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El arroz dorado ataca de nuevo (o cómo matar moscas a cañonazos)

Arroz de Sevilla

Pablo Manzano Baena

Doctor en Ecología y miembro de Ecologistas en Acción —

Tras la aprobación de la comercialización del arroz dorado para consumo humano en Australia y Nueva Zelanda vuelven los ataques contra la comunidad ecologista por la oposición contra los agrotransgénicos, tildándola de oscurantista y acientífica a pesar de la solidez de sus razonamientos. Hace una semana leíamos un artículo en este sentido en las páginas de este diario.

Los argumentos más sólidos contra la utilidad misma del arroz dorado, ese tótem sagrado de los partidarios de los agrotransgénicos (dado el carácter altruista de su desarrollo), se resumen en dos grandes puntos. El primero es que sigue siendo una tecnología inmadura; hasta hace dos años no se consiguió una variedad agronómica que tenga posibilidades de resultar aceptable. Con las técnicas que se han utilizado para la inserción del transgén se corre el riesgo de afectar a genes que nada tienen que ver con la vitamina A, algo que ya ha ocurrido en variedades de arroz dorado en las que se había afectado sin querer al metabolismo hormonal y ralentizado el crecimiento; también se tuvieron muchas dificultades para mantener los niveles de vitamina A en el arroz cocinado o para incorporar la modificación genética a variedades locales.

El segundo es un argumento en torno a otra disciplina científica: la cooperación al desarrollo (planeamiento y desarrollo, según la terminología del Journal Citation Reports). Esta disciplina, aunque desconocida por la mayoría de los investigadores en agrotransgénicos, tiene su amplia literatura académica y décadas de implantación. El argumento es, en resumen: ¿para qué inventar el arroz dorado, si existen las zanahorias?

La Organización Mundial de la Salud ya tiene una estrategia para paliar el problema de deficiencia en vitamina A, consistente en suministrar suplementos a corto plazo en situaciones de emergencia, y “cultivar el huerto” a largo plazo, es decir, enriquecer la dieta con hortalizas. No es la única organización internacional ocupándose del tema: el Centro Internacional de la Patata tiene una línea específica de desarrollo del boniato de pulpa anaranjada (a la manera tradicional sin técnicas transgénicas, resultando mucho más barato), líneas seguidas por la FAO para, por ejemplo, Uganda. Porque la carencia de vitamina A no está relacionada con que no existan fuentes de la misma, sino con la pobreza, la desigualdad y los sistemas alimentarios que llevan a la malnutrición.

Si los partidarios de los agrotransgénicos se formasen un poco más en la disciplina de la cooperación al desarrollo serían más conscientes de que el modelo de agricultura industrial promovido por los transgénicos no hace sino agravar la pérdida de soberanía alimentaria, al dejar la producción agraria en unas pocas manos que acceden al capital necesario para su desarrollo. Porque recordemos, los objetivos altruistas del desarrollo del arroz dorado no son más que una excepción en una industria que ha desarrollado la práctica totalidad de sus productos con finalidad comercial, principalmente para tolerar pesticidas generalistas. La casa comercializadora cierra así el ciclo, pues vende al agricultor tanto la semilla como los agroquímicos, dejándolo a merced de los oligopolios de la industria.

Es cansado comprobar cómo los partidarios de los agrotransgénicos ignoran que la oposición del ecologismo no es a los transgénicos en general. No se oyen críticas al uso de transgénicos en ambientes de laboratorio para la producción de insulina. Más cansado resulta aún observar la simplificación de la oposición ecologista basada en la seguridad de los alimentos, ignorando no sólo el refinamiento de argumentos ambientales contra los agrotransgénicos, sino el principio de precaución aplicable a la comercialización de cualquier producto alimenticio. Si se encontrase una nueva y desconocida variedad de tubérculo en un recóndito rincón de la selva del Congo con productividad mayor que la patata, ¿lo comercializaríamos alegremente a escala planetaria antes de saber sus consecuencias en la salud a largo plazo? ¿Sería sensato hacerlo con patatas crudas, conocidas ahora por contener el alcaloide solanina? El fundamentalismo de los partidarios de los agrotransgénicos acaba resultando cómico.

Pero en resumen, el debate de los transgénicos no es más que una expresión más de la fe ciega en la tecnología como solución simple a los problemas humanos complejos. Una fe que poco tiene de científica y mucho de prejuicio. Más vale seguir ideales humanistas y formarse mejor en disciplinas que no son la nuestra.

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