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Las tres normas del club de la calle

Eleonor y Elena en la calle durante el paseo dominical

Elena Cabrera

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Estoy segura de que estaba yo más nerviosa que ella. De hecho, se lo pregunté como diez veces: “¿no estás emocionada?” y siempre me decía que no, pero yo creo que lo hacía por hacerme de rabiar. ¿Cómo no iba a estar mi hija ilusionada de salir a la calle después de 44 días encerrada en casa? “¿No te sientes rara?”, le insisto. “¡Que no es para tanto!”, me responde Eleonor, haciéndose la dura. No paro de hacerle fotos y videos. Ahora ponte allí, ahora ponte allá, ahora ven patinando hacia mí. “Ya basta, me dice, sé que todo esto lo haces por tu diario”, me contesta. Le devuelvo una mirada 'ofendidita'.

De todos los juguetes que podría haber elegido (el patinete, una pelota, la comba o una Nancy para que viera mundo), ella escogió los patines. Hice un rápido cálculo mental con los factores de ejercicio físico y diversión y di mi aprobación. Nunca quiere ponerse las protecciones pero hoy le convencí diciendo que así iría más “protegida”, poniéndole muchas comillas a la palabra. Coló. También el hecho de que en el último momento descubrí que se había puesto unas mallas con un tomate en la rodilla. “Venga, que así lo tapas”.

Otra historia fue la mascarilla: podía ponerse una, con gomitas, que le había regalado su dentista; una de las nuestras con lazos o su mascarilla kawaii comprada en una Japan Weekend. Ninguna de ellas le impediría contagiarse pero cumple tres funciones importantes: que ella no contagie, que no se toque la cara con las manos y que recuerde todo el rato que las circunstancias son excepcionales. Se las probó todas y dijo que no podía respirar con ellas. “Es verdad que son un poco incómodas, pero cuando te caigas al suelo y pongas las manazas por ahí y luego te lleves las manos a la cara, estarás más protegida”, le digo en tono didáctico.

“No me voy a caer”, me contesta. Ya. “No voy a poner las manazas por ahí”, dice, poniendo retintín en el “por ahí”. Ya. ¿Qué hizo? Bajó las escaleras agarrándose al pasamanos y diez minutos después ya se había caído en un giro demasiado rápido. Me encantó poner cara de “te lo dije”. Yo qué sé, cosas de madres. Finalmente había elegido su mascarilla 'otaku' y, además del primer sofoco, tuvo que vencer la vergüenza, que lo mismo era eso lo que le producía el sofoco.

Misteriosamente, después de cruzarnos con cuatro o cinco niños enmascarillados, dejó de quejarse. Nos llamó la atención ver tan pocos menores en la calle. Antes de salir de casa, le hice un briefing final, para recordarle todas las tres normas del club de la calle: primera norma, no te toques la mascarilla; segunda norma, dos zancadas de distancia con cualquier persona excepto conmigo; tercera norma, la norma segunda también vale para los amigos.

Las cumplió a rajatabla. Bueno, la primera un poco peor, pero se la doy por aprobada. Lo de la distancia era fácil: a las doce del mediodía, las calles eran prácticamente nuestras. La tercera, la cumplió con nota. En un cruce de calles nos encontramos a mi amiga M. que llevaba un bebé en brazos dado a luz durante el confinamiento. Junto a ella y su pareja estaba su hija L., que a Eleonor le cae muy bien. L. y Eleonor mantuvieron la segunda norma de manera tan obediente que se quedaron tan lejos la una de la otra que, si se hubieran atrevido a hablarse, ni se oirían.

Hacía más calor del que parecía y Eleonor, deslizándose con sus patines por todas las pequeñas cuestas que hay alrededor de nuestra casa, estaba sudando y sedienta, por lo que media hora después ya pedía volver a casa. “Suficiente, mamá”, dijo. La convencí para ir a comprar el pan. Le advertí de que debía quedarse fuera. Al llegar a la panadería, nos encontramos a las dos panaderas en el quicio de la puerta, recibiendo un maravilloso sol en el rostro. “¿Qué tal, al solecito?”, les pregunto. Se ríen: “no, no, viendo a los niños”. El primer entretenimiento en días. Estaban encantadas. Me confirmaron lo que ya nos estaba pareciendo a nosotras: muchos menos niños de los que esperábamos. “Y todos se portan muy bien, todos muy formales, de la mano de sus padres”, dice una de ellas. “Es que están como asustados”, añade la otra.

Nuestro primer paseo duró tres cuartos de hora. Volvimos a casa, nos quitamos las mascarillas, nos lavamos las manos y mandamos las fotos y los videos de nuestra hazaña a la familia (“¿ves que no era solo para mi diario?”, le devuelvo la pulla a Eleonor). El resto del día me asomo a dos ventanas: la de mi casa y la de Twitter. Son contradictorias. En mi barrio, Prosperidad, el segundo con más afectación del coronavirus en Madrid, los menores han salido de casa de manera moderada, sin juntarse con los amigos y con mascarillas, pues al menos la mitad de los niños y niñas con los que nos cruzamos, la llevaban.

Pero si en lugar de salir a la calle, solo hubiera abierto la puerta de Twitter, diría que la infancia ha tomado la calle como lo hacen con el patio del colegio durante el recreo; o como bestias a las que se le abre la puerta del redil. Las palabras trending topic están tomadas por los insultos a padres, madres y gobernantes. Tres fotos y tres mensajes similares que se repiten por todo Twitter, una herramienta que la ultraderecha ha aprendido a manejar, diez años después. Yo, por ahora, prefiero creerme lo que veo.

Por la tarde ha sonado mi telefonillo. Estoy a punto de contestar, pensando que sería una equivocación. Llaman a Eleonor desde la calle. Nos asomamos al balcón y allí están dos hermanos amigos suyos. Era raro verles en persona y no en una pantalla. Además, habían pegado un estirón. Vivimos en una ciudad pero cuando pasan estas cosas de pueblo me emociono. En ese rato, hablamos más los mayores que los niños, los cuales vuelven a dar muestras de pudor infantil. Ahí estamos todos, mirándonos alegres, a una distancia de diez metros en vertical, estrechando la distancia milímetro a milímetro.

207.634 casos de COVID-19 diagnosticados por PCR en España. 1.318.668, en Europa. Y, en el mundo, 2.724.809. Por primera vez, la cifra diaria de muertes baja de los 300.

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