Vilamalla y La Pobla de Mafumet son los dos municipios catalanes en los que Vox ganó este domingo. En el 2017 lo había hecho Ciudadanos. En otros tantos, algunos con mucha más población, como en la costa de Tarragona, no han llegado primeros pero lo que era naranja ahora es verde. En la zona cero de lo que fue el turismo de masas, Salou y Vila-Seca, el partido de Arrimadas obtuvo en las anteriores elecciones el 40% de los votos. Ahora se ha quedado por debajo del 10% mientras Vox roza el 20%.
Además, la extrema derecha ha irrumpido con fuerza en el área metropolitana de Barcelona, donde se convierte en cuarta fuerza o incluso tercera en ciudades como L'Hospitalet, Terrassa, Badalona o en Cornellà. Vox ha superado a Ciudadanos y PP en cuatro de cada cinco localidades catalanas. Descontada la abstención, de la que solo se ha salvado el PSC, el principal granero de la extrema derecha no ha sido el PP, porque ese saco ya estaba más que vacío (aunque ahora tiene telarañas tras perder el 40% de los apoyos) sino que procede en su mayor parte de Ciudadanos, una formación cuyo estilo, su mal estilo, solo sirvió para sembrar lo que ahora ha recogido la extrema derecha.
Ciudadanos ha perdido 9 de cada 10 votos respecto a las anteriores elecciones. Nació a la contra, primero del PSC, y después del resto de partidos, y creció gracias al independentismo sin ser nunca una alternativa real porque le faltó cabeza fría y le sobró visceralidad. Prefirió la provocación al sosiego, el eslogan a la negociación, la foto a la política. A menudo reprochaba a los independentistas las malas formas que sus propios dirigentes exhibían en la tribuna del Parlament. Todo para las cámaras de televisión. Los cartelitos de Arrimadas se convirtieron en un clásico de los plenos, tanto que al final ya dejaron de aparecer en las crónicas.
Cuando editoriales y portadas de los principales diarios editados en Madrid les presentaban todavía como un partido centrado y centrista, algunos en Barcelona, también en cabeceras muy alejadas del independentismo, se echaban las manos a la cabeza. Porque habían visto su evolución y no era precisamente hacia la socialdemocracia. Tuvieron que fotografiarse en la plaza Colón con Abascal y Casado para que en despachos y consejos de administración con sede en la capital empezasen a darse cuenta. Hoy algunos de esos medios son los que califican de “constitucionalista” a Vox, blanquean su discurso xenófobo sin ningún rubor o trazan perfiles amables de sus dirigentes.
Arrimadas, que había atrapado la mayor parte del voto antiindependentista en unas elecciones, las de 2017, donde se votó con las entrañas, dejó el Parlament para irse a Madrid. Su puesto lo ocupó Lorena Roldán, la preferida de Rivera pero no de Arrimadas. Ella tenía como mano derecha a Carlos Carrizosa, a quien acabó imponiendo como cabeza de lista pese a que en primarias se había escogido a Roldán.
Carrizosa es más amable de lo que parece, más correcto de lo que parece, más tratable de lo que parece. El problema es que en el Parlament, en las entrevistas y en los debates muestra una imagen que es de todo menos calmada. Siempre negativo, nunca positivo, y con la misma cara de enfado con la que Van Gaal hizo famosa esa frase. Un estilo agresivo que nada tenía que ver en estos últimos tiempos con el intento del partido de ofrecer una imagen más calmada en el Congreso de los Diputados. ¿Qué Ciudadanos era el real, el que quería pactar los Presupuestos con un Gobierno de PSOE y Podemos tras el severo correctivo recibido en las generales o el que seguía retratando a Miquel Iceta en el Parlament como un aliado del independentismo?
Ciudadanos pudo haber sido un partido pero nunca trabajó para serlo. Gustaban a los medios, los mismos que les encumbraron y les han dejado caer, pero no existía una estructura ni un plan de futuro, más allá de la ambición mal calculada de Albert Rivera pensando que sería presidente del Gobierno. En Catalunya siguen sin tener ni una sola alcaldía. Ganaron minutos de televisión y entrevistas visitando y revisitando pequeños pueblos independentistas (uno de sus preferidos era el de Puigdemont) sin pararse a pensar qué podían hacer ellos para explorar una salida que no pasase por alimentar la crispación. El terreno estaba abonado para que la extrema derecha cogiese el bidón y rociase en los dos extremos en los que Ciudadanos era más fuerte: los barrios más ricos y los más pobres (ahora destrozados por la crisis).
Arrimadas y los suyos ya no pueden hacer nada para frenar la expansión de Vox. Tendrán que hacerlo el resto de partidos, incluido el PP. Y no debería ser una opción. Es una obligación.