. El trabajo de estos profesionales consiste en guiar una negociación en las parejas para que lleguen a acuerdos, de forma voluntaria y consensuada, evitando un contencioso judicial, sobre cualquier asunto relativo a los hijos –custodias, manutención, tiempo con uno y otro padre, educación, etc.– o que suponga un foco de tensión –por ejemplo, los asuntos económicos y patrimoniales–.
Los expertos afirman de forma tajante que una ruptura no es una cuestión jurídica, sino emocional. Y esto es, precisamente, lo que se intenta gestionar antes de llegar frente a un juez. “Que un juez te diga que se hace esto o lo otro, no va a solucionar el problema, porque lo emocional lo tiñe todo. Si yo no he decidido la ruptura y estoy enfadado, te lo voy a hacer pagar y tengo dos monedas: los hijos y el tema económico. O si me siento culpable y cedo todo en el apartado económico, cuando al cabo de un mes no me llegue para vivir, no voy a cumplir el acuerdo”, pone como ejemplo el mediador Monahem Moya. Por eso, “es fundamental que se den cuenta en base a qué están tomando sus decisiones: si es algo racional o irracional”. Así, se atajan “los conflictos familiares que, en los juzgados se resuelven, pero con costes emocionales y económicos altísimos. Mientras, con la mediación se atienden los sentimientos de ruptura, de pérdida, de engaño, de humillación, de culpabilidad… que dificultan los acuerdos”, explica la abogada y mediadora Begoña González.
Existen dos formas de llegar a la mediación: por iniciativa propia o por la vía intrajudicial. En el primer caso, se trata de parejas que conocen el servicio y acuden a él antes de iniciar un contencioso; en el segundo, es el juzgado quien les exhorta a acudir a una sesión informativa. En cualquier caso, seguir adelante con el proceso es siempre una decisión voluntaria. En caso de ser afirmativa, tiende a facilitar las bases para un entendimiento. “De momento, vienen con la voluntad de sentarse juntos, en la misma sala, uno al lado del otro y de hablar y negociar. No quiere decir que sea fácil llegar a un acuerdo, pero quien ni quiere ni puede negociar no viene a mediación o, si lo hace, se va tras la primera o la segunda entrevista”, reconoce González.
“Partimos del principio de que las personas se comprometen más con aquellos acuerdos en los que sienten que han tenido alguna responsabilidad que con los que han sido impuestos”, explica Carlos Abril Pérez del Campo, psicólogo clínico, trabajador social y mediador de UNAF, como Moya y González, desde que se puso en marcha el proyecto piloto a principios de la década de los 90. Por aquel entonces, “había un elevado número de procedimientos contenciosos y un alto número de incumplimiento respecto a las resoluciones judiciales”, recuerda. No en vano, habían pasado apenas 10 años desde la aprobación de la ley del divorcio de 1981, que suponía un cambio de paradigma. Hasta aquel año, las separaciones solo se permitían cuando uno o los dos miembros de la pareja tenía un comportamiento considerado inadecuado, que había que demostrar ante un juez.
“Educar en la cultura de la paz”
Para Moya es un tema educacional: “La visión que tenemos del conflicto es negativa: no tengo que solucionarlo, tengo que ganar al otro, arruinarle. Me da igual el ámbito que sea, cuando un conflicto se puede solucionar por la colaboración, para ganar los dos o que los dos perdamos menos”. “Hay que educar a la gente, desde la infancia, en la cultura de la mediación, de la negociación y de la gestión positiva de conflictos, lo que se llama cultura de la paz”, añade González.
En sus 28 años de servicio, UNAF ha atendido a 2.864 familias, 93 de ellas en 2017. El perfil es el de parejas de mediana edad (38 años de media ellas; 40, ellos), con 13 años de convivencia, ambos con trabajo (80%-90%) y con 3,3 personas de media en la unidad familiar. La duración del proceso depende de la familia, pero suele durar unas 8 entrevistas semanales, de una hora de duración. El porcentaje de éxito alcanza el 60%, mientras el 21% no llega a un acuerdo –el resto han culminado el proceso cuando se realizaron las correspondientes estadísticas–. Cuando llegan a la mediación, influye en el resultado. “Existe una diferencia muy grande entre las parejas que acuden antes de iniciar el procedimiento judicial contencioso y las que llegan después, porque ya hay mucha hostilidad entre ellas”, apunta Abril, aunque “hay momentos en los que se abre la posibilidad de una negociación o acuerdo porque la pareja se hace consciente del daño que está ocasionando esa situación a los hijos –por ejemplo, tras un informe psicológico– o al patrimonio”.
