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En primera persona

No permití que mis dos abortos me dolieran

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He aprendido mucho después de tener dos abortos, pero hay algo que destaca: el mandato social del silencio al que las mujeres nos vemos sometidas es proporcional a la necesidad, ya inaplazable, de hablar. Las consecuencias de ese imperativo han aparecido tiempo después con forma de consciencia. He llegado a la conclusión de que entonces no permití que mis dos abortos me dolieran.

Esa consciencia adquirida me hace visibilizar todos mis embarazos. He tenido cuatro. De ellos, dos han llegado a término. En 2018 tuve dos abortos. Espontáneos. No había oído hablar de ellos. Me aclararon bastante poco el día de la primera revisión de mi segundo embarazo cuando el ginecólogo me dijo que no se oía latido. “Es posible que te hayas equivocado con las fechas y que estés embarazada de menos semanas”. Silencio. Tras la exploración sólo quería saber. Preguntar. Entender. 

Respuestas monosilábicas y sensación de comportarme como una histérica. “Ya te he dicho que no te puedo decir nada. Hay que esperar”. Me citaron para una ecografía diez días después. Estaba embarazada de ocho semanas. “Hay saco gestacional, pero no se forma embrión” era la explicación que leía en Internet. Los días siguientes me los pasé calculando las fechas. Y empezó la culpa. ¿Me he alimentado bien? A ratos, me situaba justo en el extremo opuesto. Sentía que me estaba preocupando demasiado. 

A la siguiente ecografía no llegué a tiempo. Dos días antes empecé a sentir un dolor intenso en la parte baja de la espalda que me recordaba a las contracciones de mi primer parto. Coincidió con que empecé a sangrar. En urgencias no se escuchaba latido, pero la ginecóloga me dijo que “se intuía algo muy pequeño dentro del saco gestacional”. Había que esperar. Otra nueva ecografía en doce días. Casi por inercia una empieza a fantasear con una media sonrisa. Su nombre, su cara, sus manos, la estación en la que nacerá. Y mientras esas ilusiones crecían, el sangrado era más intenso. 

Una mañana lo expulsé sola en casa y embarazada de trece semanas. Recuerdo cada segundo de aquel momento. Cómo era incapaz de llegar al baño del terror que sentía, cómo había podido confiar en que todo estaba bien. Del hospital, en cambio, solo recuerdo dos momentos. Uno, cuando vi a una enfermera sacar una bolsa de basura y ponerla justamente debajo del potro. Probablemente hoy uno de los momentos más desagradables de mi vida. Y sus palabras posteriores. “Si no te relajas no puedo mirarte”. Cerré los ojos. “Pon las manitas juntas encima de la tripa”. Obedecí. “Está todo limpio”. Ya no estaba embarazada. Y otro, en la sala donde me dejaron las tres horas posteriores, en observación, hasta que me dieron el alta. Algunas trabajadoras estaban decorando un árbol de Navidad en la misma habitación. Hablaban bajo, pero la musiquita de los villancicos y sus risas se me colaban por debajo de la cortina corrida. La escena era de lo más simbólica: la cotidianidad arrasaba con todo.

Censurando el dolor, emocional y físico, y transitando por la no legitimación de abordar lo que ahora sé que era un duelo, me puse rápidamente a buscar un nuevo embarazo. Llegó acompañado de culpa por no haber esperado el “tiempo recomendado” al que hizo referencia el ginecólogo. Dos o tres ciclos. Hoy identifico que esa urgencia me sirvió como herramienta para avanzar. Pero lo volví a perder. “Tenías que haber esperado un poco más”. “Os hacéis los test de embarazo demasiado pronto”, escuché a una enfermera decir al aire en Urgencias. De nuevo, la culpa. Otra vez, infantilizada. “Hasta que no sucede cuatro veces no se hacen pruebas. Lo que te pasa es normal”. La censura de las emociones.

A partir de aquí apareció el miedo a no poder lograrlo. “Ya tienes una hija” fue la frase más repetida. A excepción de las personas más cercanas, del resto recibí atenuantes o silencios. Justo entonces asumí que mi mal era menor, que había mujeres con situaciones mucho más dolorosas y que no tenía derecho a quejarme. Mis fechas probables de parto, grabadas a fuego en mi cabeza, sus posibles nombres, mi cuerpo que se ensanchaba y se encogía, que se preparaba con todas sus fuerzas para nada. Todo esto lo guardé en un cajón. 

Hace unas semanas mi terapeuta me preguntó si me había permitido el dolor. No es normal que nadie pronunciara la palabra aborto. No es normal un sistema que invalida nuestras emociones y convierte nuestros cuerpos en cuestión colectiva. No es normal que el embarazo se conciba como un estado de felicidad plena (siempre va a salir bien) y sea patrimonio también colectivo (la norma sobre cómo afrontarlo nos viene dada). Pensaba hace tiempo que este mandato del silencio de las mujeres se iría difuminando, pero hoy tengo la certeza de que es más estructural que nunca.

El sistema sanitario debe generar estrategias de acompañamiento que sitúen nuestros dolores en el centro, esos históricamente desalojados de la plaza pública. La sociedad debe comprender que censurar los malestares no sana y nosotras nos debemos reconocer en ellos. Mientras no desatemos nudos, lo que se perpetúa es nuestra condena social a vivir sin contarlo.

Estas últimas semanas, cuando escuchaba los debates sobre el latido, pensaba que el solo hecho de reflexionar sobre el latido como eje evidencia que siempre se va a escuchar y, por tanto, expulsa de la ecuación algo que debiera estar visible: hay veces que no. Decía al principio que he aprendido mucho de los abortos. Quizá más que aprender diría “sacar en claro”, porque no sé muy bien si las pesadillas enseñan algo, a excepción de que, en un rato, despiertas.