Confieso hoy, que me estreno en estos lares, que me daba miedo escribir otra columna más de opinión sobre la unidad de la izquierda. Que quizá hacer un ejercicio de prudencia y silencio era la mejor aportación en esta semana tan frágil. Y anoche, tras una larga sobremesa familiar sobre el asunto, de regreso a casa, pensé que se puede ser prudente y respetuosa, pero sin quedarse en silencio. El espacio para hablar ya lo han tenido demasiado tiempo otros.
Mirad, yo no sé mucho de estrategia política, ni pasan por mis manos los estudios cualitativos ni los sondeos internos que otros sí manejan y que justificarán, digo yo, el porqué de sus decisiones. Me faltan cañas y cafés con “fuentes cercanas” y si algo me sirve para descodificar el mundo es la vida misma, la del mundo de a pie, la de la gente que me rodea, que no es poco, pero ni es objetivo, ni suficiente.
Pero sí que presumo una enorme inteligencia política a quienes se sientan en esa mesa donde se negocia la unidad en estos días. Quienes están jugando a los cromos con la esperanza de la gente que cree en ellos, gente a la que pongo cara y nombre, porque son mi familia, mis vecinos, mis amigas, mis compañeros de trabajo. Presumo que saben que se juegan unas listas y unos cargos que servirán para defender un programa y un espacio político a la izquierda del PSOE. Y que ese espacio se disputa para poder tener, de nuevo, presencia en un gobierno progresista frente a la reacción conservadora. Esa presencia se pelea para poder ensanchar los cada vez más estrechos límites de lo posible en política social, económica, laboral, o —déjenme soñar— hasta en la internacional.
Desde luego, la responsabilidad da vértigo. Porque presumo que también saben que la adversidad se frota las manos con sus miserias, que negocian con casi todas las comunidades autónomas vestidas de azul marino, algunas también con algún bordado en rojo en la solapa. Que lo hacen siendo la excepción de Europa, donde los límites de lo posible son incluso más punzantes y mucho más estrechos y de un azul añil que da entre miedo y asco en Bruselas.
Presumo que sabrán también que lo hacen con la convicción de que, si se pierde, el ciclo que viene sea probablemente algo más que un periodo hostil o una retirada a los cuarteles de invierno, y que tampoco servirá para prender el “cuanto peor, mejor” que algunos rumian. Que estamos en los estertores del Estado del Bienestar que se construyó el siglo pasado, aunque en España llegáramos unas décadas tarde. Un Estado del Bienestar construido frente a una alternativa socialista que ya no existe, que fue fruto de un consenso social-liberal que se nos rompió de tan mal usarlo. En Génova el pasado domingo, celebrando las ganas de Madrid con ganas, había hombres jóvenes con banderas de serpientes de cascabel y el lema “Do not Thread on me”, el símbolo del liberalismo salvaje que enseña los dientes al Estado y que cuestiona cualquier idea política basada en la igualdad económica o social. Un ideario de ley de la jungla que se cocina entre TikTok y Hormigueros y Consejos de Administración, y que representa la España del miedo a los okupas, la del cole concertado, la que cree que va a salvarse por pagar 50 euros mensuales al seguro médico, la que no soporta que los nadie, que no son nada, lleguen lejos, o más lejos que ellos, porque prefiere que le manden los de siempre, celebrar las caenas, oler el rastro de las presas del señorito.
Y, como a estas alturas ya sabemos todo esto, sabemos también que hay muchas personas que no piensan así, millones de personas buenas, que van a sufrir mucho si se pierden estas elecciones, pero mucho más aun si no intentamos ganarlas. Y no tenéis derecho a decepcionarlas.
Por eso leo con tristeza que se exija, entre el pragmatismo y la resignación, vetar a Irene Montero y a lo que representa, hacer borrón y cuenta nueva, deshacerse de lo quemado. Porque, si a una la condenan a ser cenizas, es porque antes se ha prendido fuego, y atreverse a arder no es algo que todo el mundo esté dispuesto a hacer. Hay quien prefiere la respetable prudencia de llevar décadas apagado en el mismo sitio.
Insisto, yo no sé de encuestas, pero sí de feminismo, de eso sí sé algo. Me ha enseñado a no vivir la vida como un continuo torneo a muerte, me ha enseñado a no sumarme a las quemas de brujas poniendo mi antorcha, me ha servido a ver en los ojos de las demás cuando no pueden más, me ha servido también para perdonar y perdonarme, y me ha enseñado la importancia de tener un entorno en el que confiar y arroparme. Agradezco al feminismo el tener otras lógicas para operar que las que llevo décadas observando en todos esos tipos que arrastran mochilas de rencor cargadas de las piedras de todas las izquierdas.
Por eso, creo que impugnar a Montero es mucho más que un veto en este juego de listas y cromos, y que va más allá de las diferencias políticas que puedan tenerse. Dar carpetazo a estos últimos años en nombre de “lo que resta” y, especialmente personificarlo en mujeres jóvenes y en un Ministerio feminista, es asumir el marco de la moderación y de los cada vez más estrechos cajoncitos de lo correcto, de lo institucional, de lo respetable, hasta que no quepa nadie. Quiero recordar, además, –de eso sí se bastante— que gracias a su vehemencia se queda un Ministerio que ha multiplicado los recursos para luchar contra la violencia machista, que deja un legado de políticas y servicios peleados hasta el último euro y que ha puesto las vidas y los derechos de las mujeres en el centro del debate público. Dentro de unos años hablaremos de ésto, estoy segura.
Decirle a alguien “tú no juegas” me recuerda a las lógicas de privilegio de clase de gimnasia, a la humillación pública de quedarse el último en el banquillo. Me parece que en ese desdén se valida peligrosamente el “se lo había buscado”, el “te pasaste de frenada” el “te lo dije”. Hacerlo es comprar los argumentos de quienes le han afeado las formas y el fondo, para dejarla sin fondo y sin forma. Es sumarse a todos esos tweets que le dicen que ojalá desaparezca, esos que le espetan “cierra al salir”. Y, cuidado, es alimentar en cierta forma un precedente que puede volverse en contra de otras, porque en esta lógica en la que los límites de lo posible se van estrechando como las arterias del corazón antes de un infarto, nada ni nadie te asegura que los monstruos giren sus fauces hacia la siguiente. Que te acosen en la puerta de tu casa, que desprecien tu trabajo, que insulten a tu familia, que ninguneen tus logros, o, peor, que los destruyan; que lancen contra ti el odio del mundo, que te revienten la vida. Y no quisiera que nos pasara como ese poema de Niemoller, que cuando vengan a por ti entonces ya no quede nadie.
Pero, sobre todo, me parece profundamente ingrato. Y la ingratitud no es un pecado capital, pero es de los peores sentimientos de la tierra. Puede perdonarse a los tibios, a los que dudan —yo misma—, a los que se equivocan. Pero no a los ingratos. No quisiera pensar que, como dijo Vázquez Montalbán, no es que estemos solos; es que estamos rodeados.
Toca tragarse sapos, toca pensar en el para qué, toca articular el cómo. Así que, una vez más, desde la humildad y la impaciencia de quienes no tenemos los sondeos en la mesa, ni la mochila de rencores a las espaldas, insisto: no tenéis derecho a decepcionarnos. Que nadie quede cautiva y desarmada cuando se tomen los últimos objetivos en Madrid. La guerra (aún no) ha acabado.