El trabajo de estos mediadores, indica Abril, es “guiar o conducir una negociación en la pareja, para que lleguen a acuerdos”. Lo hacen a través de varias fases en un proceso metodológicamente estructurado. En primer lugar, se realiza una primera fase de pre-mediación. “El objetivo es que la pareja conozca en qué consiste, para dar su consentimiento”, además de realizar una “entrevista de verificación, para obtener información sobre cómo han llegado a esa situación de ruptura, cuál es el recorrido de cada miembro hasta la decisión, en qué momento se encuentra cada uno, qué saben los hijos y cómo les está afectando”.
Si la pareja opta por seguir adelante, se entra en la fase de negociación. “Aquí se hablará de todos los aspectos que la ley obliga a tratar en un proceso de separación: dónde van a vivir los hijos y con quién, el tiempo que van a pasar con cada uno, las contribuciones económicas a las necesidades de esos menores y, a veces cuestiones de tipo patrimonial, en el caso de que haya un régimen económico de bienes gananciales. También, cualquier otra preocupación que, como padres, puedan tener sobre la adaptación de los hijos a la situación de la ruptura”, continúa Abril. “Es un ciclo negociador en el que, en cada asunto, se define cuál es el problema de forma conjunta. A partir de ahí, tienen que generar alternativas para solucionarlo y analizar y negociar cómo se va a hacer. No se trata de que yo tenga un problema con mi hijo; si yo tengo un problema con mi hijo, el problema es de los dos, porque el hijo es de los dos”.
“La tensión se traspasa a los menores”
“Si los padres tienen muchos conflictos, esa tensión se traspasa a los menores, que viven en ese ambiente de discusión, de tensión, de conflicto”, señala González. Por eso, “se trata de hacerles ver la importancia de la unificación de los criterios, porque lo que daña es el conflicto parental”, apunta Abril. Y pone un ejemplo: “Lo importante no es que el niño se acueste a las 9 o as las 10, sino el conflicto que visualiza entre sus padres”. “Para los niños, las dos personas más importantes de sus vidas son sus padres, por lo que cualquier aspecto que les dañe a ellos, dañará al niño”, señala Moya, que aboga por “darles la libertad de poder relacionarse con su padre y con su madre como ellos quieran y que pueda decirle a mamá lo bueno que es papá y a papá lo buena que es mamá sin escuchar ‘si yo te contara…’. El niño no pierde una familia, lo que cambia es cómo nos relacionamos”.
Para facilitar la negociación, el mediador utiliza técnicas de varios ámbitos de intervención, como gestión de conflictos, negociación, escucha activa, reformulación, preguntas abiertas, cerradas y circulares… O generación creativa de opciones, para poner sobre la mesa alguna solución más. “Pero nunca dirigimos”“ asevera González, porque ”el mediador tiene que ser imparcial y neutral. No puede trasladar sus propios valores a la pareja“. En ese sentido, las sesiones se realizan siempre de forma confidencial y con los dos miembros de la pareja, para evitar suspicacias o pérdidas de confianza.
“Únicamente se hacen entrevistas individuales, de forma excepcional, si ha surgido, por ejemplo, cierta sospecha de que pueda existir maltrato o violencia”, matiza Abril. En estos casos, la mediación está explícitamente prohibida por la ley de violencia de género. Está contraindicada, también, en situaciones en las que uno de los miembros no tenga capacidad para decidir libremente continuar con el proceso o comprometerse con los acuerdos que se alcancen –por ejemplo, en situaciones de dependencia, alcoholismo, drogadicción–.
Si la mediación llega a buen puerto y la pareja consigue alcanzar acuerdos, se redacta un acta final de mediación. En este documento se reflejan todos los acuerdos y, con la tramitación correspondiente en el juzgado, tiene carácter vinculante. Además, los firmantes se comprometen a tratar cualquier discrepancia futura por la vía de la mediación antes de acudir a los tribunales. Moya apunta otro factor a tener en cuenta: “Desde el punto de vista de la familia tradicional, una ruptura puede ser negativa. Pero tiene una parte positiva, que es la oportunidad de cambiar las cosas. Si no podemos ser felices juntos, seámoslo separados ¿Los niños lo pasan mejor o peor? En una relación con alto conflicto en casa, si los padres están separados y cuando está con su madre están bien y cuando están con su padre también, no sé qué es mejor”.