Chile: volver a sentir esperanza

Cantautor chileno —
30 de diciembre de 2021 21:50 h

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En Chile se han vuelto a abrir las grandes alamedas y por ellas se abre paso la esperanza. Tras años de implosión social y pandemia, y décadas de frustración acumulada, comienza a consolidarse una senda que conduce hacia un futuro de justicia social. El camino será sinuoso y lleno de obstáculos, desafíos, errores y bloqueos. Habrá que enfrentar las contradicciones propias de un país que ha vivido, como ninguno, las luces y sombras del neoliberalismo descarnado, y llegar a buen puerto requerirá de templanza, tesón y capacidad de liderazgo. Los protagonistas de este capítulo de la historia serán jóvenes nacidos hacia finales de la dictadura de Pinochet liderados por Gabriel Boric, quien con 35 años se convertirá en el presidente más joven de la historia del país y el más novel en ejercicio a nivel mundial. 

La crónica de esta generación –nuestra generación– comienza a escribirse durante las protestas de estudiantes secundarios en 2006. En la llamada “revolución pingüina”, cientos de miles de jóvenes se volcaron a las calles para manifestar su rechazo a la progresiva privatización del sistema educacional. La recién asumida presidenta Michelle Bachelet logró alcanzar un acuerdo transversal que permitió a la clase política apaciguar los ánimos, tomarse una vistosa fotografía triunfal, y poco más. A falta de cambios estructurales, en la calle crecía la sensación de haber sido traicionados y la frustración colectiva se profundizaba. 

La situación volvería a agudizarse en 2011, bajo el primer mandato de Sebastián Piñera. Los universitarios marcharon en masa exigiendo educación pública, gratuita y de calidad. Durante el gobierno de Ricardo Lagos, la lógica de la transición había engendrado el CAE (Crédito con Aval del Estado): un mecanismo de financiamiento en el que el Estado actúa como aval bancario para permitir el ingreso a las universidades. El resultado –además del previsto incremento de estudiantes que acceden a la educación superior– fue el endeudamiento asfixiante de una generación y el enriquecimiento grotesco de los dueños de universidades. A la cabeza del movimiento figuraban los presidentes de la federación de estudiantes de la Universidad de Chile: Camila Vallejo y su sucesor Gabriel Boric. El neoliberalismo a la chilena comenzaba a mostrar grietas profundas y el ímpetu telúrico de nuestra sociedad volvería a hacerse sentir algunos años después.

En octubre de 2019, el protagonismo volvió a estar en manos de los secundarios. En respuesta a un alza de 30 pesos en el precio del transporte público, los estudiantes protestaron realizando evasiones masivas del pago en el metro de Santiago. La situación –que tenía como antecedente directo el endurecimiento de leyes represivas dentro de las escuelas públicas– fue escalando, hasta que el 18 de octubre se produjo un quiebre definitivo en la historia del país. Esa noche, las calles de Santiago se convertirían en escenario de barricadas, incendios y saqueos, mientras que decenas de estaciones del metro arderían simultáneamente. En un acto sin precedentes desde los tiempos de Pinochet, Piñera decreta el estado de emergencia y le declara la guerra a su propio pueblo. 

A la explosión social del 18-O le seguirían semanas de marchas pacíficas y violentos incidentes. El domingo 25 se lleva a cabo la manifestación más multitudinaria de la historia de Chile y a los gritos de “No son 30 pesos, son 30 años”, comienza a sumarse con fuerza la demanda de una nueva constitución. Tras un mes de extrema tensión, en el que Chile se tambalea entre la anomia y la amenaza de un nuevo golpe de estado, la clase política procura poner fin al descontento mediante el “Acuerdo por la Paz Social y Nueva Constitución”. Este trascendental pacto es firmado, entre otros, por el diputado Boric. Tras hacerlo a título personal por no contar con la unanimidad de su colectivo “Convergencia Social”, es suspendido en su militancia. Esta decisión le costaría, además, el repudio de sectores de la ultra y lo llevaría a sufrir agresiones físicas y verbales.

La vorágine social desatada en 2019 se ve truncada por la pandemia, pero la pulsión democrática se impone y se realizan plebiscitos y elecciones que reafirman la voluntad mayoritaria de echar a andar procesos de cambio profundos en el país. Se logra instalar una Convención Constitucional paritaria, con escaños reservados para Pueblos Originarios, y con una amplia representación de independientes y movimientos sociales. La derecha, que por primera vez desde la vuelta a la democracia obtiene una representación minoritaria (muy por debajo del tercio que le permitiría tener capacidad de veto), comienza a atrincherarse.

Los sectores conservadores, avasallados tras años de inestabilidad social y desmoralizados por el mal gobierno de Piñera, ceden ante la tentación de la mano dura y se cuadran casi por completo detrás del liderazgo neo-pinochetista de Jose Antonio Kast. En respuesta a este escenario, una inmensa mayoría se consolida en apoyo a Boric, convirtiendo la elección presidencial recién pasada en un espejo contemporáneo del plebiscito que puso fin a la dictadura en 1988. Como no sucedía desde entonces, se produce una efervescencia cultural genuina en torno a un proyecto político que ofrece renovación y nuevas perspectivas. La campaña es reñida y Kast no duda en jugar sucio, saturando los medios con fake news y enarbolando un discurso al más puro estilo Bolsonaro.

El día de las elecciones no comienza bien. En distintos puntos del país, votantes reportan que ante la falta de transporte público no pueden ir a votar. Circulan imágenes que muestran los estacionamientos llenos de autobuses aparcados, mientras que miles de personas esperan en los paraderos bajo el sofocante calor del verano y muchos deciden volver a sus casas sin poder votar. Ante la grave situación, muchos ciudadanos se organizan y salen a suplir el transporte público usando sus autos particulares para llevar gente a los locales de votación. Hasta el último momento no se tiene indicio alguno respecto al inminente resultado. A eso de las seis de la tarde, las mesas comienzan a cerrar y el resultado es incuestionable. Con la mayor votación obtenida en toda nuestra historia y por más de un millón de votos de diferencia, Gabriel Boric se convierte en presidente electo. Todo es júbilo y la Alameda, abierta de par en par, congrega a un océano de ciudadanos unidos en celebración para recibir al nuevo mandatario. 

Así, la historia sigue su curso. A dos años de aquel octubre incendiado, Chile se encuentra en medio de un proceso constituyente y acaba de elegir a un presidente joven que personifica el comienzo de un nuevo ciclo. Con un parlamento dividido y una crisis económica de proporciones globales, Boric y su equipo deberán enfrentar tiempos complejos y desafiantes. Además de ofrecer gobernabilidad para avanzar en las necesarias reformas planteadas en su programa, el gobierno tendrá la responsabilidad de proteger y velar por el buen desarrollo de la Convención Constitucional. Allí se buscan fórmulas para trascender el modelo neoliberal y se forja el diseño de lo que será el Chile de las décadas venideras. Una vez más, los ojos del mundo miran hacia esta angosta faja de tierra con la certeza de que, como dijera Salvador Allende, “no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza”. La posibilidad de que una nueva generación pueda conducir los destinos de Chile con templanza, energía y humildad es razón de sobra para, finalmente, volver a sentir esperanza.