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Por la boca muere el juez

Magistrado jubilado —

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La juez María Jesús del Barco, decana de los jueces de Madrid y presidenta de la ultraconservadora Asociación Profesional de la Magistratura (APM), fue entrevistada recientemente por Jiménez Losantos en su programa de radio; en el curso de sus declaraciones salieron de su boca algunas perlas dignas de comentario. Ya al comienzo de la conversación, y en un espasmo de entusiasta autocomplacencia, afirmó que la asociación que preside es “la más profesional”. Ahí es nada. Cualquiera que sea el sentido que quiso dar al término, es una afirmación de ineducado – y hasta ridículo- engreimiento frente a las demás asociaciones (Francisco de Vitoria, Jueces para la Democracia y Foro Judicial Independiente) que, le guste o no a la juez decana de Madrid, son de una profesionalidad indiscutible que ella no debió subestimar. Ha de saber que, del mismo modo que el hábito no hace al monje, la denominación social no hace necesariamente al colectivo. Y debiera también recordar que, en fecha reciente, las cuatro asociaciones judiciales actuaron de consuno para enarbolar frente a los poderes públicos todo un repertorio de reivindicaciones profesionales sostenidas en común y por igual, y no veo razón alguna para que aquella pueda arrogarse ni autorregalarse un liderazgo de profesionalidad entre los colectivos judiciales que no le corresponde y nadie le ha atribuido. 

En la entrevista se refirió a la preocupación del Consejo General del Poder Judicial por el déficit de jueces. Pues bien, pese a la gravedad de esta inveterada e irresuelta carencia de nuestra Administración de Justicia, inexplicablemente se ha negado a firmar un comunicado conjunto suscrito por las otras tres asociaciones en el que reclaman, una vez más, “no solo un incremento de la plantilla judicial, sino también el correspondiente esfuerzo presupuestario para sostenerla”. En el mismo escrito ya se advierte que la inacción del Ejecutivo en este extremo, además de precarizar las condiciones de trabajo de los miembros de la carrera judicial, lesiona los derechos de los justiciables al contar con un poder judicial que, en este estado de cosas, no puede ampararlo eficazmente. Y esta demanda tan urgente y necesaria no es suscrita ni compartida por la APM. ¿Acaso tan egregia asociación no tiene por suficientemente profesionales el interés defendido y el objetivo pretendido? Parece obvio que lo que las demás asociaciones solicitan del Ejecutivo es no solo una reivindicación netamente, decididamente profesional, sino de interés común para jueces y justiciables.

En el fragor de la entrevista, dijo más adelante que algunos quieren cargarse las oposiciones a la Carrera Judicial porque “el mérito y la capacidad en este país parece ser un insulto al resto de la ciudadanía”. Meritoria es, desde luego, la superación de prueba tan ardua como la de una oposición, y más si es de aquellas que se basan en el acopio memorístico de saberes comprimidos y preordenados para su exposición en tiempo tasado. Dejemos ahí lo del mérito. En cuanto a la capacidad, no tiene razón, a mi juicio. He de adelantar, pues me conozco los reproches, que el sistema, pese a sus deficiencias, ha dado buenos jueces. Pero ello no ha de ser óbice para que decir que los ejercicios de esta oposición, en su actual concepción y estructura, no están en modo alguno pensados para evaluar las capacidades que han de acompañar al delicado y complejo ejercicio de la función jurisdiccional. Dejando a un lado el test previo, cuyo objetivo es la reducción de la oposición a un número razonable de aspirantes, el grueso de la prueba consiste en la realización de dos ejercicios orales de una hora cada uno; se trata de exponer unos temas, seleccionados al azar y en tiempo reglado; esa exigencia de medido ajuste entre palabra y tiempo exige inexcusablemente del dominio memorístico del discurso, objetivo que se logra tras un estudio meramente repetitivo durante años.

Dicho de otro modo, del aspirante a juez no se requiere otra prueba que esa hazaña memorística, pero ninguna otra orientada a la verificación de las aptitudes que la tarea judicial requiere; por ejemplo, y por citar solo algunas, la capacidad de raciocinio, argumentación y aplicación del derecho. Pregúntese el lector si es razonable reconocer la habilitación para conducir vehículos a motor con la sola comprobación de que el aspirante tiene memorizado el código de circulación, pero sin someterle a prueba alguna sobre su destreza y aptitudes en la conducción. He escrito en varias ocasiones sobre esta cuestión y no me voy a repetir aquí. Pero como conozco algunas reacciones, más viscerales que racionales, debo advertir que la crítica al sistema actual de oposiciones no comporta una correlativa y automática defensa de las designaciones a dedo, sin acreditamiento de la cabal preparación jurídica del aspirante y sin los controles oportunos que conjuren el nepotismo, el amiguismo o la conveniencia partidista. 

La Sra. Del Barco dice que solo abogan por la supresión de las oposiciones quienes no las han preparado. No es cierto. Por de pronto, no se trata de suprimir las oposiciones, sino de rehacerlas bajo una concepción diversa, de no mantener el actual sistema bárbaro, absurdo e irracional que subsiste gracias a una inercia indolente y absolutamente acrítica. Muchos de los jueces que se muestran decididamente críticos con el sistema actual, son jueces por oposición. Yo mismo, si se me permite la alusión personal, aprobé, de forma sucesiva, dos oposiciones a los antiguos cuerpos de la judicatura, Jueces de Distrito y Carrera Judicial, y soy muy crítico con un sistema que, como mínimo, está urgentemente necesitado de reformas profundas, de un replanteamiento serio dirigido a optimizar el sistema de selección de jueces. Durante mucho tiempo he mantenido trato continuado con opositores y, de los cuarenta años de ejercicio profesional, cuento sobre mis espaldas con veintinueve en un tribunal de apelación y sé lo que digo, circunstancia esta última que me permito dudar de la juez decana de Madrid.